Más
allá del absurdo, en algo hay que poner el corazón.
Cristina De Piero
Abril. Un hombre entra a su
complejo de cabañas. Sube a la cabaña más alta, abre todas las ventanas y sale
al balcón. Tranquilamente, se apoya sobre la baranda, se apoya bien, infla los
pulmones y luego se lanza hacia adelante; con todas sus fuerzas grita: «¡Se
fueron todos a la mierdaaaaa!». Después se sacude las manos —la baranda tenía
polvo—, cierra las ventanas y se va. El hombre vive en un pueblo junto al mar,
acaba de terminar la temporada de verano y «se fueron todos» los turistas. Las
calles de arena ya no tienen ojotas. En los locales hay ruido a diario y cinta
de embalar. La playa quedó lejos.
El grito no es de queja ni de
festejo. No es un aviso, empezando porque ninguna persona lo escucha —varias
manzanas a la redonda, nadie vive, nadie pasa—. Pero cada año, en abril, el
hombre sale al balcón y libera ese grito. Para nadie. El grito tiene entonces
algo puro y salvaje. Puede recorrer distancias infinitas, porque un grito que
no es para un oído no termina en un oído. El grito es al viento y termina donde
termina el viento, si termina. Ya no es un grito, sino el canto de un pájaro.
Pronto comenzará el invierno.
El que quiere ver cosas que se
ven, ve cosas que se ven. El que se atreve a ver lo invisible, ve más caminos
en el mar que en los caminos. En la ciudad o en el pueblo, en invierno o en
verano, hay mil matices entre el grito y el canto.
I
Llegué veinte minutos tarde porque me quedé dormido. Cuando mis vecinos
me vieron llegar, aplaudieron. Levanté las manos, hice una reverencia. Yo no
soy nadie, pero éramos muy pocos, así que cada uno contaba bastante.
—Che, al final no vino nadie —comentó alguien.
Un mes antes, los líderes de la agrupación vecinal
habían agarrado un almanaque y le habían hecho círculos rojos por todos lados.
Pasó media hora; los que estábamos ahí ya estábamos perdiendo el ánimo. Fue
entonces cuando Fabio señaló una fecha.
—Miren, acá… —dijo ilusionado—. En junio hay un fin
de semana largo. Va a haber gente, va a haber turistas. Listo… ¡hacemos la protesta
ese domingo!
Estallamos en aplausos. Después salimos de la casa
de Fabio. Algunos estaban muy entusiasmados; al fin creían que podíamos hacer
algo para acabar con los robos, con los ladrones que iban de acá para allá por
el pueblo, abriendo y robando casas. Miré a mis vecinos con ternura. Hacía
mucho frío y yo estaba con el auto, así que me ofrecí a llevarlos a todos.
Entramos muy cómodos los cuatro.
Finalmente llegó ese domingo y ahí estábamos, en el
centro del pueblo, solos como perros. Mirábamos alrededor, nos mirábamos entre
nosotros, nos frotábamos las manos. Se decidió esperar otros quince minutos. Yo
iba a proponer que arrancáramos de una vez, pero recordé que había llegado
tarde y cerré la boca. Me acerqué a don Natalio, le pasé el brazo alrededor del
cuello, y lo llevé para un costado.
—¡Qué ganas que tiene usted, mi querido Natalio!
Usted es un toro… ya debe tener como ochenta años y está siempre en primera
fila. Que haya venido deja mal parados a los que no vinieron, más mal de lo que
ya están. Mire… más de una vez yo quise hacerme el tonto con esto de las
reuniones y no pude, ¿y sabe por qué? Se me apareció su cara. No pude.
Don Natalio soltó una risa ronca. Después empezó a
toser.
—¿Ve lo que le digo?… usted no da más. Vamos,
largue, ¿cuántos años era que tenía?
—Ochenta y uno —dijo orgulloso.
—Dios mío… ¿qué hace acá? —dije sacudiendo la
cabeza—. Ni siquiera puedo imaginarme con ochenta años… así que menos quiero
pensar en usted, que efectivamente los tiene encima. Le voy a confesar algo: desde
que llegué ando medio aburrido, por eso me lo traje acá. Allá —señalé a los
demás vecinos— están hablando de los robos, contando cada detalle… cada uno
quiere contar su historia… yo lo entiendo, eh, no crea que no… es así en todos
lados, en cualquier reunión vecinal, pero ¿acá? Ufff, acá mucho más… imagínese
que la mitad de nosotros quizás hace una semana, o más, que no habla con casi
nadie…
Levanté una rama; con la rama hice círculos en la
arena.
—Ya lo dije mil veces —comenté pensativo—. En las
reuniones que hacemos, no hay que contar historias personales… ¡hay que ir a
los bifes!
Don Natalio me miraba con simpatía. Enseguida entré
en calor; agitando la rama en el aire, seguí:
—Hay que decir: ¡vamos a hacer esto y lo otro! ¡Y
hacerlo! Yo soy vago para pensar, pero a mí me dicen…
De pronto escuché que los vecinos aplaudían, así que
empecé a aplaudir. Palmeé a don Natalio y lo alenté a imitarme. Él se rio y
comenzó a aplaudir. Levanté el tono:
—… a mí me dicen: hay que agarrar los palos, ¡y yo
los agarro! Porque mal que mal, sé hasta donde me da —Me golpeé la cabeza—.
Fabio: él tiene alma de líder, el tipo sabe. Yo a veces lo escucho hablar y no
entiendo lo que dice, pero me doy cuenta de que él sí lo entiende, ¿no es
bastante? Así como otras veces escucho a otros, entiendo lo que dicen, pero al
mismo tiempo me doy cuenta de que ellos no saben lo que están diciendo… ya ve
la diferencia —Le guiñé un ojo—. Le digo esto porque me arriesgo a apostar que
usted, hace cuarenta años, era como Fabio… y yo… créame que lo hubiera seguido
con los ojos cerrados; no lo hice porque en esa época yo no vivía acá… además
tenía tres años.
De reojo, vi
que algunos vecinos se corrían hacia la calle, pero no le di importancia.
—No —dijo don Natalio—, yo no era como él. Fabio es
un señor muy instruido.
—Bah, bah, bah… me extraña viniendo de usted. ¡Qué
importa eso si no hay corazón! Es más, me atrevo a decir que usted era mejor
que él… porque además de liderazgo, usted tiene algo más… algo en la mirada que
contagia.
Don Natalio me miraba con sus ojos celestes.
—Sí, eso… —le dije—, me di cuenta desde el primer día que lo vi. Por
eso, desde que empecé a hablar le estoy diciendo pavadas… porque lo que en
realidad quiero decirle es que de todo este asunto, quien me interesa es usted.
