Pero luego la
voz, a fuerza de insistencia, llegó a instalarse de tal manera en mí que a
veces temo estar diciendo en voz alta lo que mi voz interior dicta en silencio.
Fue complejo reconocer mi estado y aún hoy sigue siendo difícil. Todavía intento
entusiasmarme con ciertos temas para no sentirme mal ni hacer sentir mal a los
demás. Casi siempre es en vano. Si hay un nacimiento en la familia —o donde
sea—, no puedo interesarme sinceramente por cuánto pesó el bebé y cosas así. A
decir verdad, no creo que a nadie le importe. Traté de entender y creo que si igual
preguntan es un poco por costumbre. A mí, para ser riguroso, me da lo mismo que
el bebé sea nene o nena. Por cortesía pregunto igual. Pero más bien me gustaría
poder expresar mi desinterés sin ofender a nadie.
Quisiera,
algún día, ser un hombre franco y abierto y decir las cosas como creo que son.
Levantar la mano para frenar a alguien que me está hablando y decirle con
tranquilidad: «No
se moleste en seguir, nada de lo que dice me importa…». Quisiera
hacerlo, y que el otro no se ofenda. Sé que si lo dijera, mi
verdad no sonaría agresiva, la diría con una sonrisa resignada y una mirada
limpia. Pienso que esa transparencia podría ser el comienzo de una amistad
buena. Por supuesto, esperaría que mi amigo sea igual de franco. Creo que un hombre
así me caería simpático. A diferencia de eso, hoy siento que todos se interesan
en mí de manera pobre y que más de uno quisiera expresar esto mismo que digo. Decirme
dándome una palmada en el hombro: «Ernesto…» y seguidamente confesarme en
forma amigable que lo que digo no le importa.