Qué tendrá Juan Carlos con la infancia.
Qué tendrá, sobre todo, que no para de hablar. Juan Carlos no sabe
lo que es una pausa. Hace un rato me lo crucé en el pasillo y él venía
cantando. Pero en cuanto me vio se sobresaltó y todo se le fue de las manos,
porque quiso hablarme y estaba cantando, por un segundo cantó y habló al mismo
tiempo y casi se atraganta con las palabras que empezó a soltarme. Yo no
comprendí demasiado sus ideas, pero sonreí, y seguí de largo hasta mi cuarto. Pero
sí me acuerdo de algo que dijo porque mientras lo decía le vi los ojos, y los
ojos le sonreían para su propio disimulo, porque Juan Carlos estaba triste y se
le notaba.
Casi nunca le pregunto nada y ya sé más de su infancia que de mi
infancia, en parte porque la mía se terminó a mis siete años, cuando mamá se
murió. Y yo no sé qué habré entendido a esa edad, pero sí sé que cuando contaba
y decía: «Mi mamá se
murió», me sentía como una persona grande.
Conozco
demasiado cómo era Juan Carlos de chico y en cambio no sé nada del Juan Carlos
de hoy. En realidad, sí sé. Tiene los ojos grandes y buenos y eso debería
alcanzarme. Sin embargo a veces quiero preguntarle: «¿Qué esperás de todo esto,
Juan Carlos?». Hace tres meses que está acá, en la casa. Y si finalmente no
pregunto es por miedo a ponerlo incómodo. Aunque, quizás, el único que espera
soy yo. Porque no creo que un hombre como él esté esperando algo de algo, una especie
de contraprestación o algo así. Su único y gran pago debe ser lo que vive.
La
noche que lo conocí él daba vueltas por el andén, caminaba rápido con una radio
encendida en la mano. Yo estaba sentado y miraba las vías. Sentí que las
baldosas temblaron y miré para ver llegar el tren. Pero en cambio vi una figura
enorme, la de Juan Carlos, acercándose. Se paró frente a mí. Enseguida habló:
—Qué increíble querido que esta sea la estación de Malaver —Siguió
hablando— vos imaginá que pasé toda mi infancia en esa plaza hoy volví después
de treinta y cinco años treinta y cinco pibe tu edad —Yo tengo veinticuatro— parece
mentira ¿te imaginás? cambió mucho ¿no? —Se me sentó al lado— sí que cambió
claro cómo no iba a cambiar pero sabés que la infancia nos reserva algunas
cosas la infancia es sabia querido sí ¿sabés por qué? porque todavía no conoce
nada —Tosió— vos fijate si no conoce nada tampoco conoce el miedo sabés lo que
es eso hijo un poder enorme pensá si te acercaras a cada cosa a cada persona
sin miedo —Me pareció que el tema se le estaba agotando y que callaría. En
pocos segundos, el tema llegó a su fin, pero a un fin casi imperceptible porque
entonces hiló otro tema y continuó hablando— ¿qué son esos edificios de ahí en
frente? mirá qué estúpidos lo que hicieron con el pueblo —Vi que el rostro se
le agrandaba de bronca. Seguidamente y cruzado de brazos, pateó enojado una
piedrita que había en el piso. Comenté, en voz baja, que yo vivía al lado— yo
me esperaba algo distinto no voy a decirte que no pero ¿esto? esto es una
porquería —Se frotó las piernas con ansiedad— ¿sabés lo que sentí cuando llegué
acá? sentí que el diablo puede comer de cualquier corazón incluso del corazón
de un hombre de pueblo ¿así que vos vivís al lado de esa perversidad? —Señaló
el edificio— de ¿cuánto tiene? cuatro pisos en mi casa lo más alto era un
parral sabés que en tu casa vivía un amigo mío de la infancia Osvaldo Osvaldito...
—Es mi papá —dije sin entusiasmo. No me escuchó.