Aplaudamos don Natalio, mire… los vecinos están en la calle, vayamos hasta ahí…
Nos acercamos a los demás. Escuché que se quejaban, pero no entendí por
qué. Señalé a don Natalio y le dije:
—¡… y no me mire con esa cara! Usted sabe bien de qué hablo…
Sentí que me agarraban la mano. Giré. A mi lado, Esther me miraba y
asentía. La miré sorprendido y me solté de su mano. Volví a mirar a don
Natalio, me acerqué y le dije bajito al oído:
—¡Si al menos hubiera una mujer joven en este pueblo!... hay algunas,
pero no están acá. Sino con gusto dejaría que alguna me diera la mano, qué digo
la mano, ¡las dos manos!… ¡Aaah…! ¡Mire la cara que pone…! —Lo señalé—. Mire
cómo se sonríe, usted debe haber sido un picaflor —le di unos empujoncitos—,
¡don Natalio de flor en flor!, ¡usted es mi ídolo…!
Otra vez la mano. Pregunté riendo:
—¿Qué pasa Esther?, ¿por qué me agarra la mano?
—Estamos cortando la calle —respondió.
Miré alrededor y enseguida entendí lo que estaba
pasando. Unos cinco vecinos estábamos agarrados de las manos y cortábamos la
calle. Los otros vecinos se habían quedado a un costado. Desde ahí, nos miraban
con desaprobación.
—No entiendo —dije confundido—, ¿para qué cortamos la calle?
Esther entrecerró los ojos.
—¿Cómo para qué? ¿No escuchaste? Los robos… la
inseguridad…
Me puse nervioso.
—Ya sé todo eso —dije—, lo que sigo sin entender es para qué cortamos
la calle...
—Cortamos la calle para protestar… cada vez hay más robos —Esther
apenas me miraba. Me hablaba como si todo fuera una obviedad y yo no pudiera
darme cuenta.
Resoplé y me solté de su mano. Puse mi mano en su hombro y la miré a
los ojos. Le dije:
—Escuche… sé bien lo de los robos. Vine por eso, hace meses que estamos
con eso… pero, le voy a pedir un favor Esther… mire bien alrededor —señalé,
hice un silencio largo a propósito, para que escucháramos el viento—, mire
bien… no hay un alma. Y como se habrá dado cuenta, hace como una hora que
estamos acá parados y no pasó un auto —apoyé el índice sobre mi palma y
remarqué—: ni-un-solo-auto. No sé qué más decirle. Ya sé… mire nomás la arena
de esta calle: ni una sola huella. Es por eso que no entiendo qué estamos
haciendo acá…
Esther había tirado la cabeza hacia atrás, para alejarse de mí. Al
final me dijo que se había votado; la mayoría había votado a favor del corte.
Miré a don Natalio; a él también lo tenían agarrado de las manos. Fui por
detrás y le dije:
—¿Escuchó?, la mayoría… somos cuatro gatos locos. Usted haga lo que
quiera, pero esto es una estupidez...
Don Natalio me dijo que aun así había una mayoría. Sonreía. Me alejé de
la calle y fui con los otros vecinos.
—¿A quién perjudicamos con ese corte? —les pregunté.
—Es lo que yo digo —me respondió un señor—. Pensamos que con el fin de
semana largo iba a haber más gente, pero con el frío que hace…
—No se trata de eso… —lo corrigió Javier—. Los que estamos acá no
estamos de acuerdo con esa forma de protesta —Señaló a los que estaban
cortando—. No hay que molestar a los automovilistas…
Lo miré sorprendido.
—¿Qué decís Javier? —le pregunté.
—Eso… la gente no tiene la culpa…
No quise seguirla. Miré hacia ambos lados de la calle: ni un auto. Los
vecinos seguían tomados de las manos, hablaban y hasta sonreían. De pronto
empecé a reírme.
—Miren —dije señalándolos—, me acabo de dar cuenta, ni siquiera llegan a
cortar toda la calle… ahí está, miren, viene un auto, va a pasarles por el
costado…
Nos quedamos atentos, a ver qué pasaba. El auto se desvió apenas y
avanzó, lentamente, por al lado de Esther, don Natalio y los otros dos. La
familia que iba adentro los miró con curiosidad. Sentí lástima al ver cómo se
miraban mis vecinos. No sabían qué hacer. Después de discutir un buen rato, se
reacomodaron. Un par de una mano de la calle, un par de la otra. Sacudí la
cabeza, me serví un mate. Me distraje así un buen rato, charlando y tomando
mate, hasta que de pronto escuché gritos. Me di vuelta y vi a un tipo que desde
su auto gritaba e insultaba a los vecinos. Miré a don Natalio. Enseguida les
dije a los que estaban conmigo:
—Vamos, hay que ir a la calle… —Y encaré.
Pero noté que nadie me seguía. Me di vuelta y los miré.
—No —dijo un vecino—, yo no voy a ir. No sirve para nada.
—¡Eso ya no importa! —grité—. ¡Vamos, vamos! No podemos dejarlos solos…
¡Miren al estúpido del auto!
El tipo del auto seguía gritando. Sorprendido, miré a los que estaban a
mi lado, porque no se movían. Pateé la arena y me fui a la calle. A último
momento, Viviana me siguió. Sin embargo, era tarde. Los vecinos se estaban
yendo.
—¡No, no!, ¡esperen! —les dije—, que este tipo sepa por qué estamos acá.
¿Dónde están los volantes? ¡Mónica! ¡Mónica, dale!... ¡los volantes!
Pero se fueron yendo todos. Solamente don Natalio se había quedado a mi
lado, en mitad de la calle. El del auto tocó bocina otra vez y esa vez no paró.
Empezó a avanzar. Al final, casi nos tiró el auto encima. Fue entonces cuando
don Natalio me agarró fuerte de una mano, luego estiró ambos brazos en el aire,
para formar una barrera, y así se quedó. Yo lo miré sorprendido. Él me miró
fijamente. Le brillaban los ojos; creo que a mí también. Después todo pasó
rápido. Alguien me alcanzó los volantes, vi que eran un desastre. No supe qué
hacer; el viento y los bocinazos no me dejaban pensar. Por suerte vino Fabio,
me dio unas palmaditas y me sacó los folletos de la mano. Se acercó al auto, hizo
que el hombre bajara la ventanilla y le dio un volante. Don Natalio y yo nos
fuimos con los demás.
Estuvimos ahí otra media hora. No volvimos a cortar la calle, pero sí
le dimos un volante a cada auto que pasó. Habrán sido cinco, contando al del
hombre que gritaba.
