miércoles, 29 de mayo de 2019

Papá al mediodía

Fue siempre tan libre que nunca lo supo.


Esta es la historia de mi papá, vista a través de mí. Su verdadera historia comenzó mucho antes y solo a él le pertenece. Pero sí, al menos, quiero guardar estos recuerdos. Sé que fueron momentos verdaderos de papá y que, si pude verlos, son también una parte de mí.
Yo era muy chica la primera vez que noté algo extraño en papá. Estaba jugando en la habitación con mis hermanas y de pronto escuché la lluvia golpeando en la ventana. Abajo, el ir y venir de mamá cerrando las demás ventanas y las puertas. Siempre que comenzaba a llover y que el viento anunciaba una tormenta, había un revuelo. Y era así porque la casa donde pasé mi infancia y mi adolescencia estaba frente al mar.
Como tantas otras veces, escuché los golpes del viento y quise mirar hacia afuera. Me asomé un momento a la ventana y luego volví a jugar. Pero no pude. Algo me distraía, algo me llamaba desde la ventana. Me asomé otra vez. Y entonces vi a papá inmóvil, sentado en la arena, bajo la lluvia. Solo en medio de la playa desierta. Miraba hacia el mar y yo veía su espalda, su pelo largo sacudiéndose con el viento. A pesar de que era muy chica —tendría unos diez años—, recuerdo lo que sentí. Una fuerza emanaba de papá y me atraía como un imán. Yo quería acercarme. Estaba como sorda y no recuerdo de ese momento más que papá y la playa; ni siquiera llegué a preguntarme qué estaba haciendo o por qué no entraba a casa.
Al fin papá se levantó y comenzó a acercarse. Ahí salí del trance en el que estaba y llena de curiosidad fui hasta la cocina. Justo en ese instante, él entró. Estaba empapado, sonrió al verme. Hizo algunos comentarios sin importancia, como si nada hubiera ocurrido. Lo miré con insistencia, tratando de descubrir una pista, algo que me ayudara a comprender lo que había visto minutos antes. Pero no hubo nada.
Nunca le pregunté sobre ese momento. Porque por un lado, mientras miraba a papá en la playa, había sentido esa atracción. Pero, por el otro y con igual fuerza, había sentido rechazo. Rechazo no hacia papá, sino de toda aquella situación hacia mí. La imagen que había visto me empujaba y me decía que yo no pertenecía a ese espacio: a papá solitario bajo la lluvia. Entonces había sentido respeto; más de una vez había desviado la mirada para dejar solo a papá. Fue por esa razón que nunca le dije nada. Y pasó mucho tiempo hasta que pude comprender algo de lo que vi ese día.
Esos años se fueron calladamente. Mi infancia junto al mar fue feliz. Si tuve un barrio, fue el mar. Los cien metros que separaban mi casa de la orilla. Ahí están mis raíces; son raíces en el agua. Ahí aprendí a nadar. Ahí aprendí a pescar. Ahí también aprendí a mirar el sol y saber la hora. Todo en el mar, todo me lo enseñó papá. Y también fue en el mar donde sufrí por primera vez.
Esa tarde aún quedaba algo de claridad, pero pronto anochecería. En casa estaban mis tíos. Los chicos bajamos a la playa. No recuerdo qué estaba haciendo cuando de repente escuché risas y gritos. Mis hermanas y mis primos se sacaban la ropa y corrían hacia el mar. Uno de mis perros iba tras ellos. Me paré de un salto y traté de detenerlos. Aunque yo también solía entrar al mar, ese día no dudé en quedarme. Era otoño, hacía frío, y además recordé las palabras de papá. «Mirá el mar —me dijo una vez—, está cerrado. No quiere que entremos». Con el tiempo, fui comprendiendo a qué se refería. Y ya sabía acerca de derivas y vientos, de mareas y pozos. Y sin embargo, de nada me servía, porque aún no lo había sentido.
Pero esa tarde, cuando mis hermanas y mis primos entraron, miré el mar y por primera vez sentí que estaba cerrado. Corrí hasta casa. Dije lo que pasaba, pero los adultos no llegaban a entenderme. Entonces dejé de responder a las preguntas que me hacían y miré solo a papá; le dije que habían entrado. Y vi cómo su expresión se fue transformando y cómo le cambió por completo cuando agregué «y el mar está cerrado».
