domingo, 27 de diciembre de 2020

El animal

Fue un amanecer, en la casa de mi infancia, hace ya muchísimos años. Yo dormía en mi habitación y un ruido constante me fue despertando. Pasó un rato hasta que entendí que lo que escuchaba eran rasguños que venían desde el patio. Pero no podía ver hacia afuera porque la persiana estaba cerrada. Aún era de noche; apenas había algo de claridad. Los rasguños eran suaves, pero no paraban nunca. Todavía medio dormida, pegué la oreja a la ventana, para entender bien de dónde venían. Enseguida oí los rasguños claramente, casi encima de mí. Me alejé entendiendo que, fuera lo que fuera, estaba rasguñando el mosquitero. Solo con abrir un poco la persiana lo vería. Tuve miedo, pero guiada por una extraña fuerza abrí la persiana y miré. Primero vi los cuatro ojos (nunca llegué a sorprenderme). Me observaban fijamente, tan fijamente se habían clavado a mis ojos que quedé inmóvil. Recién después, aunque todavía atada a sus ojos, vi los dos gatitos. Supe que estaban ahí por mí. Tampoco entonces me sorprendí.

Hay detalles, como mi edad, que ya olvidé. Tendría quince, tal vez más. Al borde de la cama miraba a los pequeños gatos, sus ojos detrás del mosquitero, su tremenda mirada traspasando el mosquitero y anclada en mis ojos. Solo a partir de ellos podía ver el resto del patio; una claridad tenue caía sobre todo y parecía estar ahí para dejarme ver. Los gatitos eran impresionantemente iguales, no solo por su color y tamaño, sino por cómo se comportaban.

Supe que lo que estaba ocurriendo era algo importante, algo que no pertenecía a mi realidad de todos los días y sobre lo que después podría decir «Me pasó esto». Y aunque no llegué a decírmelo, presentí que esa noche me continuaría para siempre.

Pasaron unos minutos. Nunca dejábamos de mirarnos. Lo que nos ataba no llegaba a ser sorpresa ni sobresalto, sino lento reconocimiento al menos, eso parecíamos intentar. Recién cuando me acostumbré a sus miradas, les vi la tristeza. Sentí que me estaban advirtiendo algo, no con amenaza, sino con insistencia. A pesar de eso, me hacían sentir en calma. Hacía tiempo que había pegado mi mano al mosquitero, por momentos lo rasguñaba con mis uñas para que ellos hicieran lo mismo. Pero no lo hicieron. En cambio siguieron observándome con profundidad.

Entonces quise salir al patio, ir con ellos. Llegué a levantarme, pero enseguida empecé a dudar. Me dije que era de noche, que despertaría a mis papás, que serían las seis de la mañana y que debía dormir un rato más, porque después tenía que ir a la escuela. Fue ahí cuando todo empezó a derrumbarse, desarmándose perdió su magia y su fuerza, y entonces dejé de ver en todo eso un llamado, algo que ocurría solo para mí. Y, en cambio, comencé a ver solamente mi patio oscuro, dos gatos que nada tenían que hacer ahí y que me habían despertado, la conveniencia de volver a dormirme. Aunque me sentí mal, eché a los gatitos y me acosté. A los pocos segundos volvieron los rasguños; los ignoré, pero siguieron. Entonces me levanté y esa vez los eché con más decisión. Los gatitos se inclinaron hacia atrás, pero no se fueron. Durante unos minutos más, siguieron rasguñando el mosquitero; hice de cuenta que no los escuchaba. Me esperaron, pero no salí.

