viernes, 8 de julio de 2022

Feliz cumple, tía

Para todas las amadas tías.

 

 

7 de abril del 2016

Hola tía,

hoy cumplirías años, o cumplís. No sé si cuando uno muere sigue cumpliendo años. Pero voy a suponer que sí. Así que feliz cumpleaños.

Ya hace dos años que te moriste. Lo escribo así sin vueltas, para no decir que te fuiste ni que te perdimos. Lo digo así sin vueltas como hablabas vos.

Estos últimos años no podía recordarte sin ponerme a llorar. Estaba muy triste porque no iba a verte más. Trataba de recordarte en tu departamento, en los viajes que compartimos, y no podía verte.

Entonces, quizás de forma egoísta, te pedí ayuda. Y vos no dudaste: viniste a buscarme. No sé cómo hiciste ni trato de entenderlo, pero lograste que nos encontráramos bien de frente y despacio, como para darnos tiempo a mirarnos. Te quedaste bien quieta y me mostraste tu cara sin apuro, para que yo pudiera verle cada detalle. No hablaste, pero fue como si me dijeras: «¿Pero cómo que no podés verme? Ya no llores y mirame bien, que acá estoy. Dejá de recordarme nada más que en la clínica, porque no fui solamente eso, no fui solamente esa semana. No me dejes atrapada ahí. Sacame. Volvamos a caminar por las callecitas de Córdoba. No mucho… porque después me duele hasta el alma. Dale que tenés de sobra. Dale que tuvimos mucho, como treinta años. Así que empezá a ponerme en esos lugares que ves vacíos hace demasiado tiempo».

Me miraste fijamente un buen rato. Creo que te estabas asegurando de que te hubiera entendido. Y de que antes de irte tenías que saber que ahora sí, te quedabas conmigo para siempre. No sé si entendí enseguida, pero mi dolor ya estaba retrocediendo y te diste cuenta.

Antes de irte, me dijiste que me amabas. Yo también te dije que te amaba. Y cuando te lo dije, sentí que eso era lo que hacía falta, que así estaba bien, que algo dentro de mí empezaba a ceder. Nos amábamos: eso era lo único con lo que teníamos que quedarnos.

Después que viniste a ayudarme, todavía necesité unas semanas más. Hasta que un día, uno de los tantos que pensaba en vos, me acordé de algo que dijiste y empecé a reírme sola.

Entonces empecé a ver de nuevo tu cara… la cara de mi tía. Y de a poco comencé a revivir los momentos que pasamos juntas… nuestra historia.

Llego a Córdoba, a visitarte. Estoy abajo de tu departamento y acabo de tocar el portero. Me voy a la calle, porque una de las cosas que más me gustan es verte aparecer en la ventana. Al fin se asoma tu cabecita, me ves, me sonreís, abrís los brazos mientras decís «Bebeeee». Siento que es un momento perfecto, porque para mí esa ventana, de marco verde, no existe ni puede existir sin tu cara. Cuando al fin veo tu cara en la ventana, siento que algo dentro de mí se acomoda, como si dijera «Ahora sí, el cuadro está completo… ahí está la hermosa cara de mi tía, encuadrada en el marco verde».

—¡Atajá bebé! —gritás mientras me arrojás el manojo de llaves.

Me querés un montón, pero seguramente estabas en la cama y bajar a abrirme te da fiaca.

Subo hasta el primer piso. Toco la puerta, se abre. Después de un año, volvemos a vernos. Te abrazo muy fuerte. Es reconfortante, porque es como abrazar a un pato, suave y morrudito, de esos que hay en los lagos artificiales. Tu cuello alargado se encorva y se hunde en mi pecho. Tu torso es pequeño y frágil, puedo rodearlo fácilmente. Luego tu cuerpo se va ensanchando hasta concluir en unas generosas caderas.

Mientras acomodo el bolso y demás, veo que tus caderas se dirigen hacia tu habitación. Van despacito, con un suave vaivén.

—¿Adónde vas? —Yo ya sé, pero empiezo a pincharte.

—Voy a recostarme un rato bebé…

—Son las tres de la tarde… —te digo como un reproche.

No tenés hijos ni marido. Vivís sola hace cuarenta años. Ahora llegué y voy a romperte las pelotas diez días seguidos, pretendiendo que cambies algunos hábitos que no me parecen saludables. Tengo veinticinco años y todavía no aprendí que nadie puede cambiar a nadie. Sin avisarte, empiezo por abrir una de las ventanas. Quiero ir de a poco, así que dejo el postigo como está —cerrado— aunque me parezca deprimente. No deja ver hacia afuera, aunque el pulmón de manzana no sea menos deprimente. Pero al menos uno vería aire. Entre cuatro paredes llenas de grietas y moho, es cierto. Pero vería aire y un cuadradito de cielo. Tenés el oído de un gato.

—¡No me abras las ventanas, teeeesoro…!

Me asomo a tu habitación. Estás echada leyendo un libro. Irónicamente te digo que los seres humanos necesitamos respirar, que me des unos minutos con la ventana abierta, que voy a almacenar todo el oxígeno que pueda y lo voy a ir administrando durante los próximos días. Decís que bueno, pero que después no me olvide de cerrarla. Luego me mandás a comer algo.

—Fijate en la heladera, bebé… Te compré comida para que tuvieras cuando llegaras…

Voy a la heladera. Hay un montón de paquetes de rotisería. Aunque no me guste el microondas, pongo a calentar la milanesa ahí, porque si llegara a querer prender el horno te alterarías bastante y me darías muchas razones, todas muy frágiles, de por qué no prenderlo. Es probable que no uses el horno hace veinte años, si es que alguna vez lo usaste.

—¡Ey…! —te grito—. No me ves hace un año… vení a comer con tu sobrina.

Escucho movimientos en tu habitación. Oh, hay vida. Me alegro. Al rato aparecés con tu batón celeste a rombos. Olés a cremas. Te arrastrás hasta la mesa y te sentás a mi lado. Todavía no almorzaste, así que te insisto para que comas algo. Decís que te duele el estómago.

—Eso ya lo sabemos, tía… —digo socarronamente—. Siempre te duele el estómago…

En eso te levantás y vas a la cocina. Niego con la cabeza, porque sé que a la cocina vas a fumar. Pero para mi sorpresa aparecés enseguida, con un platito en la mano. La cantidad de merengue en la porción de torta que traés es algo bestial, que roza el mal gusto. Te sentás. Muy contenta me decís que se te abrió el apetito. Entonces te recuerdo que te duele el estómago.

—¡Se me pachó! —Hacés un bailecito con los hombros, como diciéndome ¿No ves?

Me rio. Vos ya estás hundiendo la cuchara en la torta.

Así comienza nuestra convivencia. Tenés mil mañas hace mil años. Yo ya me las sé de memoria, pero igual vas a recordármelas todos los días. Voy a aceptarlas sin chistar. En rigor, voy a ignorarte (aunque no siempre). Quizás años atrás trataba de entender, realmente, qué me estabas pidiendo. Hasta que me avivé de que todo era pura maña. Sobre todo eso que me decís cada vez que voy a bañarme, eso de que no deje ninguna bolsita debajo del calefón.

—… debajo del caleeefón, teeesoro, que puede volar una chispa…

Hablás de un posible incendio.

—Claro, Huges… —te digo. Porque cuando me das mucha ternura, me sale llamarte por tu apodo.

Pero más allá de la ternura, te estoy mintiendo y voy directo a bañarme. Aunque a veces, voy a confesártelo, paso antes por la cocina y chequeo que no haya nada abajo del calefón. Realmente no sé por qué lo hago. Pero a fuerza de muchos años algunas de tus mañas terminaron por imponerse, sobre todo aquellas en las que mencionás incendios, explosiones y a la tía Juana, recordando aquella vez, hace cincuenta años, cuando se le voló la mitad de la casa. Es llamativo que en esa anécdota, ni mamá ni vos aclaren cómo quedó la tía Juana.

El departamento es tu reino. Desde la cama o desde tu señor sillón, vas impartiendo pequeñas instrucciones de cómo funcionan las cosas en tu covacha. Cuando estás en la cama y yo en la cocina, no puedo verte y solo escucho tu voz. Tus pedidos tienen un tono amable y un dejo de lamento. A pesar del correr de los años, la instrucción no cambia, incluso usás las mismas palabras y en el mismo orden. Solo ahora dudo de si eras realmente vos quién la daba, o tenías grabado un casete con todas las instrucciones y desde la cama apretabas el botón de la que iba (Microondas. Calefón. Etc.). O si en realidad, aunque no la dijeras, yo podía escucharla igual…

—Tesoro acordarte de que si ponés dos minutos el microondas, primero llevás la perilla hasta cinco y después la volvés a dos…

Lo que para mí antes era una tremenda estupidez, se ha convertido en ley. Estoy junto al microondas, llevo la perilla hasta cinco y luego la regreso hasta dos. No estoy muy convencida, pero lo hago. Una vocecita dentro de mí susurra que quizás, sino lo hiciera, realmente podría explotar todo.

Llega el fin de semana. Viene a quedarse la Silvi, mi prima. Bajo a abrirle, le doy un beso. Pero recién cuando subimos la aparrucho bien fuerte. Ella es una osa llena de amor. Tiene un par de años más que yo, pero por un retraso madurativo dicen que es como si tuviera diez años. Cuando le miro los ojos, veo unos ojos limpios. Y me doy cuenta de que a pesar de todas las dificultades, el maltrato y las pérdidas que ella ha atravesado, nada logró torcer su mirada, mancharla, ni arrimarla un centímetro a la maldad. Sus ojos siguen buenos, son de color miel.

La Silvi va y te abraza. Se funden las dos osas. Mi prima perdió a su papá hace más de diez años. Su mamá se murió hace poco más de uno. Más tarde ella va a decirme:

—¿Viste que se murió mi mamá?

—Sí…

—Y a mi papá tampoco lo tengo más...

No sé qué decirle. Me acerco y le doy un beso en la cabeza. Ella se encoge de hombros, me mira y me dice:

—Me quedé sin el pan y sin la torta… ¿a vos te parece?

A mí se me cierra la garganta. La abrazo y le digo que te tiene a vos.

—Mirá —le digo, porque sé que eso la divierte—, ya está fumando de nuevo… vamos a molestarla…

La Silvi larga una risita y se frota las manos.

Ahora más que nunca entiendo que la Silvi te tenía a vos pero que, sobre todo, vos la tenías a ella. Te imagino en la cama, donde pasabas mucho tiempo. Incluso a mí, cuando iba a verte, me costaba un montón sacarte de ahí, aunque fuera solamente para jugarnos un chinchón en el living.