—...de pibe era una promesa Osvaldito después se puso gordo se la
pasaba…
—Osvaldo es mi papá, señor.
—...tomando vino una perdición —De golpe, su rostro quedó detenido
en la vergüenza— ¿tu papá? perdoná querido lo que yo quería decirte es que tu
papá era un pícaro bárbaro pero decime —Y me apoyó una mano en el hombro— ¿tu
papá sigue viviendo ahí? —Asentí— mi nombre es Juan Carlos —Sus dedos emocionados
se hundieron en mi hombro— Osvaldito y yo fuimos muy amigos —Yo sonreía— sí sí
sí muy amigos ¿sabías que a tu papá y a mí nos ponían en penitencia? —Negué con
la cabeza— sí hablábamos mucho con tu papá pero qué digo todo esto vamos a
verlo —Juntó las manos con alegría y se levantó— no puedo creerlo Osvaldito
cuando yo tenía seis años —Yo debía tomar el tren para ir a la facultad, pero
no tenía ganas. Me levanté y caminamos hasta llegar a casa. Abrí la puerta y
noté que Juan Carlos tenía la cara de un nene que entra a un cumpleaños. Por
supuesto, seguía hablando— mamá una vez me dijo que todos los chicos son buenos
hasta que se entienden con los adultos —Entramos a la cocina, mi papá miraba
televisión— y tenía razón mi vieja uhhhh pero mirá quien está acá Osvaldito
viejo ¿cómo te va? sabés quién soy ¿no? —Papá no se levantó a saludar y desde
su silla observó intrigado. De vez en cuando, sin embargo, desviaba la mirada
hacia el televisor— pero cómo no me reconocés soy yo de la infancia Juan Carlos
ah ahora sí Osvaldo cómo te va —Papá quiso decir algo, pero las palabras del
invitado avanzaban demasiado rápido. Juan Carlos dio un abrazo fuerte a papá y
se sentó a la mesa sin pedir permiso. Siguió hablando. Yo ya me estaba poniendo
nervioso, pero me senté también— cómo te fue todos estos años Osvaldo ¿parece
mentira no? —Descargó grandes palmadas en el brazo de papá— llegué hace unas
horas y encontré a tu hijo lo que es la vida una vez conocí a un hombre...
Pasaron unos quince minutos. No había esperanza de silencio. Papá
miraba la televisión de manera directa, sin disimulo. A mí me daba vergüenza y
entonces asentía de vez en cuando y decía: «ah». El tono de Juan Carlos era penetrante,
la heladera parecía hacer más ruido que nunca y yo tenía sueño.
—Me voy a dormir —dije —, buenas noches.
— ... a eso de los nueve me quebré una pierna —Me miró— andá
querido andá me llevaron a un hospital...
La mañana siguiente, encontré a Juan Carlos en la cocina. Estaba
en piyama y tomaba mate.
—Hijo cómo te va ¿descansaste? Vení tomate unos mates vos fijate
que esto es un lujo —Agarró una medialuna, la olfateó con ganas y se la metió
entera en la boca— cuando yo era chico apenas si había pan seco de varios días
atrás...
Salí rápido de la cocina y entré al cuarto de papá. Roncaba y una
gran baba colgaba de su boca.
—Papá, papá. —Lo sacudí un poco, pero nada—. Ey, Osvaldo,
¡Osvaldo! —Papá entreabrió los ojos—. ¿Qué hace ese tipo metido en la cocina?
—¿Quién? —La voz de papá salió pegajosa, como colgando entre lianas
de saliva.
—Este Juan Carlos, Osvaldo. Está dele comer, en la cocina.
—Ah…, sí, se va a quedar unos días. —Papá refregó la cara en su
almohada babeada.
—Es insoportable, ¿para qué le dijiste? Limpiate esa baba, papá.