II
Pasó un mes. De lo que planeábamos hacer, no hicimos nada. No me
sorprendió; fue igual que otras veces. El entusiasmo de los vecinos se fue
apagando, hasta desaparecer. Y de pronto, una chispa: algo pasaba; o durante
tanto tiempo pasaba nada y eso también podía ser como una chispa (incluso más
poderosa). Fue así que un día estaba en mi casa y sonó el teléfono. Atendí sin
ganas porque, como nunca sonaba, creí que sería una máquina.
—Hola.
—Hoy… a las cinco —dijo alguien, muy agitado—, en la casa de Arnaldo —Y
cortó.
Colgué el teléfono, pensé: «Ni loco». No era la primera vez que Arnaldo
me llamaba y hablaba raro. A las cuatro y media me puse a hachar; al rato entré
a casa contento, cargando el cajón de leña. Serían cerca de las cinco cuando
prendí el fósforo, lo acerqué al papel y sonreí. Observé un ratito cómo se iba
prendiendo todo. Después fui a poner el agua. Miré distraídamente hacia afuera
y vi a don Natalio. Iba caminando, muy despacito, por la calle de enfrente,
tapándose con una bolsa, porque lloviznaba. Me di cuenta de que iba a lo de
Arnaldo. Sentí algo en el pecho, desvié la mirada y fui rápido a la cocina, así
no tenía que verlo más. Puse la pava; iba a regresar junto a la salamandra,
pero no quise volver a pasar junto a la ventana. A propósito, me quedé haciendo
tiempo. Pasó el tiempo suficiente, cargué el termo, camino al living volví a
mirar. «Esto es una cargada», pensé al ver a don Natalio casi en el mismo lugar
que antes. Me senté junto al fuego, me cebé un mate; desde ahí miré. Don
Natalio caminaba increíblemente despacio. No quise mirar más, me recosté en el
sillón y acerqué los pies al fuego. No pude estar así ni dos segundos, me
levanté. En ese momento una ráfaga de viento le quitó a don Natalio la bolsa de
las manos, y la bolsa salió volando. Don Natalio fue tras ella con la mano
extendida, dando un trotecito muy penoso. Cuando parecía que iba a agarrarla,
la bolsa volvía a burlarlo y a volar por el aire. Hasta que la bolsa voló lejos
y don Natalio se quedó quieto, bajo la llovizna, mirándola. De pronto miró
hacia abajo y lamentándose sacudió la cabeza. Insulté, salí corriendo de casa,
entré al auto y alcancé a don Natalio. Abrí la puerta.
—Vamos, entre.
Me miró sorprendido.
—¿Va a lo de Arnaldo? —preguntó.
—Sí, vamos… vamos que se está mojando, ¿por qué no entra?, ¿por qué me
mira así?
Don Natalio me miraba confundido.
—La casa de Arnaldo está ahí —dijo, y señaló una casa que estaba en la
otra esquina.
—Ya sé dónde queda, no se haga el vivo. ¡Vamos! No estoy ahora para sermones
filosóficos, ¡entre de una vez!
Don Natalio subió sin muchas ganas. Lo miré; sonreía con gesto irónico.
—No me la haga más difícil de lo que ya es… —le dije—. No estoy de
humor… mire, yo estaba junto al fuego. Tenía un mate en la mano, un termo lleno.
Y estaba contento… ¿se ríe de mí? No me importa. Estaba muy contento hasta que
lo vi; usted es como la voz de la conciencia hecha carne. Yo a veces no sé si
lo miro o lo escucho… hoy creo que lo miré y lo escuché al mismo tiempo y ahí
se me arruinó todo, ¿entiende?
—Sí —dijo don Natalio—, dé la vuelta.
—… yo tenía un plan: mirar el fuego.
—Cállese y dé la vuelta...
Me había pasado de largo y ya estaba por mandarme a los médanos.
Incluso alcancé a ver el mar. Di la vuelta a la manzana y estacioné frente a la
casa de Arnaldo. Al bajar del auto, miré mi casa y me lamenté. El tiraje de mi
salamandra largando humo era como un llamado, una promesa de silencio y
bienestar. Sacudí la cabeza.
—Todo esto es culpa suya —le dije a don Natalio—. Más vale que nos hayan
llamado por algo importante.
Hicimos palmas. Arnaldo abrió la puerta rapidísimo, miró nerviosamente
para todos lados, y luego nos hizo pasar.
—Rápido, rápido. Entren.
Me demoré unos segundos. Me daba curiosidad saber qué había afuera que
tanto miraba Arnaldo.
—¿Qué mira? —le pregunté.
—Le ruego que entre… —Arnaldo me miraba fijamente a los ojos, pero yo
sentía que me miraba la nuca, o que en realidad miraba cualquier otra cosa.
Me encogí de hombros y entré. Después de todo, ya sabía que Arnaldo no
estaba bien de la cabeza. Me alegré al ver el hogar prendido. Me decepcioné al
ver a Esther sentada junto al fuego. Es decir, en mi lugar. Me acerqué a
saludarla. Le halagué algo que tenía alrededor del cuello; hizo un gesto de
desaire.
—No es una corbata. Es una chalina —dijo sin mirarme.
Dejé pasar el mal momento. Luego, en voz baja, le pregunté:
—¿Qué hay afuera? —Fingí intriga y nerviosismo.
—¿Afuera adónde? —Quiso saber, y miró hacia la ventana.
—No sé. No alcancé a ver qué era… cuando entramos… —me interrumpí de
golpe y la miré directo a los ojos— ¿Usted sabe de qué se trata?
Negó con la cabeza. Hice de cuenta que ya no tenía importancia y me
alejé. Fui con don Natalio.
—Usted es una porquería —me dijo sonriendo.
Le guiñé un ojo, le dije:
—Shhh. Observe.
A los pocos segundos, Esther se levantó. Haciéndose la distraída, se
acercó y miró por la ventana. Fui y me senté junto al fuego, me crucé de
brazos. Pretendí que nada había ocurrido. No me costó porque, en realidad, nada
había ocurrido. Simplemente, las cosas regresaban al lugar donde debían estar.
Estiré las piernas y observé a Arnaldo. Hablaba solo y dibujaba en un pizarrón
pequeño. Traté de entender qué tramaba y me fue imposible. Ansioso, le
pregunté:
—Arnaldo, ¿qué son esos muñequitos?
En el pizarrón había un dibujo. De no ser porque lo tenía enfrente a
Arnaldo, con la tiza en la mano y la frente manchada con tiza, hubiese jurado
que el dibujo lo había hecho un nene de tres años. Había unas personas
dibujadas con palitos, todas desmembradas, y con las cabezas separadas del
cuerpo. Un recuadro cortaba a esas personas por la mitad; eso sí parecía a
propósito. Dentro del recuadro, un signo de pregunta. De fondo, unas onditas
que interpreté como el mar. Ante mi pregunta, Arnaldo se cruzó de brazos.
—Vamos a esperar a los demás —me dijo cortante.