Sé que más de una vez no habrás tenido ganas de levantarte. Pero la Silvi te necesitaba. Vos la necesitabas a ella y te levantabas.

 

 

8 de abril del 2016

Hola tía,

te quería contar algo que me acordé ayer a la noche, después de escribirte… a pesar de no tener muchos recuerdos de cuando era chica, tengo unos pocos que recuerdo mucho:

Estamos en uno de los supermercados de Córdoba. Mi hermano el Gordo y la Silvi tienen más o menos diez años. Yo ocho. Corremos enloquecidamente por todo el súper, jugando a la mancha. Aunque no te veo, sé que andás por ahí haciendo las compras. Después hay un blanco. Luego se acerca mi hermano y me propone que hagamos un negocio para ganar algo de plata. Como es mi hermano mayor, lo sigo en todo. Me dice algo así:

Compramos unos vasos y los rifamos…

Ese es todo el plan. En la góndola junto a nosotros hay packs de seis vasos, valen algo así como $20, para nosotros un valor inalcanzable.

—No tenemos plata para comprarlos… —digo.

—Ya sé cómo hacer...

Vamos al sector de seguridad y decimos que te perdimos, que perdimos a nuestra tía. Es mentira, porque a tal hora habíamos quedado en encontrarnos a la salida. Te llaman por el parlante. Al ratito te veo venir recontra preocupada. Cuando te decimos la verdad, decís que «Nos vas a hacer re cagar» y mientras nos abrazás a los tres como una mamá osa.

Mi hermano te explica el negocio que queremos hacer. Nos falta plata para arrancar. Te pregunta si te gustaría comprarnos unas rifas, con esa plata nosotros podríamos comprar lo que vamos a rifar. Decís que sí enseguida, que te mostremos los números que tenemos. Con mi hermano nos miramos y no sabemos qué decir. Te empezás a reír, porque nos agarraste. Después nos acompañás a buscar los vasos. Ni entonces ni después me doy cuenta de que te estamos cagando, porque aunque hayamos dicho que la plata que te pedíamos correspondía a tus rifas, nunca razonamos que después tendríamos que devolverte el valor de los vasos. Así que desde el vamos sos la propietaria real de los vasos. Más tarde, nosotros venderíamos rifas de algo que era tuyo. Algo completamente inentendible. Tía, te juro que no me di cuenta. Por mi hermano no puedo poner las manos en el fuego.

Estamos en la caja. Estás comprando dos packs de seis vasos. A mí me da vergüenza y te digo varias veces que era un solo pack.

Llegamos a la casa que era de mis abuelos, donde vive la Silvi con su papá y su mamá, la Nelly. Ahí nos estamos quedando con mi familia. Además de mis papás, hay una señora a la que los grandes llaman «la vecina». También hay un señor llamado Elétor. Un par de años después iba a entender que no se llamaba Elétor, sino Héctor, y que Elétor era el pegote entre El+Héctor, porque a todos los nombres le meten artículos. Con mi hermano empezamos a vender las rifas. Hasta tenemos un talonario, supongo que al salir del súper nos lo compraste.

Es algo así lo que pasa: cada rifa sale $2 y tenemos veinte números. Mamá y papá nos compran dos o tres números. Veo los billetes de $2 rotos y arrugados, tengo la horrible sensación de que no apoyan nuestra idea, sino que más bien quieren sacarse de encima esos billetes. La vecina compra uno o dos. La Nelly nos dice a las carcajadas «¡No hay plata, chiquitos… no hay plata!» y a los gritos nos manda a joder a otro lado. Elétor finge que no nos ve (ni siquiera que no nos escucha). Ahí aparecés vos, tía, y nos preguntás cuántos números nos quedan. Como dieciséis. Yo estoy desilusionada. No sé de negocios pero con mi rudimentario entendimiento puedo darme cuenta de que el nuestro viene para atrás. Nos llamás aparte y nos decís que querés diez números. Y también querés cuatro para la tía Nelly. Yo no quiero que le compres rifas a la Nelly, pero de prepo nos encajás un billete. Es la primera vez que tengo un billete de tanto valor. Tía, ahora presiento que no fue casualidad que no compraras todo el resto del talonario. Que a propósito dejaste que nos quedaran dos o tres números, para que aprendamos que la cosa no era tan fácil.

Durante la cena, rifamos los vasos. En silencio, pido que no gane la Nelly. Como es de esperar, ganás vos. Más tarde veo que estás guardando los vasos en la alacena de la Nelly. Es de noche y te estás por ir a tu departamento. Te pregunto por qué dejás los vasos ahí. Me explicás que en esa casa faltan vasos y que vos tenés de sobra. Me pongo muy triste…. quiero que te lleves los vasos que ganaste (quizás sí, muy en el fondo, llego a intuir que los vasos te pertenecen doblemente). Tal vez porque me ves triste, me decís que bueno, que otro día te los llevás. Me doy cuenta de que no es verdad y que los vasos van a quedarse, para siempre, en lo de la Nelly.

Te vas, con tu cartera negra y sin los vasos.

Me pongo a llorar. Le digo a mamá que la Nelly no compró ni una rifa, que vos le compraste rifas, que igual salió un número tuyo y que encima de todo eso se los regalás. Tengo ocho años y no me sale la palabra injusticia. Mamá me dice que no llore. «Así es la tía», dice.

Hoy, cuando miro para atrás, veo un montón de personas… hacen algo parecido a lo que entonces hicimos nosotros en el súper. Te piden plata, compran vasos, los vasos se rompen todos los meses, te piden plata otra vez porque necesitan vasos. Vos ayudás a todos. No hay rifas ni premios, nada que vos puedas ganar a cambio. Pero esas personas que veo no miden un metro y pico, ni juegan a la mancha en el supermercado. Son tipos y tipas grandes, de poco pelo y talones ásperos. Sabían. Vos también sabías.

Como una vez que estaba en tu departamento y escuché esa conversación telefónica. Te estaban mangueando. Y vos no preguntaste nada, en dos minutos hecho… no solamente ibas a darle plata sino que ibas a mandársela. Yo estaba re caliente y te pregunté por qué al menos no venían a buscarla.

—¿Vos te das cuenta, tía?

No sé por qué te pregunté eso, porque de boluda no tenías nada.

—Claro que me doy cuenta… pero sabés qué pasa bebé… no tengo ganas de que me jodan…

Me mostraste una sonrisa cansada pero, también, llena viveza… como si dijeras: «Les doy para que no me quiten… ni la paciencia, ni el tiempo».

Puede que sí, pero esa era solo una pequeña parte. La gran parte era la otra, la que yo, siendo tan chica, presentí ese día de los vasos. Por algo lo recuerdo tan bien. Nos compraste más vasos de los que te pedíamos. Nos compraste el talonario. Nos compraste las rifas. Le compraste rifas al que no quería o no podía pagarlas. Te ganaste los vasos. En esa sucesión de hechos, tía… te veo. Y a través de los años, volvería a verte. Los hechos iban a ser otros, pero vos no. No era para que no te jodieran. Eras buena y generosa. Tenías un corazón gigante… no había con qué darle. No alcanzabas a dar algo que ya estabas dando otra cosa. Esa sucesión terminó cuando dejaste los vasos en la alacena de la Nelly: fue el broche. El broche que a los ocho años me resultó chocante, hoy lo revivo y lo veo como inevitable. Te vi alejarte, por el pasillo oscuro, y me puse a llorar.

Quizás ese día se me grabó a fuego porque, a pesar de tener ocho años, te vi. Así eras, tía. Y eso, sin saber entonces por qué, llegó a dolerme.

 

 

7 de abril del 2017

Hola Hú,

feliz cumpleaños.

Sabés que pienso que en un momento de nuestra relación tía-sobrina el tiempo se detuvo y no me di cuenta. Me trataste siempre como a una sobrina chiquita. Y yo te veía entonces como a la tía, la eterna tía de mi niñez, la que cada vez que iba a visitarla se preocupaba porque en la alacena hubiera Nesquik. Así fue siempre, aun cuando yo ya pisaba los treinta y hacía años que había dejado de tomar chocolatada. Pero nunca te dije que había cosas que ya casi no comía. No para no despreciarte, sino porque realmente no lo pensaba, como si desde el momento en que llegaba a tu departamento entrara a vivir en un túnel paralelo, en una especie de segunda infancia.

Entonces tomaba chocolatada, comía pan con manteca y dulce de leche, le metía mayonesa a la comida, me hacía sándwiches de jamón y queso a cualquier hora. Creo que una parte de mí sentía, realmente, que tenía diez años. Vos me alentabas a comer, quizás no bien, pero sí mucho. Me decías que habías comprado todo eso para cuando llegara. Que coma. Y ya que estabas, comías vos también. Cosas que no podías comer, pero que gracias a mi visita tenías a mano.

Te moriste una mañana… yo estaba en tu departamento y me llamaron de la clínica para avisarme. Unos días después empecé a sentir más angustia de la que ya sentía, porque me di cuenta de algo: nunca, o casi nunca, parecí tomar real conciencia de que ya éramos dos adultas. Y entré a reprocharme, a preguntarme cuántas veces nos habíamos sentado, café de por medio, y yo te había preguntado, te había preguntado en serio, cómo estabas. Fueron muy pocas. Pero algo llegó a consolarme: las veces que te pregunté algo importante, no quisiste hablar demasiado. Fuiste siempre medio esquiva. Tal vez vos tampoco me necesitaras a mí como a una adulta, como alguien con quien hablar y ponerse serio. Ojalá, tía. Porque entonces me acuerdo de esa vez que nos compramos un kilo de helado, de tres tipos de dulce de leche, y nos comimos todo el pote sentadas en la cama. Vos tenías las piernas cruzaditas y estabas feliz. Comías directo del pote, a los cucharazos limpios. Nos íbamos quitando el pote de las manos. Parecías, parecíamos realmente unas nenas, felices con su helado. Vos estabas tentadísima, a cada rato soltabas una carcajada y decías que parecíamos dos lechoncitas, que qué vergüenza bebé, que el helado no se come en la cama.

Ojalá, tía, vos me necesitaras así, despreocupada e infantil. Y que cuando yo entraba a tu departamento sintiendo un regreso, un pararse el tiempo, esa extraña sensación de no tener edad ni vos ni yo, ojalá vos también entraras conmigo por ese túnel, y por diez días prefirieses eso, eso que había entre nosotras: pura ternura, yo siempre medio boba girando por el departamento haciéndote bromas, anclada en la edad del pavo por más de quince años, hinchándote para salir, para que dejaras el cigarrillo. Hasta inventé una canción para que dejaras de fumar. A vos te gustó mucho la letra y quisiste aprenderla. Así que cada vez que arrancaba a cantarte te ponías contenta y te enganchabas enseguida. Aunque la letra te bardeaba bastante, la cantabas entusiasmada, fumando junto a la ventana.