Esa noche se fue, cayó en algún rincón de las cosas que fui olvidando. Después se fueron otras noches. Se fueron una por una, pero una mañana desperté y todas esas noches que habían quedado atrás ya eran quince años, o más. Hacía un año que había dejado el trabajo de oficinista, que trabajaba por mi cuenta y tenía el ansiado tiempo libre. Todas las tardes salía a caminar por el barrio, a la hora de la siesta. Cuando pasaba por las casas con perros, me ladraban. Un día un amigo me preguntó si no creía que me estaban pidiendo ayuda. No creí que fuera eso, pero igual se me ocurrió que podría pasearlos. A mí me gustaban los perros, no me venían mal unos pesos más y, después de todo, ya salía a caminar, así que esa changa no cambiaría demasiado mi rutina. Volví a casa y preparé unos volantes. Al día siguiente salí a caminar y, de paso, repartí los volantes. A las pocas semanas andaba con tres o cuatro perros, aun así repartí más volantes que más o menos decían: Paseo perros, el valor por hora y mis datos. Recordé a los paseadores de la ciudad con sus quince o veinte perros, todos amontonados entre sí. Más de una vez, al verlos, me había preguntado qué clase de paseo era ese. Me prometí que no haría lo mismo. Contenta con esa decisión, agregué al volante «Máximo 5 perros». Días después agregué el dibujo de un tachito y «Les llevo agua» (una señora llamó y preguntó si era cierto. Eso del agua le había gustado mucho pero nunca dejó claro si ella tenía o no un perro).

Una de esas mañanas, donde el sol de las nueve lo inundaba todo de calma y tibieza, yo paseaba a los perros. Al costado de las veredas, el pasto brillaba. Les di soga a los perros para que vayan al verde. Andaban felices, husmeándolo todo. Yo iba contenta, bajo el sol, y les hablaba, y al verlos rozar sus hocicos por el pasto los alentaba, teníamos un código y cuando les decía «¡Investiguen!», más de uno pegaba un salto de alegría y se lanzaba hacia los árboles. En ese momento, uno de los perros hundió su hocico en el pasto. Lo vi justo. Su pelaje brillaba, platinado por el sol. Esa era una mañana hermosa y yo disfrutaba mucho estar ahí. Fue entonces cuando sentí que más que pasear a los perros, yo paseaba con ellos. Cuando volví a casa, abrí el archivo del volante, y entre «Paseo perros», agregué «con». Quedó así la versión final: «Paseo con perros». Y fue ese uno de los «trabajos» más lindos que tuve.

Pero algo pasó en uno de esos paseos. Hacía semanas que había empezado a pasear con Umba, una perra de un año y pico, de raza braco alemán —de caza—. Supe por su dueño que nunca había salido a pasear; lo habían intentado un par de veces pero, según sus palabras, la perra era ingobernable. Eso me llenó de pena, porque Umba vivía en un patio pequeño de cemento. Así que hice una excepción, porque era imposible pasear con ella y cuatro más. Su energía era avasallante. El dueño me daba la correa y salíamos a la calle. Umba salía desesperada, tiraba, tiraba, se iba ahorcando con el collar pero seguía, nunca paraba, sin dejar de caminar iba haciendo pis apenas agachada, sin detenerse. Las primeras veces eso me causó gracia, pero los siguientes paseos sentía tristeza y pensaba que Umba tenía que estar en un campo, en un verde infinito.

Llegué a pensar en no salir más con Umba, porque desde que salía tenía un dolor tremendo en la cintura —era una perra pura fibra, tenía una fuerza increíble—. Pero no pude. Iba a buscarla todas las mañanas. Cuando estaba a media cuadra de su casa o más, ella se daba cuenta y empezaba a ladrar y a pegar aullidos.

