miércoles, 7 de febrero de 2018

El refugio

 Los adultos me enseñaron y me educaron, y entonces se confundió en mí todo lo que siendo un chico yo ya sabía, intuitivamente.

Hace tres meses me di cuenta de que yo era un mal tipo. Las razones que me llevaron a admitirlo son muchas y no estoy de buen ánimo para repasarlas. Voy a decir, nada más, que me había convertido en una especie de máquina. Era insensible y oportunista. Vestía un traje gris y tenía el rostro igual de gris y la expresión petrificada de olvido. Mi mirada se había vuelto hacia afuera en lugar de volverse hacia adentro y luego hacia afuera—, y así terminó por convertirse en una mirada sin fondo, siempre fija y ciega en una carrera inútil. Yo era un hombre inútilmente exitoso, corriendo detrás de una felicidad que era falsa y estaba siempre adelante. Un tipo que nunca se reía sin olvidar el motivo.
Entonces decidí cambiar. Y decidí, también, que mi cambio sería desde las raíces. Fui a ver a un viejo amigo, Roberto, porque creí recordar que él tenía dos chicos, una nena de tres y un nene de cuatro. Mi amigo se sorprendió de mi visita. En resumen, me interesé falsamente en su vida y luego le pedí que me prestara a sus hijos. Él se puso serio y preguntó qué quería decir con eso de que me prestara a sus hijos. Me puse nervioso y comencé a decir pensamientos precipitados y sueltos. De eso que dije tan solo llego a recordar fragmentos aislados, como «tío que tus hijos no tienen», «ser triste y opaco» refiriéndome a mí mismo, «estoy desesperado», «por favor», «dale, Roberto» y otra vez «estoy desesperado».
Tuvimos una larga charla. Mi amigo terminó diciendo que él no tenía problema en que pasara tiempo con sus hijos. Pregunté ansioso si podía verlos. Respondió que estaban durmiendo. Propuse despertarlos y él dijo que no. «En ese caso contesté, espero». Después de más de una hora de espera, Roberto vino a informarme que los chicos se habían despertado y jugaban en una de las habitaciones. Yo estaba de mal humor porque me habían hecho esperar y, además, tenía sueño. Entramos al cuarto, cuando los nenes me vieron, me observaron con descaro y luego miraron al padre. Roberto me presentó, les explicó que yo era su tío y que todas las tardes iría a jugar con ellos. Después nos dejó solos.
Ese primer día no fue para nada bueno. Los chicos no colaboraron en integrarme y me dejaron bastante solo. Como no tenía nada que hacer y estaba horriblemente aburrido, me puse a jugar con mi celular. También respondí algunos mails de trabajo. De vez en cuando, miré de reojo a los nenes y con indiferencia concluí que eran unos mezquinos. Tenían un montón de juguetes, algunos repetidos, y no habían querido prestarme ninguno. Aquel día también llegué a pensar que era mi aspecto físico el que los hacía tener esa actitud reservada. Soy un hombre deforme, de un metro noventa encorvado, y tengo una figura que se parece bastante a la de un rombo. Cuarenta y seis años que me pesan en la espalda.
El segundo día llegué a jugar una hora más tarde de lo convenido. Roberto me abrió la puerta y lo noté serio. Con tono grave me dijo que el nene no quería verme. Había dicho que yo no era su tío y que le había robado un autito. Le juré a Roberto que no y acusé a sus hijos de egoístas. Yo tenía decidido no decir nada, pero dadas las cosas terminé por contarle todo lo que me habían hecho. Roberto sonrió con ternura, me tomó de un brazo y me llevó hasta el cuarto de los chicos. Allí me dejó, solo con ellos.