Papá corrió hasta la puerta, agarró dos tablas de barrenar y cruzó la playa a toda velocidad, cortándola en diagonal. Fui detrás de él. Imaginé lo peor cuando a lo lejos vi a una de mis hermanas. Corría hacia nosotros y levantaba las manos. Papá llegó hasta ella y se quitó la ropa; mi hermana gritaba y señalaba el mar. Llegué segundos después, dispuesta también a entrar. Pero mi hermana me detuvo. Lloraba, a medias comprendí lo que había pasado: «Dana. Clara y Joaquín. El perro. Se los llevó». Y esto sí muy claro, porque mientras lo decía me agarraba de un brazo para detenerme: «Papá dijo que no entremos, que no se la compliquemos más». Corrí hasta la orilla. Anochecía, apenas lograba distinguir las figuras. Vi que alguien se acercaba en una tabla; a los segundos reconocí a mi hermana. Fui a su encuentro, la ayudé a salir. Un momento después, salió Joaquín. Quiso decirme algo, pero no pudo. Tenía la cara dura, la boca trabada por el frío. Yo ya sabía que papá saldría del agua solo, sin Clara. Probablemente papá también lo supiera, pero siguió buscando. Se hundía en el agua y aparecía luego en otro lugar, gritaba el nombre de mi prima, nadaba en todas las direcciones. Así durante media hora. Media hora que presentí tan inútil como necesaria. Ya habían bajado mis tíos, ya habían llamado a la ambulancia. Salió papá del mar. Gritaba. Lloraba sin lágrimas. Sus gritos eran hirientes e insondables, como alaridos. Se dejó caer en la arena, con la cara apuntando al cielo. El perro estaba nervioso y gemía, daba vueltas alrededor nuestro. Finalmente, se sentó al lado de papá. El cuerpo de Clara apareció al día siguiente, por la mañana. No tienen que ver solo con mi prima los recuerdos de ese día, sino también con el perro, con algo que meses después me dijo papá.
Un día yo estaba en la orilla y el perro se sentó junto a mí. Estaba mojado porque había entrado al mar; era mezcla con Terranova, una de esas razas que nadan bien. De pronto recordé a mis hermanas y a mis primos metiéndose al mar. Pero sobre todo recordé que el perro había entrado con ellos. Y que después, más tarde, se había sentado junto a papá. Entonces me acordé. En medio de la espera, yo había visto su cabeza, asomada sobre el nivel del agua, nadando hacia nosotros. Más tarde le pregunté a Dana y me dijo que el mar también se lo había llevado. No pregunté más nada porque, en el fondo, no comprendía qué era lo que quería saber.
Habían pasado muchos meses desde aquella tarde, quizás un año. Estaba en mi habitación y de pronto escuché el viento y enseguida la lluvia. Me acerqué a la ventana para ver el mar. Allá lejos, en mitad de la playa, había unos caballos. Estaban inmóviles, bajo la lluvia. Eran caballos negros, salvajes y hermosos. Me quedé mirándolos con una sensación extraña. En ese momento golpearon la puerta. Papá entró a la habitación, se acercó a mí. Como un relámpago volvió a mí una imagen.
—Vos, los caballos… —dije en voz baja.
Mis diez años, la tormenta, papá inmóvil bajo la lluvia, su belleza y su lejanía. Los caballos salvajes. Habían comenzado a caminar lentamente.
—¿Qué pasa? —me preguntó.
Le di la mano, no dije nada. Unos segundos después, entró el perro. Estaba mojado.
—El perro… —Hice un silencio y luego pregunté—: ¿qué pasó ese día con el perro?
Papá no respondió, pero su gesto se había ensombrecido. Sabía de qué le hablaba.
—Clara sabía nadar muy bien… —agregué.
Él me apoyó la mano en el hombro. Y como si pudiera leerme el pensamiento, ató mis comentarios sueltos y dijo en voz alta mi pregunta, la pregunta que yo no sabía hacer.