—¿No puede darme un adelanto? —lo provoqué.
No respondió. Yo me moría de intriga.
—Escuche —dije y fingí disgusto—. Acá había un horario. Ya son las
cinco y cuarto. Vamos adelantando… dígame qué son los muñequitos y le voy
tirando ideas… espere, ¿la reunión es por la inseguridad?
Arnaldo me miró apenas y enseguida desvió la mirada. Evidentemente
incómodo, haciendo de cuenta que se sacaba el polvo de la tiza, comenzó a darse
golpecitos en la ropa.
—Arnaldo… —Insistí. Y al ver que ni me miraba, levanté la mano y
comencé a saludarlo—. Arnaldo… acá…
Ignorándome brutalmente, me dio la espalda y se puso a hablar con
Esther. Se la dejé pasar y seguí mirando el dibujo; le pregunté a don Natalio
qué pensaba él. Me dijo que me callara. Luego golpearon la puerta. Se repitió
lo de antes; Arnaldo fue nervioso, espió primero por la ventana, luego abrió la
puerta solo lo indispensable, tomó del brazo a Fabio y a los otros dos, y casi
los arrastró hacia adentro. Por debajo de la mesa, pateé a don Natalio y le
hice un cabeceo cómplice.
—Les pido silencio —dijo Arnaldo una vez acomodados todos.
Estaba parado junto al pizarrón, de brazos cruzados, y nos miraba. De
pronto señaló el dibujo.
—¿Alguien puede decirme qué representa esto? —preguntó; enseguida
dijo—: seguramente no. Estos somos nosotros… los vecinos en la playa.
Hizo un silencio, nos miró uno por uno. Agregó:
—Los vecinos… desnudos.
Hubo murmullos y algunos aplausos.
—Silencio —dijo Arnaldo—. Esto se llama flan-mor.
—¡Flashmob! —gritó una voz anónima, desde la cocina. En tono más bajo
se escuchó—: se lo dije mil veces…
Arnaldo miró, avergonzado, en dirección a la cocina. De golpe pareció
desorientado. Se quedó un momento con la cabeza gacha, mirando la tiza que
tenía en la mano.
—Matías —dijo de pronto—, vení. Vení por favor.
Se asomó una cabeza detrás del marco de la puerta.
—¿Qué querés? —le preguntó a Arnaldo.
—Vení… explicales vos.
El pibe tendría quince años. Nos miró de reojo y luego miró a Arnaldo.
—Pero abuelo, te lo expliqué mil veces —le dijo—. Lo estuvimos
practicando…
—Bue´, bue´ —lo interrumpió Arnaldo—. Vení acá. A mí no me contradigas…
menos delante de mis amigos.
El chico arrastró los pies hasta el living. Se dejó caer en un sillón y
nos dijo que si queríamos lograr algo teníamos que hacer algo original, algo
que llamara la atención. Durante unos minutos nos explicó qué era eso de
flashmob.
—Si hacen algo así —dijo señalando el dibujo— se va a viralizar. Al
otro día aparecen en todos los medios…
—Matías, ¿no?… —le dijo un vecino; el pibe asintió—, ¿vos querés que a
tu abuelo le agarre una neumonía?
El chico se encogió de hombros y nos miró sin ganas.
—Hagan lo que quieran… pero hace años que están con lo mismo y no
lograron demasiado.
Se levantó para irse.
—Si no les gusta mi idea —dijo antes de desaparecer— piensen qué otra
cosa se podría viralizar…
Durante los siguientes diez minutos, hubo un murmullo general. En medio
de todo eso, un vecino me pasó un papelito de forma misteriosa. Me guiñó un
ojo. Lo abrí y vi el croquis de un mapa y varias direcciones anotadas: calle
tal esquina tal, y así. Le pregunté qué era y me hizo una seña; me lo iba a
explicar después. Cuando al fin hubo silencio, don Natalio dijo:
—El chico tiene razón… tenemos que aplicar pensamiento lateral…
—¡Hay que preparar café! —gritó Arnaldo.
Por más de una hora, escuché ideas de lo más sorprendentes. Incluso se
citaron grandes pensadores y filósofos. Einstein, Edison. La Madre Teresa.
Gandhi. Confucio, Séneca, y otros que ya olvidé. Me gustaron las citas, a pesar
de que varias no tenían nada que ver. O eso me pareció porque, en realidad,
tampoco me quedaba claro por qué estábamos ahí ni qué queríamos lograr. Los
vecinos salieron de la reunión con un entusiasmo que a mí me resultaba extraño
y esquivo. Lamenté sentirme así. Me acerqué a Víctor.
—Víctor, ¿qué es este papel? —le pregunté mientras ojeaba las
direcciones.
—Ah, sí… son árboles caídos…
Me dio ternura que hubiese hecho esa especie de mapa, y marcado con
cruces. Más que eso, me enterneció ver un trazo tembloroso, propio de un
viejito.
—¿Usted no anda juntando leña? —me preguntó.
Le dije que sí, le di un abrazo fuerte y le hice unas cosquillas.
Víctor se tentó; no paraba de decirme «loco lindo».
III
Abrí la puerta de casa.
—Pase —le dije a don Natalio.
Prendí otra vez la salamandra, preparé mate. Me senté junto a don
Natalio y suspiré. Él me miró y sonrió. Tranquilamente, sin que yo le hubiese
dicho una palabra, me dijo:
—Si no cree en nuestra lucha, tiene que buscar la suya propia… su lucha
o lo que sea, basta que sea suya…
Levanté la mirada.
—¿Usted es Dios? —le pregunté.
Él sonrió y entrelazó los dedos.
—En serio —Insistí—, ¿cómo se dio cuenta?
—Vamos… le vengo viendo la cara desde lo de Arnaldo.
—Es cierto… en realidad, no sé de qué me sorprendo. Usted siempre supo
lo que me pasaba antes que yo… así fue siempre, desde que somos amigos… ¿cuánto
hace?, ¿veinte años?
Él asintió. Nos quedamos en silencio. De repente, le pregunté:
—Dígame, ¿usted cree que esta vez van a lograr algo… acabar con los
robos?
Don Natalio empezó a reírse.
—¡Por supuesto que no, m´hijo!
Me puse serio.
—¿De qué se ríe? —le pregunté.
Sacudió la cabeza, luego me dijo:
—Escuche… tenga cuidado de andar muy pendiente de los resultados… puede
decepcionarse muy rápido, hacerse de esa buena excusa y cruzarse de brazos.
Mire… quizás a usted le parezca que no logramos nada; está bien… quizás no
logramos que los robos vayan de diez a cero, pero estando acá no permitimos que
haya veinte, o treinta… y esa es otra forma de achicar la diferencia, aunque no
esté a simple vista… es fácil confundirse, pero estar en el mismo lugar no
siempre significa no haber avanzado… Y además, lo que hacemos no se trata solo
de los robos… hoy son los robos, mañana será otra cosa…
—Usted es muy lindo, ¿lo sabía?