Una mañana volvíamos con Umba camino a su casa, solo nosotras. Yo estaba cansada de todo el paseo. Había pasado más de una hora, pero aun así Umba no dejaba de tironear. Espontáneamente empecé a trotar, para que no me tirara tanto. Sin detenerme miré a Umba y vi que iba más tranquila, porque su collar había aflojado. Troté más rápido y volví a mirar a Umba, ella caminó más despacio, casi que se detuvo, y me miró: ahí entendí que me estaba midiendo, que de algún modo Umba me estaba preguntando qué hacía, por qué estaba trotando. Entonces vi los ojos, sus dos ojos que me miraban atentos, fijamente, y trataban de entenderme. Su mirada tenía curiosidad, y algo de esperanza en mí. Todo sucedió rápido. Le pegué un grito lleno de entusiasmo, le dije «Eeeeh» o algo así como respuesta, dándole a entender que ya no trotaba para que ella no me arrastrara, sino que en ese momento trotaba porque sí, por puro impulso de correr. Porque estábamos jugando. Sin dudas ella entendió. Porque en el instante que dije «Eeeeh» y le sonreí, sus ojos cambiaron (los míos también). Sin dejar de mirarme, de pronto se le llenaron de una luz distinta, se le ablandaron y brillaron ya no por el sol, sino desde adentro. Se hicieron profundos como un océano. Dentro de su tamaño, no dejaban de crecer y crecer, y de observarme. Umba ya sonreía, y cuando al fin nos habíamos reconocido y puesto de acuerdo, en un arrebato de alegría giró su cabeza hacia adelante como diciéndome «¡Vamos!», para seguir el juego. Empecé a correr, cada vez más rápido. Corríamos juntas, bajo el sol de la mañana, libres de preocupaciones. Umba había dejado de tironear y me esperaba, para ir a la par. De vez en cuando nos mirábamos y nos agradecíamos. Yo iba riendo, más y más contenta. Sentía mi corazón latiendo; la vida me golpeaba fuerte y roja. La vida era pura generosidad. Mi barrio era el mismo, pero yo lo miraba y veía que todo alrededor brotaba de otra forma, los árboles y sus copas, el cielo y el sol, todo parecía estar abriéndose, como si floreciera.

Yo corría, me daba cuenta de que algo me estaba pasando, porque sentía una fuerza distinta a la de siempre, una que parecía inagotable. Porque veía lo mismo de siempre pero más hondo, más extenso, como si nunca terminara. Algo vibraba distinto. Pero me daba cuenta inconscientemente, porque entonces no estaba pensando, sino corriendo. Y más tarde, después del paseo, tampoco pensé en lo que había ocurrido. Si lo hubiera recordado, lo habría visto en contraste con mi realidad, y hubiese sido muy difícil no cuestionar esa realidad, que en nada se parecía a lo que había vivido con Umba.

Un año después me mudé y dejé de pasear con todos esos hermosos perros. Los días antes de mudarme, se me cerraba el corazón cada vez que los imaginaba junto a la reja, esperando. Me pasaba eso con todos, pero cuando imaginaba a Umba en el pequeño patio gris, mirando hacia la derecha —porque desde la derecha aparecía yo— se me cerraba el corazón y la garganta, algo muy profundo me llenaba de pena. El último paseo la dejé en su casa y le pedí al dueño que consiguiera otro paseador de confianza. Le dije que sería bueno conseguir para Umba una soga larga, porque con la correa se ahorcaba. El dueño me escuchaba, pero cuando dije lo de la soga, levantó las cejas y me miró como si le estuviera haciendo una broma. Luego comenzó a reírse.

¿Más larga que esta soga? preguntó.

Quedé aturdida, veía la soga pero no la entendía; nerviosa seguí diciendo algo de Umba y su correa. Entonces el tipo, desorientado, comenzó a desenrollar la soga que hacía de correa frente a mis ojos y dijo que medía cuatro metros, tal como le había pedido desde el principio. La larga soga fue cayendo sobre mis pies. No entendí qué me estaba pasando, pero comprendí que él tenía razón y me despedí sin demorarme. Ese día no me di vuelta como hacía siempre. No miré hacia atrás, pero ese pobre recurso no me alcanzó porque igual, en mi corazón, vi la cabeza de Umba asomada por el tejido de su patio, que ella había roto y por donde siempre se asomaba para verme llegar y para verme partir. Con el tiempo, llegué a olvidar a Umba.