—Ya sé… —dijo con tristeza—, vos querés saber por qué el perro pudo salir… ya sé lo que pensaste: el perro ya es viejo, Clara sabía nadar bien… ¿por qué?
—Sí —dije.
Se quedó pensativo. Yo lo miraba con ansiedad porque intuía que él tenía una respuesta. Pero a la vez estaba muy asombrada, porque eso era exactamente lo que me había estado preguntando. Incluso «el perro ya es viejo», esas mismas palabras, las había pensado un minuto antes. Al fin papá me miró a los ojos.
—Hija… no sé por qué pasan las cosas. Pero sí pensé mucho en eso mismo que vos te preguntaste… y mirá…
Entonces dijo algo que no voy a olvidarme más:
—El perro no se olvida de que sabe nadar. Por su naturaleza, no puede olvidarse. Nosotros sí, el miedo puede hacernos olvidar. El perro siguió nadando, nada más. Habrá llegado un momento en que la deriva lo sacó del chupón, o algo así, y al final llegó a la orilla.
Comprendí que papá, sin darse cuenta, me estaba dando la pista de algo importante. Allá en la playa, los caballos caminaban despacio. Iban muy juntos, bajo la lluvia.
Pasó el tiempo. Papá aún era ágil, pero había dejado de hacer algunas actividades. Y aunque lo conocía bien, me costó aceptar que las cosas ya no eran como antes. Sin embargo, él volvía una y otra vez a sorprenderme. A veces lo veía haciendo algo, por ejemplo, podando un árbol. Papá trepado al árbol, cortando una rama alta, yendo de acá para allá, casi sin mirar. Aún lo veía más joven de lo que era. Él tendría sesenta y cinco. Yo veinticinco. Fue por esa época que hicimos un viaje a las montañas. Acampamos en las afueras de un pueblo. Además de nosotros, había tres o cuatro carpas más y estaban muy lejos. Uno de esos días, por la tarde, escuchamos gritos. Venían desde lejos, traídos por el viento. Guiados por el sonido, fuimos para ver qué estaba pasando. Caminamos hasta que advertimos que los gritos provenían desde arriba de un árbol. Ahí estaban un chico y una chica, de unos diez años.
—Están muy alto —observé impactada.
—Sí… —dijo papá.
Los chicos no nos habían visto. O sí, pero no les importaba. Abrazados a una rama, se sacudían violentamente y gritaban «¡¡¡Eeeeeeeeeee!!!». Enseguida risas y más «¡¡¡Eeeeeeeeeee!!!». Luego el eco en las montañas. Los miramos en silencio. El rostro de papá estaba muy atento, pero no preocupado.
—¿Cuánto mide ese árbol? —le pregunté.
—Unos diez metros —respondió sin dudar.
—¿Vas a decirles que bajen?
Negó con la cabeza y nos advirtió:
—No les digan nada.
Los chicos seguían sacudiéndose. Estaban descalzos, casi desnudos. Tenían el pelo largo, despeinado. Pasó un buen rato hasta que comenzaron a bajar. Papá me tocó un hombro.
—¿Lo viste? —me preguntó.
—¿Qué cosa?
—El chico… no va a poder bajar… —afirmó a modo de sentencia.
Miré hacia arriba.
—Pero mirá —le señalé—, ya está más abajo que la nena.
Papá sonrió, me miró con ternura. Dijo:
—Te dejás engañar y mirás solamente la distancia al piso.
No entendí del todo y él se dio cuenta. Esperé a que me diera una respuesta, pero nada más agregó:
—Mirá bien.
Levanté la mirada y observé. No solo al chico, no solo al árbol, sino más allá de eso. Entonces noté que el chico estaba dudando. Era algo casi imperceptible, pero una vez que lo vi no pude dejar de notarlo. No tenía que ver con la expresión del nene, que aún parecía tranquila. Ni con la forma en que pisaba. Papá me dio un golpecito.
—Ya te diste cuenta —me dijo sonriendo, pero sin dejar de mirar al nene.
Me pregunté cómo lo sabía. De pronto un tropiezo, el ruido de una rama, el chico aferrado al árbol con los ojos abiertos. La nena había dado los últimos saltos y estaba abajo. Miró hacia arriba.