—Deje de hablar pavadas… ¿escuchó lo que le dije?
—Le juro que sí… todo… mire: lo que hacemos no se trata solo de los
robos… hoy son los robos, mañana será otra cosa…
Como siempre tuve fama de no escuchar, algo injusta, me había hecho el
hábito de repetir lo que el otro acababa de decir.
—Ya le dije que a mí no me haga eso —dijo don Natalio—, que repita no
significa que me haya escuchado…
—Bue´… al señor nada le viene bien… sí lo escuché. Dígame de qué se
trata entonces… si no es la inseguridad, si no es la basura, ¿de qué se trata?
—Ah, qué sé yo… —dijo y empezó a reírse—. Si hubiera encontrado esa
respuesta, ya podría morirme tranquilo…
IV
A los tres días Fabio nos citó en una esquina. Me llamó la atención por
dos cosas: primero, porque esa esquina estaba alejada del centro y de las casas
donde siempre nos reuníamos. Segundo y más llamativo aún, me resultó el
horario. A las diez de la noche pasé a buscar a don Natalio. Subió al auto con
gran dificultad porque, además de tener la cadera comprometida, cargaba en los
brazos unas sogas enormes, de esas de amarre.
—Dios santo —dije al verlo—, esto se pone cada vez peor. ¿De qué se
trata todo esto? Dígame ya por qué trae esas sogas…
—Me las pidió Arnaldo… dijo que podían servir.
Enojado, golpeé el volante un par de veces porque, fuera lo que fuera,
el panorama pintaba cada vez más oscuro. Y yo estaba, irremediablemente,
metiéndome ahí. Miré con ansiedad a don Natalio, le dije:
—Escuche… la única forma de que esto tenga sentido, es que algún vecino
esté por inaugurar un café en esa esquina. Un café marítimo… eso, un barco
viejo restaurado como cafetería… ¿es eso? ¿Por eso le piden las sogas? ¿Son
decorativas?
—No creo —se limitó a responderme. Se hacía el distraído, así que
sospeché que algo sabía.
Estábamos a una cuadra de la esquina. Avancé despacio; las luces del
auto alumbraron a los vecinos que ahí esperaban. En la noche cerrada por el
bosque y mi ánimo, Arnaldo y los otros me parecieron muy blancos. Me bajé del
auto, ayudé a bajar a don Natalio. Enseguida me le fui encima a Fabio, le dije:
—Fabio… en otras circunstancias yo sentiría una curiosidad enorme… pero
ahora no sé si quiero saber…
De reojo, vi a don Natalio con una gran rama en la mano; usándola de
bastón, comenzaba a subir un terreno de pendiente muy pronunciada. El líder de
la expedición parecía ser Arnaldo; a cada uno que estaba por subir le decía:
«Espere», metía la mano en una bolsa y se hacía el que buscaba, de pronto
sonreía, sacaba una linterna y se la daba al vecino; «aquí tiene». Al ver todo
eso, comencé a masajearme la frente; de pronto miré a Fabio, le dije:
—¿No podemos ir a mi casa y discutir cuáles son nuestras verdaderas
opciones?
—Ya ves que no —dijo señalando a los demás—. Vamos, ánimo… yo tampoco
sé lo que está pasando. Vayamos a ver…
Y sin decir más nada, se fue detrás de los otros. Miré el cielo. Desde
el sur, avanzaba una tormenta. Comencé a subir el terreno para avisarles de
esas nubes negras. Arnaldo iba en zigzag, esquivando pinos.
—Cuidado —decía de pronto—, ahora viene una bajadita…
Y luego:
—Ojo acá… hay un pozo.
Desde atrás, les grité:
—¡Viene una tormenta!
Apenas si me miraron. Siguieron a Arnaldo hasta que se detuvo.
—Ahí está —dijo, y señaló con su linterna.
Hubo murmullos. Pegué unos saltitos, porque a esa altura yo también
quería ver. No vi nada; subí un poco más y me detuve de golpe al ver una gran
estatua.
—Este es el hombre marino —informó Arnaldo y arrancó a contar—: lo vi
por primera vez cuando tenía seis, siete años… nunca, nadie, supo decirme quién
trajo esta estatua acá ni por qué… pero...
Y siguió con la historia. Los vecinos habían formado un círculo
alrededor de la estatua y escuchaban a Arnaldo con atención. Yo me perdía casi
todo lo que iba diciendo; tenía el ánimo por el piso y al parecer mis pocas
fuerzas se iban administrando solas, según la necesidad: únicamente escuchaba
las partes que me alarmaban.
—… ahora solo queda voltearla y llevarla a la plaza… —decía Arnaldo.
Volví a perderme. Miré la luna; me pareció un testigo blanco y fiel. El
único testigo que pronto desaparecería, porque la tormenta seguía avanzando.
—… con un sistema de poleas subimos la estatua al pino…
¿Era yo el único que advertía la barbaridad de lo que decía Arnaldo?
Miré los rostros de los demás y me pareció que sí. Solo en la cara de Fabio
noté algo de ironía. Me acerqué a él. Desde atrás, le tironeé la campera.
—Acompañame… —le dije, y nos alejamos un poco—. Fabio, en serio te
pregunto… ¿qué es todo esto?, ¿de qué poleas habla Arnaldo? Mirá, apenas si
puedo comprender estar acá parado… imaginá lo que me está pasando con todo el
resto…
Sonriendo, Fabio me dijo:
—Tenés que calmarte. No voy a negarte que Arnaldo está apuntando lejos,
lejísimos. Pero, ¿no es así como al menos va a lograr llegar hasta la mitad?
Miralo, casi que delira… planea esto desde hace días, debe tener fiebre. No
vamos a desanimarlo, ¿o sí? Además, los tiene hipnotizados… mirá cómo lo
escuchan. Miralo a Víctor… parece que tiene de nuevo veinte años. Ya sé,
hagamos lo siguiente: hoy no vamos a poder colgar la estatua del pino…
—Ah, ¿no? —pregunté irónicamente.
—… dejá esa actitud…, pero para arrancar vamos a llevar la estatua a mi
casa. No sé qué se imagina Arnaldo… él lo quiere dejar todo listo hoy, pero no
tiene absolutamente nada para hacer lo que pretende… cuando le pregunté si
tenía listas las poleas, se hizo el que no me escuchaba… y es más… —Fabio me
tomó del brazo y me arrimó junto a él, para hablarme al oído—… no quiero tirar
leña al fuego pero… quiere colgar la estatua del pino y creo que no tiene muy
claro para qué…
Lo miré fuerte, pidiéndole una explicación. Fabio se puso nervioso.