Pero varias veces sí, te pregunté algo serio.

Estás en la cocina. Como siempre, dulce y hermosa. Te miro desde el living y no puedo creer que toda tu vida hayas estado sola. Me acerco y te pregunto por qué nunca te casaste, ni te juntaste ni nada. No es casual que me salga esa pregunta, porque son cerca de las seis de la tarde.

No me esquivás, pero tampoco mostrás entusiasmo en responderme.

—No sé, bebé… se fue dando así…

—¿El Rubén fue tu novio? —te pregunto. Conozco la historia, pero muy al pasar.

—Sí, fuimos novios un tiempo… allaaaá… en mis años mozos —Decís en tono teatral, te tocás el pelo y hacés la mímica de tirártelo hacia atrás.

—¿Y qué pasó?

—Bah, el pelotudo me engañó… después quiso volver, pero no lo perdoné y se casó con la otra…

—Qué pelotudo. Y después qué pasó tía… porque no me vas a decir que te faltaron pretendientes… —digo, y enseguida me doy cuenta de que estoy hablando como una vieja.

—Noooo… pretendientes no me faltaron… ¿con esta cara, nena? —Entrelazás las manos y apoyás tu hermosa cara sobre ellas. Luego, encarás para el living.

—¿Yyyy? ¿Qué pasó con esos tipos?

—Uno más boludo que el otro, bebé… —decís tranquilamente, yéndote a la habitación. Después de un rato, como de la nada, decís:

—Para conformarme con un boludo, preferí quedarme sola…

Te asomás y haciéndote la actriz decís:

—Me quedé esperando al príncipe azul…

—¿Y qué? —digo irónicamente. Estoy enojada porque van a ser las seis— ¿Rubén era el príncipe azul?

—Puede ser… —Estás frente al espejo sonriendo, poniéndote un poco de maquillaje. Te pusiste tu bata celeste, calculo que para que no se te vea el piyama.

—Pero tía… hace cinco minutos me dijiste que era un pelotudo.

—Sí, sí… es un pelotudo. —Hacés un silencio. Después, como para vos misma, decís—: Pero a mí me gusta.

Son las seis en punto, en punto en punto. Como todas las tardes, suena el timbre.

—Debe ser Rubén… —decís. Apurada, vas hasta el portero.

—Y sí —te digo enojada—, ¿quién va a ser si no? —Y para mis adentros digo «Puto», porque me imagino cuánto te lastimó.

Comienza el ritual de todas las tardes, el mismo que vengo viendo hace quizás más de diez años, cada vez que estoy en tu departamento.

Atendés el portero como si no supieras.

—¿Hola?

Abajo, es cantado que está Rubén, tu eterno novio, amante quizás.

—Ah, hola Rubén… sí, subí.

No tengo que bajar a abrirle, porque él tiene llaves.

Veo entrar al departamento al príncipe azul… un abuelo. Un viejo de gesto duro, un señor mayor de mandíbula apretada, un tipo que lo mire por donde lo mire me parece gris. Gris en la ropa, gris en el pelo aunque ya sea blanco, gris en el Hola que me dice, gris en el rostro y en la voz, gris en su presencia porque cada vez que entra al departamento parece que se nublara, aunque estemos adentro.

Este viejo, para mí siempre un extraño y un tipo de corazón impenetrable, se sienta en el living. Es tu living, tía, y creo que no se lo merece. Con su típico tic, mueve agitadamente una pierna. A pesar de sus anteojos, veo cómo a cada rato cierra con fuerza los ojos y enseguida los abre. De vez en cuando suelta una especie de tos, como si tuviera carraspera.

En el ritual, que nunca falla, le ofrecés un café. Nunca falla tampoco, y él te dice que sí. Yo estoy ahí en el living, pero mantengo distancia con el Rubén y no me siento, como para solamente cruzar unas palabras e irme a la habitación. Lo miro. Trato de sacarle la ficha, así que no le hablo para que no me hable y me distraiga. «Quiero mirarte en silencio, Rubén. Quiero pescarte en tu silencio cuando creas que nadie te está mirando. A veces voy a mirarte de reojo, a veces de golpe a ver si acaso te agarro desprevenido y descubro algo, algo de lo que sos. Algo de lo que mi tía ve en vos. Qué raro que, después de diez años, no entienda nada, nada de lo que sos».

Me paseo por el living. No quiero hablarle y él no quiere hablarme a mí, creo que de eso siempre nos dimos cuenta los dos. Pero soy tu sobrina, tiene que hablarme. Antes de hablarme, larga la tos:

—¿Y vos cuándo habías llegado? —me pregunta. Pocas veces me llama por mi nombre.

—Anteayer… —Anteayer, pienso, cuando viniste y me preguntaste cuándo llegué.

—Ah, cierto…

Por pura cortesía, nos decimos un par de puras pavadas, puras nadas. Me pregunta cosas sueltas, respondo tan cerrado como puedo. No quiero hacerte quedar mal, tía, que el viejo piense que soy una maleducada.

Venís con los cafecitos, le das uno a Rubén y te sentás. Aprovecho y me voy. Estoy en la habitación y me pregunto de qué hablarán. No es que me paro al lado de la puerta y pego la oreja, pero me da un poco de curiosidad. No hablan demasiado. No escucho que te rías, ni esa tarde ni ninguna de las tardes que vino Rubén.

Salgo de la habitación para ir a buscar algo a la cocina. Veo a Rubén de espaldas y me parece que es la continuación del sillón donde está sentado, de tan impersonal, quieto y faraónico que lo percibo. Pero a medida que me acerco a él, brota la vida abajo del sillón, una vida separada de él mismo: la de su pierna que no para de moverse, nunca. A vos te veo pálida, quizás porque mi mirada está teñida de lo que sé. Pero te veo pálida, quizás triste. No triste en la cara, sino una tristeza que está como atrás, más que agazapada, resignada. Estás envuelta en tu bata celeste, un celeste bastante pálido también. Tenés la tacita de café entre las manos. Hablás con Rubén, pero no con tu voz de siempre. Tu voz está más medida. No es agria, pero no tiene ni tu dulzura ni tu gracia, sino un tono algo ceremonioso. Paso rápido para no interrumpirlos, pero al pasar no puedo dejar de sentir una distancia entre ustedes, no la que va desde un sillón al otro, sino una más honda y vieja. Justo como dice ese tango: «Y ahora que estoy frente a ti, parecemos, ya ves, dos extraños…».

Un par de años después, yo estaba en mi casa en Buenos Aires. Vino mamá y me dijo:

—Llamó la tía… Se murió Rubén… chocó y se murió…

Tía… a mí se me partió el corazón como si estuviera sintiendo el tuyo, partido.

Te llamé enseguida.

—… agarro el primer micro y voy tía… —te dije—… voy y me quedo con vos…

Y lo hubiera hecho, de no ser porque a pesar de que te insistí mil veces, me dijiste que no, que preferías estar sola. Fuiste bastante firme. Me agradecías, pero no querías que fuera. De una manera muy insana, me agarré de los detalles, de uno solo: pensaba en las seis de la tarde. Que ya no sonaría el portero, ni ese día ni todos los que vendrían. Me la agarré con eso, te pensaba en el departamento y me ponía a llorar. Porque por más que Rubén me pareciera poco, vos tenías, todos los días, alguien a quien esperar.

A veces me arrepiento y pienso que tendría que haber ido igual. Perdoname, tía, si tu voz dijo «No» pero acaso, atrás de ese no, sí hubieras esperado que vaya. Como aquella tarde donde no te vi la tristeza en la cara, sino atrás.

Hago las paces con Rubén, también. Porque ahora me doy cuenta de que no había forma, no había manera de que tu noble corazón le hiciera un lugarcito en tu living, cada tarde a las seis, si en Rubén no hubiera habido algo bueno. Lamento no haberlo visto. Si no hubiera sido menos formal. Y hasta quizás, para romper el hielo y lo gris, le hubiera dado una palmada y le hubiera dicho: «Cómo andás tío… Llegué hoy a las diez».

 

 

8 de abril del 2017

Hola tía,

después de escribirte la carta de ayer, hice un dibujo tuyo, de una de las imágenes más nítidas que tengo.

Estamos en la costa, una de las veces que fuimos con vos y mis papás de vacaciones. Querés ir a la playa después de las seis de la tarde, seis y pico, cuando ya no pega tanto el sol. Te digo que es un bajón, que a esa hora no pegará el sol, pero el que pega es el viento. Te propongo que vayamos más temprano.

—No puedo bebé… soy muy blanca. Me hace mal…

Te miro: sos realmente muy blanca.

Llegamos a la playa seis y media. Hay mucho viento y poca gente.

Tenés puesta una malla enteriza, azul marino, que contrasta con tu blancura. Tenés pecas por todos lados.

Vamos caminando hacia la orilla, donde te gusta mojar los pies. Vas descalza, despacito. Yo te espero para ir juntas, pero es difícil porque vas muy lento. A cada paso meto un par de pasitos en el lugar.

Cuando estamos a pocos metros del mar, como si quisieras vivir ese momento por tu cuenta, te desprendés de mí: lo siento por más que no vayamos agarradas del brazo. Sin decirme nada, empezás a caminar más rápido, directo hacia la orilla, sin detenerte. Me quedo donde estoy y desde ahí te miro caminar, con tu paso frágil y tus piernas blancas, con tu andar que en la arena cuesta pero que va decidido. Verte me conmueve, como si dijera: ¡Vamos tía, vamos que podés! Vamos que a pesar de todo, de tu piel blanca, de tu falta de actividad y de tus pésimos vicios, lo estás logrando.

Ya casi llegás a la orilla, te faltan nomás unos pasos. Al fin, tus pies tocan el mar. Entrás poquito, hasta que el agua te cubre las pantorrillas. Ahí te quedás muy quieta, lo único que se te mueve es el pelo, que se agita con el viento. Te miro y, de golpe, todo enmudece. Está crujiendo el mar, pero estás vos ahí, anclada en el centro, y el mar enmudece. Está enloquecido el viento, pero estás vos ahí, tan calma y ajena, y el viento enmudece. Yo también enmudezco, porque al mirarte siento que vas a quedarte ahí para siempre, con tu malla azul marino. El mar, siempre tan indiferente, te ha recibido sin embargo como a uno de los suyos. Quedás bien ahí. No hacés ningún daño. Sos parte de todo lo que es bueno.