Varios años después ocurrió algo, y si bien eso no sacó del olvido a Umba y a los gatitos, los iluminó al pasar, como si Umba y los gatitos, dormidos desde hacía mucho tiempo, de repente hubieran abierto los ojos, solo un instante. Hacía años que yo vivía en un pueblo costero. Pasaba mis días tranquilamente, sentada en el jardín, leyendo un libro tras otro. Por momentos dejaba el libro y miraba los árboles y el cielo. Miraba las calles vacías. Nadie pasaba por ahí la mayor parte del año, ni gente ni autos. Ya me había acostumbrado al silencio, aunque a veces, mientras leía, sentía un pequeño sobresalto, como si hubiera escuchado un golpe. Pero lo que había escuchado no era ningún golpe, sino todo el silencio junto. Entonces miraba alrededor, prestaba atención y volvía a confirmar que era así, que no se escuchaba nada. Me había ido de la ciudad buscando soledad y silencio y los había encontrado. Una o dos veces al día salía a caminar. A veces deambulaba sin rumbo, otras iba a la playa y miraba el mar, al sur, al norte y al oeste sin ver a nadie, y entonces imaginaba que realmente nadie más existía, que solo quedaba el mar y esa playa dorada del mediodía, ese viento inagotable que por más que no soplara se me iba quedando adentro, como un zumbido permanente.

Eso estuvo bien un par de años. Después vino un tiempo incalculable, muchos meses, donde viví de una forma extraña. Mi rutina no había cambiado demasiado. Trabajaba unas pocas horas, leía afuera, anochecía, cenaba, leía o miraba una película, dormía, y así. Pero todo lo hacía sin darme cuenta, bajo la más brutal inercia. Los días pasaban enteros y apenas si me enteraba. Sentada en el jardín, en un perpetuo letargo, recorría las hojas de los libros sin retener absolutamente nada. Igual que antes, miraba los árboles. Igual que antes, miraba el mar. Solo que entonces todo parecía estar cubierto por una nube espesa y gris, interminable. Yo no me daba cuenta, porque eso gris y frío que había dentro de mí, ya se había congelado y no me dejaba ni moverme, ni pensar, ni sentir lástima.

Uno de esos días salí a caminar. Era invierno y en las calles no había nadie. Llegué hasta el bosque, a una zona sin casas. Junto a los álamos me detuve y miré alrededor sin interés, casi como un deber. Fui paseando la vista por el cielo y por los árboles; todo lo veía como una gran lámina, opaca y sin relieve. Fue entonces cuando mi mirada se topó con un zorro. Al instante sentí que algo cambiaba en mí. De pronto estaba alegre y llena de curiosidad. De golpe, mi desinterés había desaparecido. El zorro estaba a unos cincuenta metros, husmeando por ahí. Por momentos, unos yuyos me lo tapaban. Lo silbé. Enseguida el zorro se detuvo y me miró. Sentí brotar en mi interior un impulso extraño, algo así como instintivo y salvaje, y en un movimiento involuntario me puse en puntas de pie y estiré el cuello para ver mejor al zorro, y al mismo tiempo el zorro se levantó por encima del pastizal para observarme. Ahí se encontraron nuestros ojos. Sentí la soga invisible que unía nuestras miradas; desde allá la había lanzado el zorro con toda su belleza y había logrado que la distancia entre nosotros se desvaneciera, no existiera. Y si bien yo había quedado inmóvil, fija mi mirada en la del zorro, sentí que alrededor todo comenzaba a balancearse, como si hubiera llegado el primer viento que arrastra las hojas. Los árboles habían vuelto a tener su verde y su sonido. El paisaje, que unos minutos antes había visto quieto y como una lámina, de repente palpitaba, y sin dejar de mirar al zorro, como si todo naciera desde él, vi el bosque que se extendía profundo y crecía por los árboles, el cielo, un montón de verdes y grises, las nubes y sus distintas densidades.