—… no, no sabe decirme para qué…
Lo seguí mirando.
—No tiene idea —confesó al fin.
De pronto escuché que Arnaldo decía mi nombre.
—… y Rafael que es alto le pasa la soga alrededor del cuello… Rafael:
¡venga!
Quedé paralizado, así que me tuvieron que llevar a la rastra. En un
segundo me encontré parado frente a la estatua, con la soga en los brazos y
rodeado por los rostros expectantes de los vecinos. Fue entonces cuando escuché
el primer trueno; me despabilé y miré al hombre marino.
—Yo no pienso tocar esta cosa —dije señalando la estatua— hasta que le
saquen esa pollerita...
—Como siempre no escuchó nada… —dijo Esther, por lo bajo.
—Le ruego —me dijo Arnaldo, que tenía esa costumbre de rogar— que le
pase la soga de una vez… lo de la pollera ya se habló, lamento si usted estaba
en la luna de Valencia.
Iba a obedecer, pero no pude evitar mirar de nuevo la pollera. El
hombre marino tenía puesto una especie de tul traslúcido, tan pequeño, que solo
lo cubría por delante. Alguien, entonces, se había tomado el trabajo de
adherirle unas soguitas y atar esas sogas atrás.
—Ustedes disculpen… —les dije—, pero el tulcito ese solo puede ser obra
de un maniático enfermo… de un loco. No sé ustedes, pero yo no quiero estar
involucrado en el robo de su estatua…
Hubo quejas y murmullos. Arnaldo suspiró fuerte.
—Justamente —me dijo con una sonrisa perturbada—, por eso decidimos
dejarle el tul. Porque, y ahí coincido con usted, le da un toque de locura… y
ese es, en parte, nuestro mensaje —Me alumbró la cara con la linterna.
Había comenzado a llover. Sintiendo muy dentro mío que ya no había vuelta
atrás, enlacé al hombre marino y con la ayuda de Fabio lo derribamos. La
estatua cayó y me dejó en el alma la huella de un sonido. Tuve en ese momento
la extraña certeza de que si existía un destino, si el destino tenía un sonido,
tenía que ser parecido a ese. Los vecinos aplaudieron, pero no sonó a festejo.
El aplauso fue como en voz baja y sonó a respeto, a sumisión a algo que era más
grande que nosotros mismos. Solo hizo falta eso, tirar de las sogas; el día
anterior Arnaldo se había ocupado de socavar la base de la estatua. Dijo que lo
había hecho a medianoche. Aseguró que, a excepción de don Natalio que le
sostuvo la linterna, nadie lo vio.
—Después vamos a hablar de todo esto… —le dije a don Natalio.
Tirando de las sogas, comenzamos a bajar la estatua por un terreno ya
resbaladizo. La tormenta se había desatado. Desde el cielo caían verdaderos
baldazos de agua. El color negro de la noche se había vuelto más negro. Todo
alrededor nos echaba y nos mostraba lo inconveniente de seguir adelante; así suele
pasarles a los que no se resignan. Así la tormenta era más contra don Natalio y
contra Arnaldo, contra esos dos hombres que no estaban dispuestos a ser
razonables. Pero se olvidaba la tormenta de que intentaba hacerlos declinar,
justamente, a través de razones. «Hace frío», «hay alerta meteorológico».
Razones muy buenas, sí. Pero, ¿de qué servían si iban dirigidas a dos
soñadores? En su mundo disparatado, señalarles el cielo y decirles «Mejor
vayamos yendo» hubiese sido como señalarles las montañas a los peces. ¿Cómo
podía entonces ponerme del lado del clima, ignorar a mis vecinos y salirme de
todo eso? Los veía tirar penosamente de la soga y no avanzar casi nada. Por eso
le pedí a Fabio que fuera con Arnaldo y lo mandara de mi lado a don Natalio.
Así hizo; las fuerzas se equilibraron, seguimos tirando de las sogas. Yo no
paraba de gritar: «¡Usted está loco don Natalio!». Yo no paraba de quererlo.
Llegamos, al fin, a la calle. Ahí se terminó nuestra aventura. Porque
la estatua fue a parar a una laguna que se había formado. No pudimos preverlo.
Con todas nuestras fuerzas intentamos sacar la estatua de ahí adentro. Pero fue
inútil. El hombre marino quedó semienterrado en la arena, casi bajo el agua.
Subimos a los autos. La lluvia en nuestra ropa tenía olor a estafa y
desengaño. Era medianoche cuando dejamos atrás la esquina y la estatua.
V
Regresé al lugar la tarde siguiente. Ya estaban los vecinos tirando de
las sogas. El hombre marino no se movía ni un milímetro.
—¡Tiren! —gritaba Arnaldo e iba de acá para allá alrededor de la
estatua.
—¡Fabio! —lo llamé—. Vení, vení un segundo…
Soltó la soga y se acercó.
—Mi querido Fabio —le dije—, tengo miedo de estar volviéndome loco…
decime: ahí veo tu camioneta. Sé que tenés una linga… sí, veo en tu cara que
nos vamos entendiendo… entonces, la pregunta es… esa misma... pero dejame
hacerla igual así me quedo tranquilo: ¿por qué estando ahí tu camioneta tenemos
a los abuelos tirando de las sogas?
—Te juro que no sé —respondió y me miró preocupado—. Vení…
Se corrió solo tres pasos, se detuvo y volvió a mirarme. Agitado, me
dijo:
—Están empecinados… están… no sé; no sé pero quieren tirar ellos de las
sogas. Llegaste tarde, pero ya estuve discutiendo un buen rato. Víctor, Esther
y Viviana no son el problema… el problema es Arnaldo y tu amigo.
Me acerqué entonces a don Natalio. Le di un beso en la cabeza, le dije:
—Me tiene preocupado, hombre… ¿no ve que es inútil? Además, mírese…
desde ayer no para de toser…
—M´hijo… usted lo único que ve de todo esto es si la estatua se mueve o
no.
—Claro… —dije con tranquilidad.
Sin dejar de tirar de la soga, don Natalio me miró con tristeza. Sacudí
la cabeza y me alejé.
—No te enojes —me dijo Fabio—. No podemos negar que don Natalio tiene
poesía… y no es solo eso… durante estos años logró un montón de cosas.
Me crucé de brazos.
—¿Qué son esas sillas? —le pregunté.
—Esa es la otra: dijeron que después van a hacer una sentada alrededor
de la estatua… en forma de protesta…
—Pero entonces… ahora sí que no entiendo nada… ¿no es que quieren sacar
la estatua de ahí? Y además, decime una cosa… protesta de qué…
Fabio miró a Arnaldo y a don Natalio y sonrió. Me dijo:
—No sé… ya nos enteraremos. No trates de entenderlos… porque vas a
pasarla mal.
