Los adultos me enseñaron y me educaron, y
entonces se confundió en mí todo lo que siendo un chico yo ya sabía,
intuitivamente.
Hace tres meses me di cuenta de que yo era un mal
tipo. Las razones que me llevaron a admitirlo son muchas y no estoy de buen
ánimo para repasarlas. Voy a decir, nada más, que me había convertido en una
especie de máquina. Era insensible y oportunista. Vestía un traje gris y tenía
el rostro igual de gris y la expresión petrificada de olvido. Mi mirada se
había vuelto hacia afuera —en lugar de volverse hacia adentro y luego hacia
afuera—, y así
terminó por convertirse en una mirada sin fondo, siempre fija y ciega en una
carrera inútil. Yo era un hombre inútilmente exitoso, corriendo detrás de una
felicidad que era falsa y estaba siempre adelante. Un tipo que nunca se reía
sin olvidar el motivo.
Entonces decidí cambiar. Y decidí, también, que mi
cambio sería desde las raíces. Fui a ver a un viejo amigo, Roberto, porque creí
recordar que él tenía dos chicos, una nena de tres y un nene de cuatro. Mi
amigo se sorprendió de mi visita. En resumen, me interesé falsamente en su vida
y luego le pedí que me prestara a sus hijos. Él se puso serio y preguntó qué
quería decir con eso de que me prestara a sus hijos. Me puse nervioso y comencé
a decir pensamientos precipitados y sueltos. De eso que dije tan solo llego a
recordar fragmentos aislados, como «tío
que tus hijos no tienen», «ser triste y opaco» —refiriéndome
a mí mismo—, «estoy desesperado», «por favor», «dale, Roberto» y otra vez
«estoy desesperado».
Tuvimos una larga charla. Mi amigo terminó diciendo
que él no tenía problema en que pasara tiempo con sus hijos. Pregunté ansioso
si podía verlos. Respondió que estaban durmiendo. Propuse despertarlos y él
dijo que no. «En ese caso —contesté—, espero». Después
de más de una hora de espera, Roberto vino a informarme que los chicos se
habían despertado y jugaban en una de las habitaciones. Yo estaba de mal humor
porque me habían hecho esperar y, además, tenía sueño. Entramos al cuarto,
cuando los nenes me vieron, me observaron con descaro y luego miraron al padre.
Roberto me presentó, les explicó que yo era su tío y que todas las tardes iría
a jugar con ellos. Después nos dejó solos.
Ese primer día no fue para nada bueno. Los chicos
no colaboraron en integrarme y me dejaron bastante solo. Como no tenía nada que
hacer y estaba horriblemente aburrido, me puse a jugar con mi celular. También
respondí algunos mails de trabajo. De vez en cuando, miré de reojo a los nenes
y con indiferencia concluí que eran unos mezquinos. Tenían un montón de
juguetes, algunos repetidos, y no habían querido prestarme ninguno. Aquel día
también llegué a pensar que era mi aspecto físico el que los hacía tener esa
actitud reservada. Soy un hombre deforme, de un metro noventa encorvado, y
tengo una figura que se parece bastante a la de un rombo. Cuarenta y seis años que
me pesan en la espalda.
El segundo día llegué a jugar una hora más tarde de
lo convenido. Roberto me abrió la puerta y lo noté serio. Con tono grave me dijo
que el nene no quería verme. Había dicho que yo no era su tío y que le había
robado un autito. Le juré a Roberto que no y acusé a sus hijos de egoístas. Yo
tenía decidido no decir nada, pero dadas las cosas terminé por contarle todo lo
que me habían hecho. Roberto sonrió con ternura, me tomó de un brazo y me llevó
hasta el cuarto de los chicos. Allí me dejó, solo con ellos.
Jugaban y ni siquiera levantaron la vista para
mirarme. Por mi parte, hice lo mismo, no los miré y fui a sentarme en un rincón.