Papá no respondió. Había cerrado los ojos y dormiría, seguramente,
hasta el mediodía. Fui a la cocina, de mal humor, a buscar medialunas. Encontré
la bandeja llena de migas y a Juan Carlos masticando con seriedad, arrancando
trozos de factura de a grandes mordiscos. Al verme, sonrió y habló con la boca
llena.
Pasaron los días.
A papá no parecía molestarle la presencia de su amigo. Juan Carlos era, de
algún modo, su segundo televisor. Lo entretenía. Yo lo evitaba cuanto me era
posible y además había dejado de cenar en su presencia. Pero una noche un olor
irresistible me condujo hasta la cocina. Caminé desde mi cuarto. Fui rápido, como
hechizado, y me escondí detrás del marco de la puerta. Desde allí espié. Juan
Carlos se chupaba los dedos, muy satisfecho. Tenía puesto un delantal rosa, que
era de mamá, y revolvía una olla enorme. Después sonrió —como si recordara algo
tarareó una canción—, se chupó los dedos una vez más, dejó la cuchara y se
entregó a amasar pasta; entonces cantó a los gritos: «Pebeta de mi barrio, papa, papusa, que andás
paseando en auto con un bacán, que te has cortado el pelo como se usa, y que te
lo has teñido color champán…». Miré intrigado, sin ser visto. Juan Carlos dejó
la pasta y bailó un momento con una mano en la panza y la otra en el aire. Cantaba:
«Que en los piringundines de fraq y fuelle bailas haciendo cortes de cotillón».
Me retiré a mi cuarto y pensé en la figura grandota del invitado. Lo imaginé
cantando, chupándose los dedos, tomándose del delantal y girando en círculos
por toda la cocina, bailando un baile solitario y puro. Sentí ternura y después
me sentí contento porque ese día comería fideos caseros.
A la semana de
haber llegado, Juan Carlos ya cocinaba todos los días. Incluso ciertas noches
le llevaba a papá la comida a la cama.
—Osvaldo —le dije una vez—, ¿no te parece que no corresponde que
el invitado cocine y además te traiga la bandeja a la cama?
—Dejame de joder, Martín.
Dijo esto y con mucha pereza giró en la cama. Quedó boca arriba,
muy agitado, y miró el techo como si reflexionara acerca de algo. Yo ya estaba
saliendo del cuarto, cuando oí su voz.
—Martín…
—¿Qué?
—Decile a Juan Carlos que hoy me traiga más pancitos de esos.
Salí de su pieza dando un portazo. Papá fue toda la vida un dejado
y empeoró cuando mamá se murió. Fui enojado hasta la cocina a avisarle a Juan
Carlos lo del pan. Apenas me vio, por supuesto, comenzó a hablar.
—Ah apareciste hijo no sabés lo que es esta salsa que estoy
preparando... —Y siguió hablando. Hablé encima de sus palabras—:
—Osvaldo pide que le lleves más pancitos.
—...cuando nosotros éramos pibes mi mamá cocinaba esta misma salsa
hay olores de la infancia que son tan viejos como nosotros...
—Sí, es cierto. —Y luego levanté el tono—. ¿Sabés qué? Osvaldo
quiere que hoy le llevés más pancitos. —Pero su voz brotaba a chorros, ahogaba
mi voz. Tuve mucho calor y empecé a sentirme nervioso. Juan Carlos seguía con
el tema de su infancia—.
—Juan Carlos —dije en voz baja e hice una
pausa—, los pancitos.
—...me tendrías que haber visto a los once hijo corría como un
galgo ah sí sí los pancitos la otra noche Osvaldo se quedó con ganas... —Tomó
unos pancitos, se tragó uno y el resto los puso en la bandeja de papá. Pero
entonces yo ya estaba demasiado enojado. Él seguía hablando. Lo miré fijo unos
segundos. Y sentí de golpe como si alguien me desatara de una soga. Me soltaba.
—¡Me tenés harto con tu infancia, Juan Carlos!
—grité. El grito me salió desde el cuello.