Fabio volvió con ellos. Fui y me senté junto a Esther.
—¿No vas a ayudar? —me preguntó.
—Sí —respondí—. Los ayudo sentándome acá… siendo ejemplo de cordura. ¿Y
usted?
—Ya estuve con ellos… me cansé; tomo un poco de aire y vuelvo… —En su
tono no advertí rencor contra mí, ni doble sentido.
Fui al auto a buscar una botella de agua para Esther. Volví a sentarme
y miré a los vecinos. Seguían tirando de las sogas. A Arnaldo le gustaba mucho
gritar: «¡Tiren!». De vez en cuando se los rogaba. Fue en uno de esos ruegos
cuando al parecer don Natalio tiró demasiado, resbaló y cayó en un charco. Miró
a todos y comenzó a reírse, a reírse mucho. Su risa era tierna y ronca. Sentado
en el charquito, hacía una seña con la mano para avisarnos que no pasaba nada y
que estaba bien. Me incliné sobre él; prácticamente le tuve que hacer upa.
Cuando don Natalio estuvo de pie, Arnaldo gritó:
—¡No perdamos más tiempo!
Lo miré para ver si nos estaba cargando. Pero no; Arnaldo ya estaba
agarrando una de las sogas. Don Natalio tomó la otra.
—Usted no va a parar, ¿no? —le dije entonces—. No va a parar hasta
volverme loco… —Y mis manos ya estaban junto a las suyas, tirando de la soga.
VI
—Por hoy es suficiente —dijo Arnaldo.
Él y don Natalio planificaron los horarios de la sentada.
—Vamos a plantarnos acá hasta que algo ocurra… —nos dijo Arnaldo.
Y luego se alejó diciendo: «Algo tiene que ocurrir».
Al tercer día de la sentada nada había ocurrido. Y de los seis o siete
que éramos al principio, solo quedábamos don Natalio, Arnaldo y yo. Y yo a
medias, porque solo iba para acompañar a don Natalio.
Llegaba todas las tardes cerca de las cuatro. En el auto, incluso desde
lejos, alcanzaba a ver a don Natalio y a Arnaldo sentados en las sillas,
inmóviles y silenciosos, en esa esquina anónima. El bosque les hacía de fondo y
ellos, de tanto estar ahí, ya se parecían más al paisaje que a los hombres. La
estatua estaba ahí tirada, también desde hacía días, pero no se parecía al
bosque sino a algo que no tendría que existir. Yo estacionaba el auto, casi
siempre pensaba algo como «Quién me manda» o «Por qué», pero entonces don
Natalio levantaba la mano y sonreía. Así de golpe, la cara de mi amigo lo
llenaba todo y no me dejaba lugar ni tiempo para arrepentirme. Entonces me
bajaba del auto, casi decidido, y me acercaba sonriendo. Me sentaba en la silla
—siempre había varias sillas más, vacías—; miraba el cielo: las mismas nubes;
miraba a don Natalio y a Arnaldo: los mismos tipos; el hombre marino: sobre
todo esa estatua, la misma de siempre.
Ahí me quedaba un par de horas y no hacía nada, absolutamente nada. A veces
lo pateaba a don Natalio, despacito, para ver qué pasaba. Él me lanzaba una
mirada de reprobación, pero yo sabía que en el fondo le gustaba. Es más, un par
de veces, él la empezó porque, sin que yo le hubiese hecho nada, me metió una
patada en el tobillo, no tan suave.
Cuando comenzaba a bajar el sol, nos entendíamos y empezábamos a juntar
las sillas y lo poco que teníamos. Yo llevaba a don Natalio hasta su casa y
cuando volvía a la mía, y cerraba la puerta, sentía, extrañamente, que mi día
se terminaba y que no volvería a empezar hasta el día siguiente, a las cuatro
de la tarde. Porque así me recuerdo esas tardes junto a la estatua. Hundido en
un tedio absoluto, que por ser tedio no tenía ningún matiz, ni pico ni nada.
Pero también sintiendo, aunque solo por momentos, que algo sí estaba
ocurriendo. Y en esos momentos, entonces, estar ahí tenía más sentido —o al
menos era mejor— que estar en cualquier otro lado. Pero eso no me duraba mucho.
Y otra vez volvía el tedio, gris y traidor.
—¡Qué aburrimiento don Natalio! —le dije uno de esos días—. Esto no se
termina más… Esta estatua es una de las formas de la eternidad… y si nos
juntamos mucho con ella, vamos a quedar pegados. Todo esto… usted, Arnaldo, yo
y el tipo este… esta escena un día va a congelarse y vamos a quedar acá
atrapados, como en esos mitos… ¿vio? Sería mejor que vayamos yendo… Vamos,
vamos ahora que podemos… —dije y me levanté.
Arnaldo y don Natalio se codeaban y sonreían. Volví a sentarme.
—¿Ya se hizo ver esa tos? —le pregunté a don Natalio.
—La tos no se ve, se escucha —dijo Arnaldo y se levantó—. Yo voy yendo…
nos vemos mañana…
Lo miré alejarse.
—Usted y este tipo me tienen cansado… —dije—. Además, adónde va… ¿por
qué tiene esos zapatitos?
—Va a su clase de tango… —Y mientras miraba los pinos, como al pasar,
don Natalio dijo—: todos necesitamos inventarnos una vida… —Cebó un mate y me
lo pasó.
VII
La tos empeoró con los días.
—No se lo dije porque sabía que iba a ponerse así… —me dijo.
Don Natalio estaba muy enfermo; aun así iba todos los días a esa
esquina, se sentaba al lado de la estatua y pasaba la tarde ahí.
—Voy a quedarme acá… —Era lo único que decía cuando yo insistía en
llevarlo al hospital.
Yo me quedaba callado unos minutos; de pronto no me aguantaba y le
decía:
—Por favor… déjeme entonces llevarlo a su casa.
Era así constantemente. A veces no me respondía; a veces me decía:
«Déjeme en paz».
Una tarde estábamos solos, eran cerca de las seis y estaba
anocheciendo. Yo ya no sabía qué hacer; de reojo miraba a don Natalio, a mi auto,
al hombre marino.
—¿Vamos yendo? —La voz me temblaba.
Por primera vez en todos esos días, don Natalio me dijo algo distinto.
—¿De qué tiene tanto miedo? —me preguntó.
Me incliné frente a él.
—No sé, no sé… no soporto verlo así… por favor, hace mucho frío…
mírese, está desabrigado… ni siquiera me di cuenta… —Me saqué mi gorrito y se
lo puse. Le acomodé bien su bufanda—. Por favor… —dije y le agarré las manos—
vayamos a mi casa.