Jugaban y ni siquiera levantaron la vista para mirarme. Por mi parte, hice lo mismo, no los miré y fui a sentarme en un rincón. Estaba ofendido. Lo del autito robado era cierto, pero en definitiva pensé era culpa del nene. Se lo había pedido, por las buenas, un montón de veces. Él no había cedido y terminé por quitárselo, delante de sus ojos, en una distracción que yo mismo provoqué. Eso había sido el día anterior y aún seguía echándomelo en cara con su indiferencia. No me importó; jugué con mi celular y pensé: «Allá ellos con sus juguetes». Sin embargo, me aburrí rápido, dejé el celular y comencé a apilar unos bloques de plástico había visto que ellos estaban haciendo lo mismo. Poco a poco fui levantando una torre, pronto tuvo una altura respetable y desde mi altura la contemplé satisfecho. Cuando bajé la vista, vi que los dos chicos me observaban desde allí abajo. Estaban como enajenados. Pensé que no era para menos pues su torre no tenía más de cuatro bloques.
Ese fue nuestro primer acercamiento. Los días que siguieron fueron mejores y podría decir que a la semana ya me habían aceptado. A pesar de eso, había una realidad. Yo seguía siendo esencialmente una porquería y siempre intentaba ventajearlos. En los juegos hacía trampa haciendo uso de mi inteligencia superior y mi tamaño y, en general, siempre terminaba por ganarles. Si iba perdiendo en los juegos con dados, me las ingeniaba para distraer su atención con otra cosa y daba por ganada la partida, por su abandono. Además, ignoraba sus ideas y me las adueñaba. Como cuando el nene me preguntó si los animales saben que existen. Lo miré de reojo, y le respondí que eso no era importante. Al otro día, en la oficina, hice esa pregunta unas diez veces a distintas personas, y en cada oportunidad fingí ser espontáneo. Casi todos me miraron con interés. Así me comportaba con todo. Por las tardes, Roberto nos traía la chocolatada y esas galletitas que tienen variedad. Cuando él abandonaba el cuarto, yo agarraba el paquete y me separaba todas las galletitas con relleno. Un día la nena encontró una y me la dio con ingenuidad. La tomé y la comí. Pero también sentí algo que hasta entonces no había sentido. Desde ese momento comencé a ver expuestas mis miserias en su estado más primitivo. Porque, a la luz de la inocencia infantil, mi egoísmo y mis bajezas eran de color bien negro. Ese día de la galletita la piedra que cubría mi alma se resquebrajó. Dejé de estafar a los chicos y ya no los manipulé para quedarme con el mejor juguete.
Eso no quita que en mí sigan existiendo restos de ruindad. Ayer, por ejemplo, volví a hacerles trampa en la escondida. Los espié mientras se escondían y, apenas terminé de contar, fui directo a su escondite. Se habían metido adentro de unas cajas en donde jamás se me hubiese ocurrido buscar. Fui directo a las cajas y las abrí con violencia. Allí estaban, acurrucados, sus ojos abiertos y alucinados. Comencé a reír de una manera grotesca y hueca, innecesariamente fuerte me reí en sus rostros y los señalé con el índice. Después salí corriendo, gritando: «Pica, pica» y levantando las manos en señal de triunfo. Llegué a la piedra, grité otra vez pica seguido de sus nombres y desde allí me burlé de ellos. La nena comenzó a llorar e intenté extorsionarla para que parara. Cuando se calmó, la mandé a contar y fui derecho a meterme adentro de las cajas. Pero no entraba y terminé abandonando el juego ningún escondite me parecía mejor que ese. Los chicos se enojaron, yo me enojé, y terminamos yéndonos a las manos. Roberto vino a separarnos, eso ya había pasado otras veces. En verdad, no sé por qué ayer me comporté de esa forma.

No lo sé, serán solo eso, restos de ruindad. Únicamente restos, porque estos días me estoy sintiendo distinto. Mi rostro ya no es gris y en mi expresión solo quedan cicatrices de una dureza pasada. Últimamente, estoy más callado; ya no necesito andar diciendo lo que hago para confirmar que soy. Parece, también, que existe una felicidad que es y no intenta alcanzarse. Ya no corro tanto, y en el camino a veces me detengo y miro. Los chicos, ya casi olvidé que tres meses atrás me acerqué a ellos para usarlos. Ahora me dicen tío.