Lentamente te sentás en la orilla, con las patitas hacia adelante. Con las manos tocás el agua o la arena. De todas las veces que te vi así en el mar, fueron muy pocas las que te diste vuelta para mirarme. Pero las poquitas que lo hiciste, me miraste y me sonreíste levemente, como si no pudieras creer lo que veías, ni creerte a vos misma ahí donde estabas. Y aunque esas veces no dijiste nada, al ver tu cara sentí que me decías algo muy cortito, tan obvio como precioso y fundamental. Sentí que me decías: Mirá bebé, el mar…

Yo también te sonreía y dentro de mí asentía. Sí, tía, el mar.

Recién hoy, después de veinte años, comprendo el porqué de aquella sensación que tenía al verte, esa de que ibas a quedarte ahí para siempre, con tu malla azul marino, con tus piernas blancas y tu pelo corto volado por el viento. Era porque fue así nomás. Porque más que describirte o dibujarte, te estoy viendo.

 

 

24 de diciembre del 2017

Hola tía,

hoy me acordé de algo, quizás sea uno de los recuerdos más viejos que tengo, no solo con vos, sino de mi niñez. El recuerdo no está entero, pero sí la esencia de lo que me estaba pasando… esa Navidad empecé a sospechar que no era Papá Noel quien dejaba los regalos. Con esa clave y un par de imágenes sueltas que se me vienen, puedo reconstruir este lejano recuerdo de la infancia… está muy oscuro, no tengo las palabras que dije entonces, pero al mismo tiempo es claro como un sol que se tiene bien de frente. Un sol que enceguece, que no se puede ver, pero se siente el calor en todo el cuerpo.

Tengo seis años, quizás siete. Estamos con mi familia en Córdoba, en la casa de los abuelos. Ahí vive la Silvi con sus papás. Fuimos a pasar Navidad. Es 24. En el living, el arbolito está solo. Debajo de él todavía no hay regalos. Le cuento a mi hermano mis sospechas, que para mí no es papá Noel quien deja los regalos. Él no me dice ni que sí ni que no, aunque es probable que lo sepa, porque tiene un par de años más que yo. Ideo un plan muy básico, aunque creo que entonces me parecía una genialidad. Vamos a escondernos en el patio, vamos a dejar la puerta del living abierta (la que da al patiecito) y desde ahí vamos a espiar. Estoy todo el día con ese tema. Después de almorzar o hacer otras cosas, corro de nuevo al patio, me escondo detrás de unos arbustos y espío hacia el living. Desde ahí, observo el arbolito. De lo que me acuerdo es de mi urgencia, de mi apuro por volver a mi puesto y no perderme lo que fuera a pasar.

Esto es lo importante y se lo digo a mi hermano: estoy segura de que sos vos la que deja los regalos. Estoy más segura de eso que de cualquier otra cosa. Lo que digo (siento que fue así) no es que Papá Noel no exista, sino que vos dejás los regalos. A mis siete años, tengo una potente imagen de otras navidades: árbol vacío y, de pronto, árbol lleno de regalos. Esa es la parte que nunca entendí, esa magia. Y es la que estoy tratando de descubrir.

Estoy sola en el patio. Por momentos, mi hermano está conmigo. Pero la mayor parte del tiempo estoy sola, observando con ansiedad el arbolito. Alguien dejó un par de bolsas. Siento bronca porque me lo perdí. Pero no mucha. Porque sé que esas bolsas no pueden ser todos los regalos. En mi corazón, lo único que hago es esperarte, quiero ver a mi tía entrando al living… no por la puerta del patio, porque sé que si efectivamente entrás al living va a ser por adentro de la casa, por la otra puerta.

No sé cuánto tiempo pasa, pero nunca dudo. Sigo agachada, detrás de los arbustos.

Acá sí: esta es la única imagen, el único hecho que recuerdo bien. Aparecés en el living. Sos joven y hermosa, tenés una musculosa. Llevás en cada mano un par de bolsas, estás apurada, tenés una misión y un misterio, porque claro, nadie puede verte. Desde el patiecito, te miro fijamente. Te agachás y dejás los regalos. Te vas rápido. Me sorprendo cuando enseguida aparecés de nuevo, con más bolsas. Salís del living y volvés una última vez, con una o dos bolsas más. Te vas. El arbolito quedó lleno de regalos, solo que esta vez presencié cómo era que pasaba. Lo que tanto presentía, era así. Me quedo un momento más en el patio. No me enojo, no pienso que entonces Papá Noel no existe. No estoy desilusionada. Estoy muy quieta, como super concentrada, tomada completamente por lo que acabo de ver.

Hoy, muchísimos años después, recuerdo esa Navidad y me pregunto por qué entonces no me enojé con mis papás, con vos, con quienes me hablaban de Papá Noel. Por qué no me sentí engañada. Por qué no vi en todo eso una mentira, una traición a mi inocencia. Y entonces vuelvo a verte entrando en el living, con todos los regalos, toda apurada, poco disimulada para pispear que no te descubran. A nadie le iba a faltar un regalo, a nadie, porque vos pensabas en todos. Y en eso no puedo ver, ni pude ver entonces, ninguna mentira. Algo mágico había también en vos, que eras tan real.

 

 

7 de abril del 2018

Hola Huges,

feliz cumpleaños. Sé que estás en algún lugar. Por ahora, no me sale llamarlo cielo. Lo que sí creo es que antes de entrar a ese lugar te dijeron que podías llevar solo una cosa, como esa pregunta «Si te fueras a una isla…».

A pesar de que dio vuelta el departamento, mi hermano nunca pudo encontrar tu cámara de fotos. Así que él piensa que elegiste la cámara y que te la pasás acostada en una nubecita, sacando fotos. Le digo que para mí no.

Aunque no tenga nada que ver, le recuerdo la vergüenza que pasábamos cuando nos mandabas a revelar un rollo. Ya para arrancar, el empleado del Kodak nos miraba raro. Después tenía que ir a averiguar cuánto salía eso, porque no estaba en la lista de precios. Peor era cuando retirábamos las fotos. Recuerdo particularmente una vez. Entré al local del centro a buscar las fotos. El empleado sacó el sobre amarillo.

—Mirá —me dijo preocupado—, no sé si el rollo habrá estado velado o algo, pero no salieron bien las fotos... si querés miralas…

Abrí el sobre, saqué las fotos y empecé a mirarlas. Era una peor que la otra. O estaban movidas, o cortadas, o casi negras. Había muchas negras, de un recital del Jorgito Rojas, en Carlos Paz. Que en algunos lugares te dijeran que no podían sacarse fotos, no te importaba. Eras la mejor haciéndote la sota.

Al toque me di cuenta de que el rollo no estaba velado, sino que habías sacado muy malas fotos, más que de costumbre. Empecé a sentir mucho calor y con rapidez guardé las fotos. El empleado quería hacerme un descuento por lo mal que habían salido. Me negué. Insistió. Yo lo único que quería era irme, así que al final acepté el descuento. Eran dos mangos, pero qué bien tenerle alguna consideración a la tía, pensé, que aún conserva su cámara de rollos y que aún saca fotos con ella. Y no solo eso… todavía las manda a revelar.

Apenas entré al departamento, preguntaste desde la cama:

—¿Pudiste retirar las fotos, teeesoro?

—Sí, salieron como el orto…

—¿Con esa boquita decís te quiero, mamita? —me preguntó la Silvi.

Te levantaste. Venías sonriendo a ver las fotos. Te sentaste y muy contenta abriste el sobre. Miraste las fotos una por una, con una calma y lentitud que me parecieron envidiables. Eran malísimas, pero a vos parecían gustarte. Me contaste cada foto. Más bien, me explicaste qué habías tratado de sacar. Si de las treinta y seis zafaban diez, era mucho. Las últimas cinco fotos eran realmente incomprensibles y no pudiste explicarlas. Después separaste una donde estaban vos y la Silvi. La miraste emocionada y dijiste que de esa ibas a querer un portarretrato. La foto era medio pelo, pero al menos se les veían las caras enteras. Al principio dudé, pero después me quedé mirando la foto. Vos y la Silvi están sonriendo, contentas de verdad. La Silvi te está mirando, es imposible no darse cuenta cuánto te quiere. Esa foto no fue tomada ni cinco ni diez veces. Fue un solo clic que las agarró queriéndose, sin posar. Así que después de haberla mirado bien, me pareció que era una muy buena foto, que merecía un portarretrato y un buen lugar en tu living.

Pero me fui por las ramas, tía. Lo que quería contarte es que recordándole todo eso a mi hermano, le pregunté para qué ibas a querer la cámara, si donde estás todo debe ser transparente, aunque vos puedas verlo. A lo sumo, sacarías fotos en celestes y blancos, casi todas iguales, como esas que suelen tomarse la primera vez que se viaja en avión.

—Me hablás como si donde está la tía, funcionara igual que acá… con razones —me dijo él.

Tenía razón. Así que al final le confesé que no tenía argumentos para creer que no te habías llevado la cámara. Lo mío era más una corazonada: me la jugaba a que te habías llevado tus zapatitos. No tenía razones para creer eso, pero por un momento deseé que acá funcionara igual que allá donde estás... sin razones o con otro tipo de razones.

—Si querés te cuento cómo sé que se llevó los zapatos… —le dije al Gordo.

Preguntó si la historia era muy larga. Asentí. Dijo que entonces no.

—Quizás otro día… —agregó.

Voy a limitarme a contarte por qué creo que te llevaste los zapatos. No quiero meter púa… pero ese es tu sobrino.

Estoy en tu departamento, una de las tantas veces que fui a visitarte. En eso me pedís que te acompañe al banco. Que quieras salir es una sorpresa, y más si la propuesta surge de vos y no de insistirte. Así que te apuro y te mando a cambiar. Vas y te sacás el piyama de hombre, uno bordó que usás casi siempre. Te pregunto si era del tío Roberto, porque tengo en mente haberlo visto con uno de esos piyamas. Decís que no, que ese que llevás es bien nuevito, aunque de tu hermano tenés uno guardado por ahí. Me contás que te gusta usar de esos porque tienen puños y son «bien calientitos».