Estaba ofendido. Lo del autito robado era cierto, pero en definitiva —pensé— era
culpa del nene. Se lo había pedido, por las buenas, un montón de veces. Él no
había cedido y terminé por quitárselo, delante de sus ojos, en una
distracción que yo mismo provoqué. Eso había sido el día anterior y aún seguía echándomelo
en cara con su indiferencia. No me importó; jugué con mi celular y pensé: «Allá ellos con sus juguetes». Sin
embargo, me aburrí rápido, dejé el celular y comencé a apilar unos bloques de
plástico —había visto que ellos estaban haciendo lo mismo—. Poco a
poco fui levantando una torre, pronto tuvo una altura respetable y desde mi altura
la contemplé satisfecho. Cuando bajé la vista, vi que los dos chicos me
observaban desde allí abajo. Estaban como enajenados. Pensé que no era para
menos pues su torre no tenía más de cuatro bloques.
Ese fue nuestro primer acercamiento. Los días que
siguieron fueron mejores y podría decir que a la semana ya me habían aceptado. A
pesar de eso, había una realidad. Yo seguía siendo esencialmente una porquería
y siempre intentaba ventajearlos. En los juegos hacía trampa haciendo uso de mi
inteligencia superior y mi tamaño y, en general, siempre terminaba por
ganarles. Si iba perdiendo en los juegos con dados, me las ingeniaba para
distraer su atención con otra cosa y daba por ganada la partida, por su
abandono. Además, ignoraba sus ideas y me las adueñaba. Como cuando el nene me preguntó
si los animales saben que existen. Lo miré de reojo, y le respondí que eso no
era importante. Al otro día, en la oficina, hice esa pregunta unas diez veces a
distintas personas, y en cada oportunidad fingí ser espontáneo. Casi
todos me miraron con interés. Así me comportaba con todo. Por las tardes,
Roberto nos traía la chocolatada y esas galletitas que tienen variedad. Cuando
él abandonaba el cuarto, yo agarraba el paquete y me separaba todas las
galletitas con relleno. Un día la nena encontró una y me la dio con ingenuidad.
La tomé y la comí. Pero también sentí algo que hasta entonces no había sentido.
Desde ese momento comencé a ver expuestas mis miserias en su estado más
primitivo. Porque, a la luz de la inocencia infantil, mi egoísmo y mis bajezas
eran de color bien negro. Ese día de la galletita la piedra que cubría mi alma
se resquebrajó. Dejé de estafar a los chicos y ya no los manipulé para quedarme
con el mejor juguete.
Eso no quita que en mí sigan existiendo restos de
ruindad. Ayer, por ejemplo, volví a hacerles trampa en la escondida. Los espié
mientras se escondían y, apenas terminé de contar, fui directo a su escondite.
Se habían metido adentro de unas cajas en donde jamás se me hubiese ocurrido
buscar. Fui directo a las cajas y las abrí con violencia. Allí estaban,
acurrucados, sus ojos abiertos y alucinados. Comencé a reír de una manera
grotesca y hueca, innecesariamente fuerte me reí en sus rostros y los señalé
con el índice. Después salí corriendo, gritando: «Pica, pica» y
levantando las manos en señal de triunfo. Llegué a la piedra, grité otra vez pica seguido
de sus nombres y desde allí me burlé de ellos. La nena comenzó a llorar e
intenté extorsionarla para que parara. Cuando se calmó, la mandé a contar y fui
derecho a meterme adentro de las cajas. Pero no entraba y terminé abandonando
el juego —ningún escondite me parecía mejor que ese—. Los
chicos se enojaron, yo me enojé, y terminamos yéndonos a las manos. Roberto
vino a separarnos, eso ya había pasado otras veces. En verdad, no sé por qué
ayer me comporté de esa forma.
No lo sé, serán solo eso, restos de ruindad. Únicamente
restos, porque estos días me estoy sintiendo distinto. Mi rostro ya no es gris
y en mi expresión solo quedan cicatrices de una dureza pasada. Últimamente,
estoy más callado; ya no necesito andar diciendo lo que hago para confirmar que
soy. Parece, también, que existe una felicidad que es y no intenta alcanzarse.
Ya no corro tanto, y en el camino a veces me detengo y miro. Los chicos, ya
casi olvidé que tres meses atrás me acerqué a ellos para usarlos. Ahora me
dicen tío.