—¡Te gané! —gritó.
Y luego:
—¡Dale!, bajá de una vez…
El nene miraba una rama, la más cercana. Estiró el pie hacia ella.
—¡Si bajás ahí —dijo papá—, después no tenés por dónde seguir!
Era cierto. El árbol marcaba una ruta. Pero el nene bajó de todas formas y estuvo un rato sobre la rama equivocada, viendo por dónde bajar. Y cuando al fin comprendió que no había camino, se asustó mucho.
—¡Voy a pedir ayuda! —gritó la nena.
Iba a salir corriendo, pero papá la detuvo. Luego se descalzó. Y antes de que yo o mis hermanas pudiéramos decir algo, corrió, dio un salto, y apoyándose con el pie en el árbol, lanzó una mano al aire y alcanzó la rama más cercana —que no era tan cercana—. La más chica de mis hermanas aplaudió y comenzó a saltar en el lugar.
—Ese es mi papá… —le dijo a la nena.
Subió de rama en rama con gran agilidad. Una vez más lo vi hermoso, y sentí esa indescriptible lejanía, esa necesidad de querer mirar y querer cerrar los ojos. La misma lejanía sentiría ante las montañas, esa misma tarde. Papá ya estaba junto al chico. Se acercó y le habló en voz baja; el nene se fue calmando. Entonces papá se agachó, el chico pisó en su hombro y alcanzó la rama por encima de su cabeza, subió hasta ella. Papá subió después, volvió a agacharse; el nene se le subió a la espalda y con sus brazos le rodeó el cuello. Así bajaron del árbol. En ningún momento papá miró hacia la tierra o hacia nosotras. Parecía conocer ese árbol. Parecía escuchar cada crujido y saber si podría o no continuar por ese lugar. Llegaron al suelo enseguida. El nene dijo «Gracias» y se fue corriendo. Por la tarde, al mirar las montañas, tuve un pensamiento extraño.
—Papá… ¿ves la montaña que está allá? La que está más lejos, justo frente a nosotros.
—Sí, esa. La más anaranjada —La señaló.
Asentí y luego dije:
—Bueno, ¿sabés lo que me pregunto? Si yo caminara y caminara, y me fuera acercando a esa montaña… ¿esa montaña es real? Quiero decir, ¿llegaría alguna vez hasta ahí, hasta la base, y podría tocarla?
Me miró sonriendo, muy profundamente.
—Sí —respondió—, pero ya no sería la montaña. Lo que tocarías sería solo una roca, pero no la montaña. No se puede tocar la naturaleza, eso que es vibrante y eterno, pero sí puede sentirse. Puedo tocar un árbol, pero no el bosque… así es con todo. Más de una vez yo quise tocar el mar y no solo el agua…
Habían pasado varios años desde ese viaje cuando empecé a sentir algo extraño. Tenía la sensación de que durante el día se me anunciaban cosas importantes, en letras enormes, pero con la condición de que podría leerlas por la noche. Y cuando al fin llegaba la noche, era como si me hubiera olvidado de leer. Como había dicho papá: el miedo podía hacernos olvidar. Algo invisible y pesado flotaba en el aire. Nunca en mi vida me sentí tan cansada. Y como siempre, papá se dio cuenta. Y con una cara que yo adivinaba llena de compasión —no era lástima—, pasaba a veces junto a mí, me acariciaba la cabeza, y seguía de largo. Supe una sola cosa: no tenía que preguntarle nada.
Esa mañana bajamos a la playa muy temprano. Amanecía. Recuerdo mil detalles, tal vez porque en el fondo ya estaba sensible. Me enojaba saber que algo estaba pasando, y no saber qué era. A medida que pasaron las horas, comprendí que tenía que ver con papá. Tiramos las cañas. El mar estaba oscuro, cerca del horizonte y lejos nuestro. Yo apenas podía distinguir la arena del agua. Me senté junto a papá, lo abracé y apoyé mi mano en su hombro. Pero enseguida la saqué, como si me quemara. De repente había notado lo flaco que estaba. Me quedé intranquila, inquieta. Desarmé la caja de pesca y la ordené. Junté piedras de la orilla. Preparé mate. Volví a sentarme al lado de papá, miré fijamente el mar. No entendía qué me pasaba, pero apenas podía contener el llanto. Iba a pararme de nuevo, pero papá me detuvo.