Al ratito aparecés cambiada. Una blusita y una de esas polleras gruesas, que llegan por debajo de las rodillas. Te ponés frente al espejo. Un poco de polvo y rímel. Al pelo un par de pasadas con ese cepillo cilíndrico y marrón, que una vez usé para destapar una cañería, porque me pareció que era para eso. Con las manos te das unos golpecitos en lo que vendría a ser la papada. Hace diez años que venís diciendo que de esa forma no te saldrá la papada. Creer o reventar, porque sos una de las pocas personas de más de sesenta que no tiene ni un poquito. No necesitás más de diez minutos para parecer una muñeca.

Salimos.

Tus caderas avanzan simpáticamente por la Av. Duarte Quirós. Se van apoyando en el bastón. Voy a tu lado, te llevo del brazo para que puedas sostenerte mejor. Cuando vamos llegando a la esquina te me soltás del brazo, inesperadamente metés un trotecito y bajás a la calle. Debería preocuparme porque el semáforo está en verde y vienen autos. Pero por unos segundos se me cambia el orden de prioridades. Mi asombro es grande. Primero, porque te veo correr. Y en mi cabeza me figuraba que la última vez que habías corrido había sido a tus doce años, en una clase de educación física. Segundo, porque no solo estás corriendo sino que lo hacés sin el bastón, ese que te vengo viendo desde hace diez años. Ahora lo vas empuñando hacia adelante, como una espada. Es un milagro, llego a pensar. Pronto me abandona el romance de todo aquello y caigo en la brutal realidad.

Con tu penoso trote te veo avanzar por la avenida. El verde del semáforo es pleno, son macizos y plenos los autos que vienen y las bocinas que tocan. Estoy aturdida y puedo enfocar nada más que una parte de tu cuerpo, desde las rodillas hacia abajo. Sobre todo veo tus zapatitos de dos mangos, esos que una vez compramos en un antro de San Martín. Lejos de darte firmeza, los taquitos se van doblando a cuarenta y cinco grados, como si en cualquier momento fueras a quebrarte los tobillos. Todo es peligrosísimo. Me doy cuenta hasta ahí, porque a la vez no puedo reaccionar. Hay decenas de bocinas que se concentran en una sola, siento que hay un solo tipo tocando la bocina más grande del mundo en mi oído. Los taquitos son lo que más me preocupan y mi memoria nos lleva a aquella tarde en San Martín… estamos caminando por la calle más ruidosa y sucia del centro. A mí me parece que toda la basura que vuela con el viento fue a parar a esa calle y que toda la gente decidió deshacerse ahí del volantito que le dieron. Quiero irme a la mierda, pero entonces me señalás una tienda, de esas sin puerta y abarrotadas de cosas. Por todos lados hay cartulinas rosas con precios grandes.

—Ahí es donde una vez conseguí los zapatos que me van cómodos… —me decís.

—Ah —Sigo tirando de tu brazo, para alentarte a que sigamos caminando.

—Los compré con tu madre hace como diez años… y hasta te voy a decir: creo que hace más…

—Ah… —Sigo tirando de tu brazo, para alentarte a que sigamos caminando.

—Quiero que vayamos a ver si los siguen teniendo…

Quiero morirme, pero te digo «Claro, tía». Porque es imposible decirte que no. Nos acercamos al antro.

Desde la vereda (donde la tienda ya tiene mercadería) le gritás a la empleada que está al final de la cueva. Gritás que querés ver unos zapatos así y asá. Me pongo nerviosa porque me parece que la chica puede tomar a mal que le grites así. Pero para mi sorpresa la empleada ni se mosquea, naturalmente se levanta y se acerca. Vos levantás apenas el pie y mostrás tu zapato. Querés unos iguales porque te quedan muy cómodos. Hará unos quince años los compraste en ese mismo lugar. «No sé si vos sabés que acá los vendían», le decís a la chica. La piba tendrá dieciocho años. Responde que no sabía, pero que los va a buscar. Va de nuevo al fondo, con mucho esfuerzo levanta una escalera y la ubica contra una de las paredes. Se caen un par de cajas. Sube la escalera y se mete por un hueco que parece que fue hecho a su medida, nomás para que ella pueda pasar. Yo no había visto ese boquete y pienso que nada podría ser peor. Lo último que veo son los piecitos de la chica reptar y desaparecer. Te busco con la mirada para ver si vos también te pusiste impaciente, dado lo que acaba de pasar. Pero no. Estás muy entretenida en el cajón de ofertas, metiéndote unas pantuflas en las manos. «Tesoro, mirá». Me preguntás si quiero unas. Digo que no.

Han pasado unos quince minutos largos. Arriba se escuchan pasos, ruidos y golpes, pero la piba no vuelve. A mí se me empieza a acelerar el pulso, porque soy una impaciente y no puedo disfrutar ese momento junto a vos (porque siempre creí que te tendría siempre). Trato de imaginarme qué estará haciendo la chica, me pregunto por qué no baja de una vez. La imagino arriba, en una especie de altillo interminable lleno de cajas y pasadizos que desembocan en otras calles del centro, en otras tiendas como esas. En la mano lleva un palo con el que baja cajas al tun tun, tratando de encontrar los zapatos que pediste. Probablemente están en algún lugar desde hace quince años, después de que una señora (vos) compró dos pares. Desde entonces nunca más, nadie, volvió a preguntar por ellos. Ahí fueron a parar al depósito.

Para mi ingrata sorpresa veo que te las arreglaste para meterme un amague y que estás al final de la tienda, justo debajo del hueco. Has tirado hacia atrás tu bello cuello y gritás «¡Chiquita, traeme también unas pantuflas para la nena! ¡38 y 39!». Me doy cuenta de que tengo que rendirme. Pasan otros diez minutos, las zapatillas de la empleada aparecen por el boquete. Trae varias cajas. Aunque esboza una sonrisa, trae un aire denso y enfermo, como si todo el tiempo que estuvo arriba hubiera estado corta de oxígeno. Abre una de las cajas y saca los famosos zapatos.

Vos estás feliz, sentada en un banquito. Te sacás un zapato y me sobresalto al ver que tenés cinco dedos. Era de esperar, pero sucede que desde que tengo uso de razón siempre te vi solo tres dedos, asomados y encimados por la pequeña abertura de los zapatos que usaste toda tu vida. Te ponés los que trajo la chica. Hasta tienen el mismo moño en la punta. Contra mi voluntad, estoy descalzándome para probarme las pantuflas. Sé que no las voy a llevar, empezando porque la suela sobresale por los costados, como si hubieran pegado una pantufla 38 a una suela 39 y hubieran dicho «Da igual». Pero me las pruebo. Es imposible negarte algo. La empleada está junto a nosotras. Te parás y das unos pasitos, balanceando tus caderas. Ahí es donde mi mirada se enfoca en los tacos y noto la mala calidad. Para sacarnos de encima a la empleada le pido algo que está en la otra punta. Se aleja. Disimuladamente me paro a tu lado, que estás sonriendo frente al espejo, mirándote los pies. En voz baja te digo que los zapatos son malos. Como siempre que te digo algo que no querés oír, fingís que no me escuchás. Sin dejar de mirarte los zapatos decís que te van como un guante.

Estoy en la vereda, esperando a que pagues. Salís de la tienda con dos bolsas blancas, con dos pares de zapatos. «Dame que te los llevo», te digo. Estás muy contenta. Animada, me agarrás del brazo y me contás que buscaste esos zapatos durante años y que en ningún otro lugar pudiste conseguirlos, sonriendo te digo que no me sorprende, porque son muy berretas.

Esos taquitos son los que años después, se tambalean en la avenida. Los autos frenan y tocan bocina. Al fin reacciono y te grito que salgas de la calle. Te das vuelta y me mirás. Ahora sé que nunca, nunca, voy a olvidar tus ojos en ese momento, quizás porque nunca entendí qué querían decirme. El único rasgo que puedo entenderles es la desesperación. Una tremendamente solitaria. Ya en esa época cargabas con demasiado. Y cuando vuelvo a ver tus ojos, muy abiertos y blancos en mitad de la avenida, realmente no puedo saber si me estaban diciendo «Vení a sacarme» o «Dejame acá». Estás inmóvil. Bajo a la calle haciéndole señas a los autos, te agarro del brazo y te arrastro hasta la vereda. Te pregunto un montón de veces por qué hiciste eso. Decís que no sabés y te creo.

Vamos al banco que está a media cuadra. Entrás apoyándote en el bastón, pasás de largo la cola y te vas directo a una ventanilla. Desde afuera no alcanzo a ver si es para personas con movilidad reducida, pero es probable que así sea. Hace años que sospecho que usás el bastón por pura maña, pero recién hace unos minutos pude confirmarlo. Salís del banco y me mostrás tu hermosa sonrisa. Parece que ya te olvidaste lo de la avenida.

Cuando me acuerdo de vos, eso es lo primero que veo. Tu sonrisa que se despliega y se abre hacia los costados, como dos alas blancas. No sé cómo te salía tan linda, con toda la soledad y tristeza que tenías encima, soledad y tristeza a las que recién ahora puedo apenas asomarme. Ahora se me ocurre que era inevitable que esa sonrisa fuera tan linda, porque era una sonrisa que debía costarte pero que siempre te salía igual. Ahí estaba el imperceptible contraste que no imaginaba, pero que me hacía ver en tu sonrisa algo hermoso, acaso el recorrido que atravesó para nacer, insospechado para mí.

Tía… todo esto para decirte que creo que te llevaste los zapatitos, que tanto te gustaban. Todo esto para que estemos juntas, un rato más.

 

 

7 de abril del 2019

Hola tía,

que los cumplas feliz… que los cumplas… Así empezaba a cantarte cuando te llamaba por teléfono. Vos empezabas a cantar arriba de mí, apurabas la canción y la dabas por terminada enseguida. Creo que te aburría escucharla entera.

En fin, es uno de esos cumpleaños... te llamo para saludarte y darte una sorpresa. Voy a ir a visitarte con mi novio y con la nueva integrante de nuestra familia, la Gordita.

—Ah, no… con la pesha acá, no —decís cortante. La doble r, de perra, te sale a veces arrastrada.

Me rio, me quedo callada un momento. Es la primera vez que me decís que no a algo. Te pregunto si me estás jodiendo. Después de hablar un buen rato, me doy cuenta de que no. Te cuento cómo es la Gordita: es como si no estuviera, de lo buena y educada que es. Pero tu no es rotundo: la perra en el departamento no. Vamos a tener que ir a parar a la casa que era de mis abuelos.

Unas semanas después, llegamos a tu departamento. Le apuesto a mi novio que vas a aflojar.