Duró eso un momento. El zorro me dio la espalda y se perdió entre los arbustos. Entusiasmada corrí en su dirección, por la calle que atravesaba el bosque. Iba sonriendo; quizás ya no me importaba tanto encontrar al zorro sino ir a buscarlo. Miré al costado, los árboles, y sentí el impulso de dejar la calle y correr por el bosque. Pero dudé demasiado. Poco a poco me fue embargando un feo sentimiento, y me sentí sola y desprotegida en ese lugar desierto, miré el cielo y me pareció que la noche había caído de golpe. Entonces mi carrera fue perdiendo energía y velocidad, pasó por un trote lento y lleno de dudas, y terminó muriendo en una caminata sin gracia. A pesar de eso, no quise que me ganara el miedo y seguí avanzando. Pero no demasiado. Porque a los pocos pasos vi un alambrado que no recordaba haber visto antes. Seguí caminando hacia él, pero me pareció que a pesar de avanzar no me estaba acercando. En la oscuridad de la noche, sentí que no lo alcanzaría más y, finalmente, di media vuelta y regresé a casa, sin intentar buscar otro camino que me llevara al zorro.

Fue esa tarde, la del zorro, la primera vez que presentí al animal.

Seguí mi vida como siempre. Pero algo había cambiado. Porque el zorro había logrado quebrar ese gran bloque, frío y gris, que había dentro de mí. Entonces, a veces, en mitad de un día como cualquier otro, esa nube espesa que todo lo cubría se corría; yo no volvía entonces a ver al zorro, sino que de repente me veía a mí misma, arrastrando toda mi indolencia y desgano desde la casa al jardín y desde el jardín a la casa. Y cuando era capaz de verme, como si me viera desde afuera, no podía reconocerme. Como si yo no fuese yo, sino una extraña representando una vida tranquila y segura, la misma con la que había crecido en la casa de mis papás y que había visto en muchas otras casas, la vida donde se trabaja, se compra y se vende, se come, se paga, se pasa, y que quizás me hubiera parecido bien si tan a menudo en esa misma vida no hubiera visto preocupación por el futuro, días chatos y grises, un cansancio permanente sin saber de qué, algo agrietándose, deteriorándose. Ahí estaba yo, que a pesar de haber hecho algunos cambios, en el fondo seguía el mismo destino, y realmente no veía posibilidad de salirme de eso, de hacer otra cosa. Pero en brevísimos instantes, aquel zumbido permanente del viento se callaba, y entonces escuchaba un susurro o dos, emergían claros desde mi interior más profundo; en esos breves momentos ya no era la extraña y me preguntaba: «Si no soy esa extraña, ¿quién soy?», si realmente así era la vida y así seguiría diez, treinta, cuarenta años más, si todo se pasaría así.

Pronto empecé a recordar otros momentos de mi vida. Primero fugazmente, después con más claridad. Y a medida que iba recordando esos momentos, más juntos los veía, porque a pesar de estar separados por años y en apariencia desconectados, se parecían en lo esencial. Entre esos recuerdos estaba la ruta, ese largo viaje. Yo miraba por la ventana, horas y horas de un verde llano. Y de pronto lejos, campo adentro, vi un caballo. Estaba quieto, junto a unos árboles. Toda mi vida fue captada en ese instante por aquel caballo solitario, y de algún extraño modo pasé a estar en medio del campo, ahí donde estaba el caballo, y sentí que el verde no era algo que estaba por delante, sino que estaba dentro de mí. Allá en el campo permanecí unos minutos, no mi cuerpo que siguió de largo en el auto, pero sí mi mirada y toda la calma que me había devuelto el caballo. Y a pesar de que el caballo no me veía a mí, igual sentí que en su callada soledad había un mensaje, uno que era solo para mí y quedaría esperando.

Recordé también un mediodía, un otoño en la playa. Estaba en la orilla y a unos veinte metros vi un lobo marino. De pronto el lobito se acercó a una ola que comenzaba y remó con sus aletas para seguir la onda. La ola rompió y su cabeza se asomó entre la espuma. «¡Está barrenando la ola!, está jugando…», me dije. Entonces sentí la soga en sus ojos, que a pesar de la distancia nos acercaba increíblemente. Y por unos segundos, como si el lobito la compartiera conmigo, sentí su alegría, su libertad a cualquier hora, toda la riqueza que él tenía, que no le costaba nada.