Don Natalio me dio unas palmaditas.
—No se ponga así… ahora, en un rato vamos… pero ya no quiero que me
trate así. Deje de mirarme como si yo fuera nada más que un viejo… ¿no me
conoce? Soy yo... y al mismo tiempo voy dejando de ser yo… así que ya no se
preocupe tanto, le prometo que ya no tengo frío, ni tengo hambre…
Yo negaba con la cabeza.
—No quiero. No… no… —dije en voz baja—. Usted no va dejando de ser
nada… usted es don Natalio…
Y como no podía mirarlo a los ojos, una y otra vez le acomodaba la
bufanda, aunque no hiciera falta.
VIII
Y dos semanas después, don Natalio se murió.
IX
Hasta que pudo, don Natalio se quedó junto a la estatua. Yo iba todas
las tardes a verlo. Pero ya no le insistía con el hospital ni con nada. Me
sentaba al lado de él, le ponía mi gorrito —y cuando hacía eso, él soltaba su
risa ronca—, le cebaba mate. A veces, a lo lejos, lo veíamos venir a Arnaldo.
Yo codeaba a don Natalio y le decía: «Mire, ahí viene zapatitos».
Así pasaron esas tardes; cada tarde don Natalio estaba un poco peor.
Hasta que un día —todavía no había bajado el sol— él mismo me pidió que lo
llevara a la casa.
X
Unas semanas después me crucé con José, un hombre que
tenía casa en el pueblo y que venía de vez en cuando. Le había llegado el rumor
de la estatua y de mí, pero sobre todo de un viejo que se sentaba todas las
tardes en esa esquina; me preguntó qué hacía «el viejo ese ahí».
Le conté entonces de los vecinos y de Don Natalio en
aquel corte fracasado.
—… y cuando nos tiró el auto encima, don Natalio me
agarró la mano, abrió los brazos y miró de frente al tipo…
José me miraba, pero no parecía muy interesado.
—… era de noche, estábamos ahí arriba y se largó la
lluvia, ¿vos creés que arrugaron? Él y Arnaldo fueron los primeros en agarrar
las sogas… y entonces…
—Pero pará un poquito… —me interrumpió—, qué hacían
ahí sentados, al lado de esa estatua… Además, en esa esquina no hay nada…
—Esperá, esperá… —le dije.
Y seguí contándole de la noche de la tormenta.
—… a duras penas pudimos bajar la estatua; tendrías
que haber visto… el terreno parecía un río de arena, había relámpagos, no
veíamos casi nada… Un rayo nos cayó ahí nomás —Mentí—, cayó ahí, justo de donde
acabábamos de sacar la estatua… un minuto antes... escuchame José: un minuto
antes y no la contábamos…
José se había cruzado de brazos y llevaba los ojos de
acá para allá. Yo estaba orgulloso de esa noche y quería contarle quién había
sido don Natalio; miré a José con ansiedad.
—Me comentó una vecina —dijo él— que cortaron la calle,
y que después se reunían ahí donde tenían la estatua… decime, ¿ustedes se
quieren meter en política?, ¿alguno querrá un puestito?
Yo sacudía la cabeza.
—No, no, ¿qué puestito? Escuchá esto: al otro día,
cuando llego, me lo encuentro a don Natalio tirando de las sogas… la estatua no
se movía ni un poquito, pero el tipo seguía tirando igual… Y los días que
siguieron, don Natalio siempre ahí plantado… no faltó, creo que no, que no
faltó ni un día… y eso que ya estaba mal…
A José le importaba un carajo. Ignoraba todo lo que
yo le contaba y una y otra vez me salía con el tema de la política, del
puestito. Yo ya me estaba cansando. Lo interrumpí, pero él continuó. Hablé
encima de lo que él decía y él hizo lo mismo conmigo; en cuanto pude volví a
decirle que el tema de la estatua nada tenía que ver con la política.
—… nada que ver… ni la estatua ni don Natalio; don
Natalio no era de ningún partido ni quería meterse en política…
José entrecerró los ojos y me miró como si no me
entendiera. Pero no por culpa de él, sino por culpa mía; me miraba como si yo
estuviese diciendo cualquier cosa.
—… bueno, a ver —dijo y revoleó los ojos—, entonces
decime por qué Don Natalio hacía todo eso, por qué pasaba las tardes ahí, qué
hacía…
Bajé la cabeza, pensé un poco. Luego levanté los ojos
y miré a José.
—No sé —le dije; y era la verdad.
XI
Dos días después del encuentro con José, hablé con don Natalio. Fue en
un sueño muy parecido a la realidad o en una realidad muy parecida a un sueño.
De sueño tenía esa aparente falta de lógica, y que lo recordé cuando me desperté.
De realidad tenía los ojos de don Natalio, que realmente estuvieron conmigo, y
me miraron.
—¿Cuánto cuesta eso que vende? —me preguntó, y señaló mi mesa.
En la mesa había unos bocaditos; unos eran de chocolate y los otros de
dulce de leche. Yo le decía los precios. Esos precios coincidían, justamente,
con los presupuestos que yo pasaba por trabajos de diseño gráfico. Todo era muy
raro; jamás vendí bocaditos y don Natalio no solía preguntarme ese tipo de
cosas. Pero era un sueño, y no me sorprendía.
—… pero usted no —le decía a don Natalio—, no quiero que me compre
nada...
Después no sé qué pasó. Pero de pronto don Natalio dijo:
—Me tengo que ir —Y ya estaba muy enfermo.
Yo veía nada más que su cara. Sobre todo sus ojos, que estaban
conmovidos y que se estaban despidiendo de mí. A mí mismo no me veía, pero sé
que asentí, también conmovido.
—Escuche… —me dijo don Natalio—. Cada uno se arma su propio bolso, para
vivir y para morirse…
Yo asentía. Fuera de la cara de don Natalio, todo era negro.
—… yo le ayudé a armar el suyo, pero no podía decirle qué poner…
Lo negro crecía cada vez más y la cara de don Natalio se me iba
tapando; yo tenía la sensación de ser empujado y caerme. Y como alrededor no
había más que negro, una y otra vez me caía en sus ojos.
—Hágale una marquita… después va a reconocer su bolso no tanto por el
bolso, sino porque va a ver su marca…
Don Natalio me miraba fijamente. Su voz ya no salía de su boca, sino
que me llegaba desde muy lejos.
—Los demás no ven la marca, porque no la entienden… —me dijo.
Sus ojos fueron creciendo y taparon el negro. Yo ya no veía nada, pero
igual supe que don Natalio se levantó de la silla; y la silla no era más la de
mi casa, sino la que estaba junto a la estatua. Todo se volvió invisible y
quedó suspendido en ese plano, entre la realidad y el sueño.