Te asomás por la ventana. La Gordita y yo te miramos desde abajo. Ahí nomás querés tirarme las llaves de la casa de mis abuelos. Decís:

—No, no, no… acá no me van a subir con la perra…

Estoy super sorprendida. Ya no estoy tan segura de que vayas a aflojar.

—¿Ni siquiera vas a dejar que suba a saludarte?

Te negás. Con la perra no. Un poco enojada, te digo que no la puedo dejar encerrada en el auto.

—¡Cinco minutos tía! Te saludamos y nos vamos.

Dos minutos después, nos abrís la puerta. La Gordita te hace fiesta, vos no le das bolilla. A propósito, llamo a la Gordita, le señalo un lugar y le digo «Acostada ahí». Ella va y se acuesta ahí. Veo que nos estás mirando de reojo. Le digo a la Gordita:

—Quieta ahí…

La Gordita mueve la cola y se queda echada. Por lo demás, dos cosas que le son muy propias.

Como para ganar los espacios, voy a la cocina y me sirvo agua. Le pregunto a mi novio si antes de irnos quiere un vaso de agua. Estás a la defensiva, pero no podés con vos misma y me decís:

—¿Agua? El pobre muchacho debe estar cansado del viaje… dale algo de comer…

En complicidad, le guiño un ojo a mi novio. Nos sentamos en el living, la Gordita se levanta y se acerca... eso te altera y me decís:

—¡Que no se ponga arriba de la alfombra que la reviento…! Me va a llenar de pelos, me va a dar la alergia y se me van a cerrar los pulmones.

Quiero acotar que si los pulmones se te cerraran sería porque fumaste dos atados por día durante cuarenta años, no por un par de pelos. Pero me callo.

—Gorda… acá no —Le señalo la alfombra—. No. Andá allá y acostate.

La Gordita vuelve a su rincón y se acuesta.

Justo que pienso en el tema del cigarrillo, agarrás algo plateado de arriba de la mesa y te lo ponés en la boca. Así, vas hasta la cocina. Hace un año y pico que dejaste de fumar.

—¿Ese es el cigarrillo electrónico, tía?

—Sí —Te asomás sonriendo, estirando el cuello para mostrarme el cigarrillo, que así parece todavía más raro. Muy contenta me decís:

—¿Viste qué bueno que está, bebé?

—See… a ver, damelo —Nunca antes había visto uno.

Te vas acercando con el coso ese en la boca. Con un aire misterioso y tanguero hacés la mímica de fumar y cantás: «Fumar es un placeeer, genial, sensual. Fumando espero al que tanto quierooo...».

—¡Dame!

Te sentás y me lo das. Me contás que te lo consiguió no sé quién, a buen precio.

—¿Y esto cómo funca?

Lo agarrás de nuevo.

—Bueno… —decís—, esto es así… ponés un líquido acá… y cuando le doy una pitada larga un humito por acá…

Volvés a hacer de cuenta que fumás. Te miro. Me alegro mucho de que hayas dejado el cigarrillo.

—Le tenés que poner el liquidito… —te digo.

—¿Qué, tesoro…?

—Que se te debe haber acabado el líquido, porque no está saliendo ningún humito…

—Ah, no. No anda —decís tranquilamente.

Volvés a levantarte, con el cigarrillo electrónico en la boca, y encarás para tu habitación.

—¡Cómo que no anda! —te grito.

Al ratito, regresás diciendo­:

—Sí, hará cosa de un año que no anda. Se rompió —A la pasada, mirás de reojo a la Gordita­ y la saludás—: Hola pesha...

—¿Y vos andás con eso todo el día en la boca?

—Sí —Te encogés de hombros—. Me gusta.

A los dos minutos, luego de pedírtelo varias veces, el cigarrillo está en manos de mi novio, que suele entender (o eso cree) cómo funciona cada artefacto que hay en la Tierra. Dice:

—No, tía… no puede ser que no ande…

—¡No anda! —decís— ¡No anda! Ya lo estuvo mirando el José y no anda…

Se ponen a discutir. Mi novio ya está tratando de desarmarlo, lo cual no te hace ninguna gracia.

—¡Te vuá hacé´ re cagar si me lo llegás a romper, eh! —Vas y se lo querés sacar de las manos. Empiezan a luchar por el cigarrillo, dándose unos manotazos, que se mezclan con un abrazo y un apretón de cachetes.

Al final, él te echa. Vencida, te parás en tu living, que ya está siendo tomado por nosotros, te ponés las manos en la cintura y mirás a la Gordita. Enseguida, ella te hace ojitos y mueve la cola.

—¿Y esta perra no tiene que salir a hacer sus cosas?

—Ya le pregunté y no quiere…

Sin exagerar, quiero mostrarte lo educada que es.

Voy viendo el proceso, de cómo te vas ablandando. Sin embargo, seguís dándome indicaciones de la casa de los abuelos. De la estufa, de las sábanas. A mí me bajonea porque es una casa inhabitada. Más que inhabitada, es la casa vacía de los que se fueron muriendo. Además, está venida a menos. La imagino húmeda y fría. Nosotros, para ganar territorio, subimos algunos bolsos para no dejarlos en el auto… «por las dudas». Más tarde, «para que no estén en el medio», te pido permiso para llevarlos a la habitación de huéspedes (es decir, la mía).

Está anocheciendo. Una parte de mí siente que no vas a ceder, así que como hay que calefaccionar la otra casa, sería mejor ir yendo. Te lo digo y te pido las llaves. Vos te fuiste a la cucha.

—¿Cómo bebé? ¿Ya se van?... ¿No vamos a pedir algo y cenar juntos?

No puedo decirte que no. A esa altura, ya no importa si después tenemos que irnos.

—No —dice mi novio después de estar como una hora con el cigarrillo—. No anda…

Triunfante, le gritás desde la cama:

—¡Te dije que no andaba!

Cuarenta minutos después, llegan los lomitos. Bajo a buscarlos y cuando subo te pesco hablándole dulcemente a la Gordita. Pero no la tocás. Pienso que si le hicieras un cariñito sería la estocada final. No hay nadie tan suavecita como la Gordita. Es como no tocar nada, de lo suave que es. Pero mi táctica es no presionarte, porque entonces correría el riesgo de que retrocedas. Mi táctica es silenciosa. Como al pasar, me acerco a la Gordita, la acaricio y le digo:

—Gordita: hacé pollo… hacé pollito…

Sé bien que nos estás mirando, tía.

La Gordita gira despacio y queda cuatro patas para arriba, moviendo la cola. Con el cigarrillo bailándote en la boca, la señalás y te reís:

—¡Mirala qué deeesgraciada que e´! ¡Sí que parece un pollo…!

Cenamos. A todo le ponés medio kilo de mayonesa. Al lomito y a las papas fritas.

Se va terminando el día. Tengo muchas ganas de quedarme, de que sea como siempre. Pero a la vez estoy muy contenta de haber pasado toda la tarde con vos. Que sea como tenga que ser. Tengo las llaves de la otra casa en la mano. Vos ya estás acostada. Parece que todo terminó. Voy a la habitación de huéspedes a buscar nuestros bolsos.

—Bebé… —escucho detrás de mí. Te habías levantado, viniste silenciosamente hasta la habitación.

Giro, con solo ver tu cara me doy cuenta. Mi corazón empieza a estar contento.

—¿Qué, tía?

—No… quería decirte… que ya vi que la perra se porta bien y es muy tranquila…  Y se hizo tarde… si quieren pueden quedarse…

Pego un salto y grito «Síiii». Me siento como una nena. Te abrazo bien fuerte y te digo gracias, tíaaaaa.

A la mañana siguiente me levanto y voy medio dormida al baño. Cuando salgo, te veo acostada en tu habitación. Con una mano sostenés un libro y con la otra acariciás a la Gordita.

—Hola tía… ¿qué hace esta acá? —La Gordita, que está junto a tu cama, mueve la cola.

—Hola bebe… vino a la mañana y se acostó acá. Le gusta estar acá, al lado mío —Y mientras, le das unas palmadas en la cabeza.

Y con este recuerdo, tía… me doy cuenta de algo. Al final, nunca me dijiste que no a nada. Casi. Pero al final fue un sí.

Algo más, a ver si te acordás: el fin de semana fuimos a buscar a la Silvi. Subió al auto, en el asiento de adelante. Desde el asiento de atrás, la Gordita no paraba de buscarla. Nunca antes la había visto hacer eso. Dale que dale, acercaba su hocico a la Silvi y le metía besitos en la oreja. La tenía con ella. Y la tenía con irse a tu habitación, para que la acaricies. Dicen que los perros saben, dónde está el amor…

 

 

6 de abril del 2020

Hola tía,

feliz cumple. Te saludo un día antes, como hacías vos conmigo a pesar de saber bien cuándo era mi cumpleaños.

Hoy me acuerdo de esos días que pasamos con mi hermano en tu departamento. Y me doy cuenta de cómo los hechos de entonces ahora toman una dimensión diferente, y tienen un nuevo significado. Hubo situaciones, pequeñísimos detalles que percibía pero que a la vez tomaba como al pasar, sin ponerme a interpretarlos.

Estamos de visita en tu departamento. Con mi hermano te decimos de salir a cenar esa noche y, como siempre, esperamos un rotundo no como respuesta. Pero decís que sí y nos pedís que también invitemos a la Silvi. Me pongo tan contenta que casi no me doy cuenta de lo raro que es. Es la primera vez, en tres o cuatro años, que nos aceptás una salida.

Es viernes. Llamo a la tía con la que vive la Silvi y arreglo todo. A las tres de la tarde llega la Silvi con el remisero de siempre.

Son las ocho y pico de la noche. Salimos. Vos y tus tres sobrinos. Mientras bajás las escaleras, el Gordo y yo te vamos rodeando, por si hay que atajarte. Cuando salimos a la calle, sonreís y nos cazás de los brazos, al Gordo, a la Silvi y a mí. Entonces bailás un poquito, en el lugar, y te ponés a cantar: «Agárrense de las manos, unos a otros conmigo…». Porque te gusta mucho el Puma Rodriguez.

Mientras cenamos, trato de disfrutar ese momento. Es algo que siempre quise, que salieras a pasear con nosotros. Ahora que está ocurriendo me gustaría estar del todo contenta, pero por momentos te miro y veo algo en tu expresión, algo que no me gusta y no logro saber qué es. Pero son solo instantes, casi no me doy cuenta, creo que te pasa algo y a la vez no. Sin darle demasiada importancia me convenzo de que es idea mía, como si sacudiera la cabeza tratando de alejar esos pensamientos. Sigo cenando porque, en concreto, no está pasando nada.