Y fue un recuerdo de mi perra Nube, el que echó luz sobre los demás recuerdos. Vivíamos aún en la ciudad. Una mañana fuimos con Nube a pasear a un parque con lagos artificiales. De a poco Nube se fue animando nunca había visto un espejo de agua, y finalmente terminó nadando en el lago, de punta a punta. Nube llevaba eso adentro; sabía nadar, pero nunca había tenido agua para saberlo. Pero más me sorprendí cuando salió del lago. Se revolcó entre los yuyos, fue husmeando a su alrededor y de pronto quedó inmóvil, alzó la pata delantera, se puso rígida y llevó su cuerpo hacia adelante. Nube, mascota de departamento y sillón, había adoptado de golpe la postura de caza. En cuatro años su edad jamás la había visto hacer nada parecido. Recordando aquel día en el parque, me pregunté qué fibra le había tocado el agua a Nube para despertar ese instinto, eso que en ella había estado dormido por años. Y mirando eso a la luz de mi propia vida, entendí que el zorro, el caballo y el lobo también habían tocado una fibra en mí, como el agua en Nube. Con solo verlos, había sentido que algo dentro de mí se despertaba. Pero ahí quedaba todo, porque no sabía qué hacer con eso que me pasaba, y solo sentía que mi impulso nacía y después se apagaba. Entonces me pregunté si acaso no me pasaba igual que a Nube, si al fin y al cabo yo sí sabía nadar pero, mujer de casa y sillón, nunca había tenido agua para saberlo. Porque esa era en parte mi sensación. Que yo era algo más de lo que era, que tenía más fuerza de la que creía y que esa fuerza dormía en mí hacía muchísimos años, porque a mi instinto le faltaba el agua.

Llegó el verano y el turismo al pueblo. Dejé esperando a mis preguntas y arrinconé la sombra del zorro en el lugar más oscuro que pude. Quedé atrapada en las redes del verano, la playa y la gente, los amigos y los extraños. Pero ocurrió que uno de esos días, donde caminaba despreocupada por la orilla, la vida vino a enseñarme que no podía escapar de mí porque, al fin y al cabo, podía guardar la sombra del zorro pero no la mía. Serían las once y pico en ese día de enero. La playa llena de gente. Iba caminando cuando vi a un grupo de personas mirar y señalar el mar, miré en esa dirección y a unos cincuenta metros vi a un lobito que intentaba salir del agua. Luchando con la fuerte deriva se fue acercando a la orilla, pero entonces se detuvo y regresó mar adentro porque cerca de la orilla, chocó contra una barrera humana—. Decenas de personas, atraídas por la curiosidad, se le habían acercado demasiado. El lobo retrocedió, volvió a caer en la rompiente, fue arrastrado por la deriva cien metros o más. Volvió a acercarse a la orilla, pero tampoco entonces pudo salir, porque otro montón de personas se le acercaron. Yo caminaba cada vez más rápido y sentía cada vez más angustia, porque sabía que si el lobito hacía eso era porque necesitaba salir a descansar. Incluso podía estar herido o enfermo.

Una tercera vez el lobo intentó salir y no pudo. Una cuarta y no pudo. Cuando vi que otra vez caía en la rompiente y era arrastrado por la deriva, sentí la soga en sus ojos, apuré el paso, los ojos se me llenaron de lágrimas, vi que otro montón de personas se estaban acercando a la orilla, donde el lobo volvía a intentar salir. La situación era desesperante. «¡Dejenlo salir!», pensaba mirando a la gente, «¡No ven que necesita salir! ¡Por qué no se dan cuenta!» Sentí el impulso de correr esos doscientos metros que me separaban del lobo, y echar de la orilla a la gente. Pero algo detuvo mi impulso. Cobardemente, en cambio, esperaba que otro lo hiciera por mí. Cuando llegué a la playa cercana a mi casa, miré una vez más hacia el sur a doscientos metros vi el amontonamiento de gente en la orilla, crucé el médano y no miré hacia atrás. Se fue esa mañana, pero no la olvidé.