—Vení…
—No, dejá… —Pero volví a sentarme.
—Ya no te preocupes —me dijo con ternura.
—¿Y de qué?... —pregunté con miedo.
—No te hace falta hija, a vos no necesito explicarte nada.
Nos quedamos en silencio. Luego me dijo:
—Vos desde muy chica ves más de lo que hay… más que tu mamá, incluso, que ya ve bastante. Mirate, ya estás sufriendo…
Se me caían las lágrimas y no sabía por qué. Otra vez esa sensación; quería mirar a papá y a la vez quería cerrar los ojos. Papá se acercó, me dio un beso en la frente. Yo lloraba con los ojos abiertos y miraba el mar.
—Voy a caminar… —dijo él.
Se levantó y sin decir más nada, comenzó a alejarse.
—¿A dónde vas? —Yo pregunté, porque me había vuelto cobarde, otra vez.
Se dio vuelta y vi en sus ojos un pedido. Corrí hasta él, le besé las manos, se las solté enseguida y le hice un gesto, para que se fuera. Lo miré alejarse. Un momento después, fui con mis hermanas.
—¿Papá se fue a caminar?
Respondí que sí. A ninguna le llamó la atención. Siempre que bajábamos a pescar, él se iba y daba largos paseos. Lo miré; habría caminado unos cien metros cuando noté que no estaba bien. Pero entonces cerré los ojos y vino el rostro de papá a recordarme: «Te dejás engañar y mirás solamente la distancia al piso». Él me sonreía. Luego dijo: «Mirá bien».
Mis hermanas gritaban y no lo notaron. No vieron que papá corría. Papá, que ya tenía como setenta, ese día corrió otra vez. Ya no estaba flaco. Era de nuevo fuerte, y dorado. El sol le llegaba desde arriba. Su pelo era muy rubio y le caía en la espalda. Y aunque no veía sus ojos, les adivinaba todos los colores. Verdes, marrones, grises, amarillos y naranjas. Todos los azules. Corriendo se acercaba a las olas y corriendo se alejaba cuando venían. Papá se iba, cada vez más lejos. Seguía dorado, y me pareció que feliz. Corría con fuerza, las piernas fuertes, los hombros fuertes. El pelo largo le golpeaba en la espalda. Yo sentía en mi corazón su distancia, su mirada en todas partes, su lejanía airosa como de caballo.
No pude dejar de ver. Papá siguió y siguió corriendo, bordeando la línea caprichosa de la orilla. A un costado y al otro, después una curva profunda que entraba al mar. Ya muy lejos, dejó de correr. Y se alejó más despacio, caminando. Varias veces se agachó a juntar piedras, de las verdes, y las lanzó al mar. Caminó y caminó. La playa era ya tan grande que no había distancias.
Subió más el sol; la espuma en la orilla era una herida blanca. Papá caminaba, pero por momentos debía detenerse. Seguía hermoso como siempre, pero todo en él era más calmo, y también más débil. Los hombros caídos, el pelo gris. Ya su mirada venía desde el fondo.
El sol cada vez más arriba. Miré hacia abajo, mi sombra desaparecía. Todo quería hundirse en la arena, todo alrededor quería girar en círculos. Allá lejos, muy lejos, papá se alejaba. De golpe tuve miedo y entonces él se esfumó hasta desaparecer. Pero, cuando al fin logré dejarme de lado, de nuevo alcancé a verlo. Y apenas pude creerlo cuando vi que papá corría otra vez. Su figura muy pequeña se ocultaba y de pronto aparecía de nuevo, según como le diera el sol. Donde él estaba, no había orilla, y la playa entraba al mar y el mar a la playa. Allá las olas rompían y dejaban atrás polvaredas de ceniza blanca. Dije «papá». Ya estaba dorado otra vez, el pelo rubio. Dio los pasos que le quedaban, y se hizo mar.