Al día siguiente, nos invitás a merendar al shopping. Tampoco entonces me doy cuenta de lo raro que es.

Estamos en el shopping. Miramos la carta y cada uno quiere algo distinto. Al Gordo y a mí nos parece que pedir todo va a ser mucho, más sabiendo que te las vas a arreglar para no dejarnos pagar. Decimos que vamos a compartir el tostado y no sé qué otra cosa.

—Denme el gusto… —nos decís—, los quiero invitar, pidan lo que quieran.

La Silvi te da el gusto enseguida y dice, claramente, que quiere un licuado grande y una porción de tal torta.

Con el Gordo empezamos a dar vueltas, al final te metemos un verso y pedimos menos de lo que queríamos. Nos hacés cara, porque no terminás de creernos. Viene el mozo, pedimos. Al ratito te levantás.

—Voy al baño… —decís.

Seguimos charlando con la Silvi. De pronto, entremezclada con el quilombo del shopping, me parece escucharte. Me pongo alerta, entonces el bullicio parece acallarse y me deja en primer plano tu voz. Sí, lo confirmo, me doy vuelta y te veo en la otra punta de la confitería, medio tirada encima de la barra, hablando con el mozo que nos tomó el pedido. Me agarro la frente, hago un cabeceo para señalarte:

—Mirá dónde está la tía… mirala, mirala. Qué haaaace… dios mío.

Te observamos desde la mesa. El mozo asiente una y otra vez. A pesar de la lejanía, me doy cuenta de que estás gritando. Tu volumen es así, muy alto.

Luego regresás a la mesa, haciéndote la sota.

—Tardaste mucho tía…

—Sí, me quedé mirando una vidriera...

—Ahhhh… —te digo­ sonriendo—, ¿y con el mozo de qué hablabas?

Ponés cara de que te pescamos, pero enseguida te plantás en tu silla, como dejándome en claro que ya sos grande, que hacés lo que querés y no tenés que darle explicaciones a nadie.

—Cosa mía —decís.

Al rato, como era de esperar, cae el mozo con una bandeja colmada, donde apenas entran las cosas. No solo eso, deja todo y va a buscar más.

Airosa, empezás a repartir los tostados, los licuados, mi submarino, tu café, las porciones de torta. Es obvio que no vamos a poder comernos todo. Con el Gordo sonreímos, algo resignados. Pero a la vez no podemos olvidarnos, aunque sea por un momento, de que ya no importa. No importa que vaya a sobrar comida, no importa que vayas a gastar un montón, no importa que no deberías comer la porción de torta que estás comiendo. No importa nada, en realidad. La Silvi y vos lo saben, porque ni lo piensan, y están muy contentas comiendo, festejando lo rico que está todo.

Pero entonces, mientras merendamos, vuelvo a ver en tu expresión lo mismo que vi en la cena. No me gusta, no comprendo qué es pero me hace sentir triste. No logro descifrarlo ni tampoco lo intento demasiado. Es algo fugaz en tu cara, permanece apenas y se escapa tan rápido como lo veo. Tu expresión vuelve enseguida a ser la misma de siempre.

Pasan los días.

Llega el día de irnos. Preparamos los bolsos. Bajamos las escaleras y vos bajás con nosotros, lo que nunca… (¿cómo no me di cuenta?). No me doy cuenta y creo que esa vez se te dio por despedirnos abajo. Lo de siempre hubiera sido que te quedaras en el departamento, nosotros bajáramos los bolsos y después alguno subiera a llevarte la llave.

Pero bajaste. El Gordo te abraza. Después te abrazo yo, bien fuerte. Antes de salir por la puerta, me doy vuelta y te miro. Se encuentran nuestros ojos y por unos segundos me mirás de una manera que no me miraste nunca. Yo también te miro, de una manera que no te miré nunca. Nos estamos diciendo algo que ninguna de las dos se atreve a decir. Sobre todo yo, no quiero entender.

Cruzo la calle y me quedo en la esquina, esperando a que te asomes por la ventana (por más que haga memoria, no puedo acordarme si te asomaste o no).

Camino unos pasos, se me van llenando los ojos de lágrimas. El Gordo me pregunta qué pasa.

—No… nada —le digo llorando—, es que recién cuando miré a la tía… no sé, quizás es la primera vez que la veo viejita…

Un temor, un presentimiento, se me clavó ese día en el corazón. Y a pesar de eso, después seguí con mi vida y me fui olvidando. Porque no se puede vivir sabiendo, sabiendo siempre.

Esa fue la última vez que estuvimos juntas en el departamento. Cuando un año después regresé, tu departamento estaba vacío, enormemente triste y vacío de vos, que estabas internada, muy mal, y ya no volverías.

Entonces, tía, gracias. Porque ya sabías. Esa era la expresión que te vi en la cena y en el shopping. Y aunque un tiempo estuve enojada, porque no nos dijiste nada, quiero decirte gracias porque a pesar de saber, y por eso mismo, saliste con nosotros, tus tres sobrinos, y nos diste toda tu alegría, la que pudiste.

 

 

7 de abril del 2020

Hola tía,

feliz cumpleaños.

Otra vez, en mis recuerdos, estoy en el departamento. Mi memoria, sobre todo de los últimos diez años, no puede ir mucho más lejos. Porque vos ya casi no salías, excepto esos años que trabajabas un par de horas a la mañana.

Son las dos de la tarde. Voy a buscarte al trabajo, llego y toco timbre. Una señora abre la puerta y al verme se pone muy feliz. La miro y no tengo idea quién es, así que por un momento pienso que me está confundiendo con otra persona. Luego se me ocurre que podría tratarse de la Picky, esa que solés nombrar. En un cordobés muy espectacular y efusivo me pregunta, casi gritando, si soy la famosa ahijada de Buenos Aires. Enseguida aparece otro tipo preguntando si llegué. Viene gritando, contentísimo, y me saluda como a una sobrina. De pronto, desde un fondo lejano, surge tu voz, pero no te veo. Gritás:

—¡¿Ya llegó mi sobrina?! ¡Ahí voy bebé! ¡Picky, Rober!… ¿ya vieron que preciosura mi bebé?

La Picky y el Rober me miran. Vos y ellos se gritan de un lado al otro, hablando de mí, que estoy ahí parada. Por cómo siento la cara, sé que la tengo roja. Imagino que les quemaste la cabeza conmigo, a la Picky y al Rober. Imagino cuánto debés quererme y que le pasaste algo de ese amor a ellos porque, es extraño, me miran y siento como si de verdad me quisieran.

Salimos de la oficina. Decís que ese día no vamos a almorzar en el bar, porque van a venir del supermercado a traer el pedido. En silencio me alegro, porque el cuchitril que elegís para almorzar es bastante deprimente. Quizás no sea culpa del lugar, sino de la cara de la dueña, que es duramente amarga. Cuando nos estamos acercando al barsucho lo miro y pienso que entonces voy a zafar de la vergüenza que paso cada vez que entramos. Porque cada vez que almorzamos ahí, vas gritando desde la entrada hasta la mesa del fondo donde siempre te sentás. Todo ese trayecto vas a los gritos saludando amablemente a todos, a la Inés la dueña que apenas si te mira, al esposo, incluso le gritás a un pibe que no está a la vista, sino atrás, en la cocina. Vas preguntando cuál es el menú del día, sonriendo informás que vino tu sobrina de Buenos Aires a visitarte, querés saber si ya te prepararon todo lo que encargaste. En esas ocasiones yo voy detrás tuyo, bastante nerviosa, sintiendo mucha vergüenza y al mismo tiempo cierta admiración, preguntándome si algún día me importará todo un carajo como parece importarte a vos, que vas muy campante y risueña entre las mesas con tu bastón, que parecés no tomar conciencia de que hay otros comensales y entonces estaría bueno no hablar tan fuerte. Todavía no nos sentamos y ya vas pidiendo tu soda, «¡¿vos qué vas a querer tomar bebé?!», metiendo la voz para adentro te digo que después veo y, como no podía faltar, como siempre temo cada vez que entramos, lo decís. Irremediablemente decís siempre lo mismo:

—¡…soda natural…! ¡Ah! ¡Y para la nena traele unos pancitos negros que el blanco no le gusta!

Hace unos años que te formaste esa idea, que no me gusta el pan blanco, y nunca te la pude sacar de la cabeza.

En fin, vamos caminando, pasamos de largo la entrada del barsucho, vuelvo a sentir cierto alivio. Camino detrás tuyo, porque la vereda es tan angosta que las dos no entramos. Entonces veo que a mitad del barsucho te detenés, le metés unos bastonazos a la ventana y acercás tu cara para mirar hacia adentro. Pienso: «Dios mío». Con la cara pegada a la ventana, le gritás a la Inés que vino tu sobrina a visitarte, te das vuelta y me mirás como para que ella me vea, decís que ese día no vamos a almorzar ahí pero que mañana sí. La cara de la Inés ni se inmuta. Ni sonríe, ni se enoja, ni hace nada. Creo que podrías romperle la ventana a bastonazos y la cara de esa mujer seguiría igual. Yo estoy muy impresionada.

—¡¿Cómo le vas a pegar así a la ventana tía?! —te pregunto.

—Bah —decís y te encogés de hombros—, que se vayan a cagar… —Seguís caminando tranquilamente, como si no pasara nada.

—No entiendo por qué saludás así a la Inés —te digo. Y no sé por qué, pero cuando estoy en Córdoba meto los artículos—. Siempre la saludás sonriendo y ella apenas si te mira…

—¡Bah…! —Un silencio y luego decís—: Talón, pie, punta… Talón, pie, punta… ¿Cómo es que era bebé?

¿Qué puedo hacer, más que quererte tanto?

—Así tía: talón, pie, punta… como dijiste está bien.

Desde que llegué de visita, empecé a molestarte para que caminaras bien. Vos, que ya tenés como setenta pirulos, lejos de decirme «¿Vos me vas a decir a mí cómo caminar…?», te entusiasmaste con eso de aprender a caminar. Con tu bastón, le vas metiendo onda y estilo, «talón, pie, punta», a cada rato te das vuelta y me sonreís, buscando mi aprobación. Todo porque solías caminar muy mal, arrastrando los pies, y eso terminó mal varias veces. Vereda rota, tropezón, vos yéndote de boca al suelo.

Llegamos al departamento.

Que vayan a venir del supermercado te mantiene bastante atenta. Pronto me daré cuenta por qué. Suena el timbre, te levantás de un salto, «Deben ser los del Disco», te asomás por la ventana, son ellos. Les decís que ahora baja tu sobrina.