La sensación de estar viviendo una vida extraña no me dejaba. Pero ya no estaba sola. Porque cuando esa sensación venía a buscarme, venían al mismo tiempo el zorro y el caballo, el lobo que sonreía y el lobito que no. Me aferré a ellos, cada vez más. Era la primera vez en mucho tiempo que, ante mis dilemas, no acudían a mi cabeza razonamientos ni teorías; tampoco fui a buscar los libros de siempre, a releer esos párrafos que en algún tiempo me habían impresionado porque creí ver en ellos una respuesta. En cambio, cuando me hacía las preguntas de siempre, surgía en mí la imagen del zorro, o la del caballo. Esas imágenes no estaban quietas. Por el contrario, volvían a transportar mi vida a aquellos momentos. Y a veces, entonces, me encontraba donde estaba el caballo, o estaba otra vez en el bosque, amarrada por la mirada del zorro. Y volvía a sentir cómo, ante eso, algo en mí se despertaba, como si mis ojos abiertos volvieran a abrirse, y vieran de otra manera lo mismo. Ya no podía seguir ignorando que había sido siempre el animal, a través de la soga de sus ojos, el que me había permitido ver así. Que un día el animal hubiera sido un caballo, otro día un zorro, no importaba. Porque esos animales, como ejemplares únicos, habían quedado atrás y yo no era nada para ellos.

Aun así seguí haciendo lo mismo de siempre, de alguna forma ignorando todo. Quizás fue porque estaba demasiado acostumbrada a buscar respuestas de otro tipo, teorías, pensamientos de filósofos, palabras que pudiera interpretar y luego decir: «Tengo que hacer esto, tengo que hacer lo otro». En esa época, en cambio, me asaltaba el recuerdo de esos animales, sobre todo los ojos del zorro. La respuesta era entonces silenciosa, no me decía qué hacer pero igual llegaba a presentirla, no como algo preciso y definitivo, sino como un llamado y un comienzo. Quizás los ojos del zorro eran la respuesta más inequívoca, hermosa y humilde que yo hubiera tenido jamás pero, a pesar de la verdad que percibía en ella, no terminaba de reconocerla. Y cuando pretendía olvidar todo, esas imágenes volvían a atraerme con toda su fuerza, y esa fuerza les venía no solo del momento en sí que había vivido. Porque la imagen del caballo no era solo un chispazo suelto, sino uno que iluminaba los momentos más importantes de mi vida, como chispazos multiplicados que atravesaban mi vida de una sola vez. Esa era su verdadera fuerza, y así era imposible ignorarla, porque no se trataba de olvidar solo un momento.

Y comprendiendo que no solo era inútil, sino que sobre todo no quería hacerlo más, después de un tiempo dejé de luchar contra los ojos del zorro. Me di cuenta de que el animal era paciente y no me reclamaba nada, pero si seguía sin reconocerlo un día ese chispazo iba a apagarse, y a partir de entonces quizás hubiera muchos lobos y caballos en mi vida, pero ya no serían más los mensajeros capaces de despertar mi corazón. Serían un animal más, que miraría como al pasar.

Esperando que el animal regresara, me acordé de una noche, a pesar de que ya habían pasado un par de años. Esa noche, después de dudar un buen rato, salí de casa camino a la playa. Hacía mucho frío y era tarde. Me daba cuenta de que salir de casa me costaba tanto por lo cómodo que era quedarse. Estaba prendido el hogar, incluso hacía más calor del necesario. Había pensado en sentarme junto al fuego, ver una película. Pero sentí que había algo mal con eso. No con el hecho de hacerlo, sino de que últimamente fuera o pareciera la única posibilidad. Con esos pensamientos, salí rumbo a la playa. Las calles estaban desiertas. Iba ensimismada, caminaba rápido sin prestarle atención a lo que me rodeaba­; no tenía ganas de ir sino de no volver. Así iba, cuando de repente vi la luna, una luna grande y naranja. Se asomaba entre los pinos, como un milagro. La miré sin cansarme. Me quedé clavada a la tierra con la mirada hacia la luna. Estuve así unos minutos; la alegría me iba brotando. Cada vez más contenta seguí hacia la playa, sin dejar de mirar la luna. Los pensamientos que tenía al salir de casa, se habían ido. Mi paso se había vuelto liviano, yo iba atenta a la luna y distraída de todo lo demás. La vida se me mostraba, una vez más, profunda y simplificada. Yo andaba y andaba, iba en calma, ya no esperaba absolutamente nada. Cuando vi el mar, nunca llegué a sentir que entrara a la playa. Sentí que ya estaba ahí desde antes y que esa noche, simplemente, había llegado.