Juan Carlos calló por primera vez desde que lo conocía. Me miró sorprendido,
o lastimado, no sé. Permaneció muy quieto con un repasador en la mano. Sentí
algo de culpa y me fui al cuarto sin decir nada.
Pasó cerca de un
mes, nunca hablamos de lo que pasó. Una tarde llegué y encontré todos mis
muebles en el comedor.
—¡Osvaldo! —grité— ¿Qué pasó? ¿Qué hacen mis muebles acá?
Entré a mi habitación. Me encontré a Juan Carlos en short y cuero,
tenía un pincel en la mano y la cara salpicada de blanco. Mi cuarto —que yo
había dejado ese día por la mañana—, mi pieza chica de pintura descascarada y
abandono viejo, la hallé prolija y grande y toda blanca. Quedé inmóvil. Juan
Carlos me sonreía. Su sonrisa le llenaba toda la cara.
—Gracias —dije después de un momento.
Él se mostró muy contento y arrancó a hablar.
—De nada hijo —Y me zamarreó de un hombro— a esto le hacía falta
una mano de pintura por lo menos mañana si el tiempo acompaña le damos la
segunda y queda como nueva ¿te gusta el blanco? yo por las dudas te la pinté
del mismo color que estaba —Yo asentía. Mi mirada clavada en aquel hombre
enorme y de corazón a la vista. Pensé que no existían muchas personas así— pero
ahora querido ahora dejo estos pinceles acá —los metió dentro de un balde— y
vamos a prepararte la cena que seguro que vos no comiste nada en todo el día…
Fuimos a la cocina. Papá estaba inmóvil, mirando la televisión. La
pantalla mostraba unos chicos de unos siete años, estaban disfrazados como
adultos y cantaban un montón de estupideces. Miré nuevamente a papá y pensé qué
fácil se podía olvidar de que estaba vivo. Me serví un vaso de agua. Noté que
la canilla ya no perdía y me acerqué para ver bien. Juan Carlos hablaba.
—...y además esta albahaca —y la respiró bien profundo— es una
maravilla ah sí perdía mucho esa canilla la arreglé hace unos días también
habría que arreglar un caño del baño ahí me podés ayudar si querés Osvaldito…
Papá miró de reojo, pero no respondió nada. Sentí miedo porque vi
que su expresión no tenía ningún gesto, como si alguien le hubiese pasado una
goma de borrar por la cara. Los nenes de la televisión bailaban como tontos.
Una vergüenza muy honda me iba subiendo por el cuerpo y me daba calor. Yo no
sabía por qué. Pero entonces papá subió mucho el volumen —para tapar la voz de
Juan Carlos— y yo me aclaré y supe que la vergüenza era por todo. Era por el
polvo en los muebles, por la televisión siempre encendida, por el ventilador que
hacía ruido. Juan Carlos hablaba y cortaba cebolla. Vergüenza también de los
padres de esos nenes de la televisión. Pero, sobre todo, sentía vergüenza de
papá. De su cuerpo gordo y su baba en la mañana. De su abandono e indiferencia
hacia mí, hacia nuestro hogar que ya no era. De su musculosa sucia y vergüenza del
futuro que aún le quedaba por vivir.
Juan Carlos destapaba una olla. La vergüenza era, ahora lo sé, por
toda nuestra miseria consentida. Papá es pobre de vida. Miré a Juan Carlos, se
lavaba las manos con el cuerpo todo atento, hablaba no sé de qué. Después se
secó con el delantal de mamá, que llevaba puesto, y abrió la puerta del horno.
Hacía más de un mes que había llegado a la casa; pensé que era un hombre
decente. Cortando mis pensamientos, Osvaldo preguntó si faltaba mucho para
comer; yo miré incómodo hacia los costados. Pero enseguida Juan Carlos apoyó un
plato de entrada frente a papá y le dijo con amabilidad que ya salía la comida.
Y yo supe, yo vi, sin pensar, que el huésped era papá.