Bajo. Los muchachos ya empezaron a bajar las bolsas, que se fueron acumulando en la entrada. Las bolsas no me llamarían la atención si no fuera porque están bajando más y no tienen actitud de detenerse. Desde la ventana, gritás. Saludás a los chicos, das algunas indicaciones. Al fin terminan de bajar todo. Miro la cantidad de bolsas y no entiendo. Ni en la mayor compra que hizo mi papá alguna vez había tantas bolsas, y nosotros éramos cuatro. Pero en ese momento no puedo pensar mucho, tengo que subir las bolsas. Los chicos quieren ayudar, dicen que siempre te suben las bolsas. Les digo que no hace falta. Como una loca, a los saltos, subo y bajo por las escaleras, en cada viaje cargo cuatro o cinco bolsas en cada mano, o algún pack de sodas. Los pibes esperan, ¿qué esperan? A la primera que subo, me retás porque no los dejé ayudar. Te digo que no jodas. Mientras bajo, escucho que me gritás: «¡…pero si son de confianza los muchachos!». Subo y bajo un par de veces más. Cuando termino llego al hall y veo que los pibes miran hacia arriba y conversan con vos animadamente. Me dan el ticket, que es realmente larguísimo. De reojo veo que los chicos se acomodan abajo de la ventana, los miro, miro hacia arriba, te veo sonriendo con la mano en alto, «¡Atajen!», gritás y lanzás unos paquetes. Los paquetes caen, los pibes cazan un par en el aire, ahí entiendo, son cuatro o cinco paquetes de cigarrillos Philips Morris, los chicos están contentos, gritan «¡Gracias, señora!».

Subo, seriamente te pregunto qué fue todo eso. Vos estás muy contenta.

—Ah… somos amigos con los chicos…

—¿Y eso de los cigarrillos?

—Les doy propina… ¿viste qué contentos que se ponen?

Entonces recuerdo esa vez que buscando unas sábanas, abrí tu armario y había como sesenta paquetes de cigarrillos. Habías dejado de fumar y ahí quedaron. Al parecer, encontraste la forma de sacártelos de encima. Cuando me ves abriendo las bolsas, te acercás muy agitada y querés detenerme:

—No, yo las acomodo…

Te miro como si me estuvieras cargando.

—Pero mirá la cantidad de cosas, tía… andá a acostarte que yo ordeno…

—No, no, no… porque la que sabe dónde van las cosas soy yo… me vas a hacer lío y después no voy a encontrar nada…

Cosa de viejo, pienso. Al final negociamos que vas a ir indicándome dónde guardar cada cosa. La primera bolsa que abro tiene dos dulces de leche, cuatro quesitos untables y unas cinco mermeladas de durazno. Te acabo de sentar en un banquito, a un costado. Desde ahí vas guiándome:

—Las mermeladas van en la alacena de abajo, a la derecha…

Abro la alacena y me encuentro con que ya hay unas ocho mermeladas, también de durazno.

—Las nuevas ponelas atrás de las otras, teeesoro…

De otra bolsa saco seis paquetes de mayonesa. Miro el envase a ver cuánto pesa, porque nunca había visto mayonesas tan grandes.

—La mayonesa va en la heladera… en el cajón de abajo… Gracias, tesoro…

Abro la heladera. En el cajón de abajo ya hay unas cuatro mayonesas.

—Este es el cajón donde iría la fruta… —te digo irónicamente.

No sé si no me escuchás o te hacés la gil. Seguís sentada en el banquito, señalando las distintas alacenas. Seis paquetes de café, en la alacena ya había unos diez.

Así pasa con todo, la mayoría productos no perecederos. Ya entonces yo tenía una idea de que te stockeabas, pero es la primera vez que soy testigo real del acopio que hacés.

—Qué animalada, tía… ¿por qué comprás así a lo bestia…?

No respondés. En cambio, me pedís que a los rollos de cocina los deje con el dibujito mirando hacia adelante. Te pregunto si me lo decís en serio. Decís que sí, dándome una explicación inexplicable.

Terminamos de guardar todo. Ya tranquila, te vas a dormir la siesta.

Me quedo sola en el living. Hago garabatos en un papel. Hago un cuidadoso rollito con el ticket del súper y, cuando está listo, lo desenrollo de un tirón… cae hasta el piso, sigue por la alfombra. La verdad es que no sé qué hacer. De pronto se me ocurre hacer un recuento de todo lo que tenés, nomás para hacer algo, nomás para volver a asombrarme.

Voy hasta la cocina. Empiezo a abrir las alacenas y voy contando. «Qué bestia», digo a cada rato. Después miro hacia arriba. Ahí están los rollos de cocina, bien a la vista, encima de una de las alacenas. Cuento los de adelante y después me avivo de que atrás hay más. Bajo todos para contarlos bien. Hay unos dieciséis packs. «Entonces tiene cuarenta y ocho rollos», pienso. Después los acomodo con el dibujito hacia adelante. Lo que llamaste dibujito es la imagen de una familia. Miro los packs, justo les está pegando el sol. La mayoría de ellos tiene la imagen desgastada, amarillenta. Es realmente deprimente.

Mi hermosa tía… debés saberlo (o no): estamos en el 2020, en medio de una pandemia mundial, todos aislados. Imagino que si vivieras, estarías en tu departamento, con tu bata celeste. En tu acostumbrada soledad y silencio, irías hasta la cocina a poner la cafetera. Abrirías la alacena de arriba, la de la derecha, para buscar un café. Quiero imaginar que antes de elegir cuál de los quince paquetes agarrar, sonreís.

 

 

5 de mayo del 2020

Hola tía,

como sabés, estuve algunos años sin regresar a Córdoba. No quería volver, porque vos ya no ibas a estar.

Te moriste una mañana muy fría. Al otro día fui a la plaza que quedaba a unas cuadras del departamento. Me senté en un banco y miré alrededor. A través de los años, yo había pasado un montón de horas en esa plaza. Pero ese día, cuando la miré, me pareció nada más que una plaza. Mi historia ahí se había terminado, yéndose con vos. La gente caminaba. A los costados, en el pasto, había grupitos tomando mate. En la canchita de cemento unos pibes jugaban a la pelota. Y nadie sabía que te había perdido.

De regreso al departamento, caminé por las calles de siempre. Y mirando la avenida y los edificios de pronto sentí que se me había caído Córdoba entera. Sentí el derrumbe. Porque Córdoba eras vos. Córdoba era «ir a ver a la tía». Vos ya no estabas y Córdoba se convirtió esa tarde, para mí, en una ciudad anónima. Era gente, ruido y caos.

Por eso, por algunos años, no quise volver. Tenía miedo de regresar y de que Córdoba volviera a mostrarme esa cara, la del caos. Sobre todo, no soportaba la idea de pararme debajo del edificio donde vivías, mirar hacia la ventana de marco verde, y no ver asomarse tu cara.

Pero, cuando finalmente volví a Córdoba, no fue como lo esperaba.

Estoy frente al departamento, porque tengo que ir a buscar unas llaves. No puedo evitarlo y miro hacia la ventana. No puedo evitarlo y se me llenan los ojos de lágrimas. Apurada, porque quiero sacarme el trámite de encima, abro la puerta de entrada y subo. Toco la puerta. Me abre el administrador. Por encima de su hombro miro hacia adentro y apenas puedo entender que no estés ahí. No estás… entonces es cierto… no estás más. El tipo me da las llaves, me despido y bajo las escaleras, con un nudo en la garganta.

Salgo a la calle. Agarro por la avenida y entonces recuerdo la carta que te escribí, el momento en que caminábamos juntas por esa misma avenida. Empiezo a verte de nuevo, no querés que esté triste. Me lo dijiste en silencio, el día que viniste a ayudarme. Por un segundo me detengo y me sacudo por dentro, como si me dijera «Dejate de joder con todo este drama». Entonces algo en mí se acomoda, como cuando te asomabas por la ventana y el cuadro estaba completo. Con decisión, te traigo a mí, te agarro del brazo y empiezo a caminar de nuevo. Disfruto esas cuadras que hacemos juntas. Cuando estamos llegando a una esquina, soy yo la que te suelta del brazo. No sé por qué, pero empiezo a sentir una enorme confianza. Bajás a la calle, el semáforo está en verde, vienen autos. Te veo alejarte. Una parte de mí siente mucho alivio, porque ya nadie puede volver a lastimarte. Otra parte, es extraño, piensa en la Inés, en cómo, a pesar de que seguramente eras su mejor clienta, a pesar de que siempre entrabas al bar con una sonrisa, eras amable e iluminabas el verde pálido de ese lugar, a pesar de todo eso esa mujer apenas te miraba. Entonces me dan ganas de hacer como en las películas, agarrar un auto, acelerar a fondo y entrar al barsucho arrasando con todo. Pero no tengo auto, ni tus agallas. Y mientras sigo caminando, pienso que la Inés era así con todos, no solo con vos. Quizás sea la única persona que al conocerte no se le ablandó la cara, ni el corazón.

Camino por las veredas exageradamente angostas. Siempre me pregunté quién había sido el hijo de puta que las hizo tan, tan angostas, y no tuvo en cuenta que las personas van y vienen. Pero, más imperdonable todavía, no pensó que a veces las personas van de a dos, como fuimos vos y yo tía, por tantos años.

Miro hacia arriba. Es todo edificios. Pero el poco cielo que puedo ver, está bien limpio y celeste.

Córdoba no estaba como la temía, tan desarmada. Porque para ese entonces yo ya llevaba en mi corazón algunas de estas cartas. Estas cartas que te fui y nos fui escribiendo, te trajeron de nuevo a mí. Fueron levantando Córdoba, que se me había hecho pedazos.

Ahora sé que ese día en la plaza, cuando sentí que era nada más que una plaza, porque ahí se había terminado mi historia, yéndose con vos, estaba tremendamente equivocada. Porque aquel día, como hoy, vos estabas conmigo, y algo de mí sos vos. No soy ingenua; sé que a veces voy a recordarte y a ponerme triste. Pero cuando vuelvo a verte cruzando la avenida, ese día que ya no podían lastimarte, aunque te estés alejando y me muestres solamente tu espalda, lo único que puedo verte es la sonrisa, esa tan linda, abriéndose como dos alas blancas.

Tu sonrisa crece cada vez más, dentro de mí. Y es, al mismo tiempo, cada vez más leve, como esa sonrisa que me mostrabas las poquitas veces que girabas en el mar y me mirabas. También ahora siento en mí una sonrisa leve, vuelvo a estas cartas y puedo asentir… Sí, tía, todo lo que vivimos.