Estuve un buen rato en la orilla, mirando el reflejo de la luna en el agua, que parecía un camino en el mar. El viento golpeaba mi campera y seguía. Me di cuenta de que ese momento era distinto, de que se estaba impregnando a mi vida, de que esa noche no seguiría de largo para siempre, sino que más adelante volvería a encontrarme. Así fue que volvió, y la recordé como si volviera a vivirla, y recién entonces me di cuenta de que esa noche había presentido al animal. No había visto a ninguno, pero había sentido lo mismo. En el momento en que vi la luna, algo instintivo, algo salvaje brotó en mí, y sentí que algo manaba, algo como el agua, la fuerza de la vida.

Después de recordar esa noche, ese estado y esa fuerza empezaron a resultarme familiares. «Yo conozco eso», me decía, «¿de dónde?, ¿de cuándo?» Hasta que un día, como una avalancha, volvieron a mí muchas imágenes. No me acordé de la foto exacta, pero sí de cómo me sentía. En todas esas imágenes estaba alegre, llena de energía o conmovida, pero nunca indiferente, nunca esa indolencia que entonces sentía tan a menudo. En esas imágenes, me veía siempre en la naturaleza. Ahí estaban el mar, los ríos, el campo, y yo siempre estaba liviana. No solo porque no llevara cosas materiales, sino que era más bien un estado de serenidad. Esos recuerdos eran, sobre todo, los de mi infancia y adolescencia. Comprendí que, a diferencia de lo que me había pasado con el zorro, en aquellos momentos de mi niñez no había sentido que esa fuerza de la vida brotara. Porque no necesitaba renacer lo que ya estaba conmigo. En qué época y cómo fue que eso comenzó a separarse de mí, o a quedar tan enterrado, apenas podía comprenderlo. Lo que sí empezaba a comprender era por qué, viviendo cerca de la naturaleza, me sentía de algún modo aparte, lejos.

Ya no estaba liviana como entonces. Todo costaba más. Sin darme cuenta, había levantado demasiadas barreras entre la naturaleza y yo. Tantas, que por mucho tiempo había olvidado que antes mi vida era diferente. Y quizás cuando eso ya estaba para mí muy oscuro y a punto de perderse, fue que apareció el zorro y me devolvió, en un segundo, otra mirada. Esa mirada me permitió ver, con brutal contraste, dos estados de la vida.

Pero el último tiempo fue distinto. De a poco dejé de estar triste por lo que había perdido. Ya no me preguntaba cómo mi vida había cambiado de esa forma. No recordaba tanto como antes, ni al animal ni lo demás, ni revivía una y otra vez todos aquellos momentos. Pero igual, sabía que esos recuerdos no habían sido en vano. Si ya no los revivía, era para no quedarme en el pasado, atada a ellos. Y sin lamentar nada, sin buscarlo ni proponérmelo, mis días empezaron a cambiar. Una calma que no sentía hacía mucho tiempo me acompañaba. Por las tardes, solía sentarme en un rincón del jardín y me quedaba casi inmóvil, mirando alrededor. Veía detalles que antes no. Podía estar así mucho tiempo y no me sentía ansiosa ni preocupada, tampoco necesitaba nada. Los pensamientos, los deberes, las pequeñas necesidades que antes marcaban mi tiempo, se habían ido esfumando.

Una de esas tardes me acosté sobre el pasto y me dormí. Unos ruidos constantes fueron despertándome. Entreabrí los ojos, vi a los dos gatitos. Me habían perdonado, yo me había perdonado por haberlos ignorado esa noche y no salir al patio. Entonces vi con claridad, cuál era su advertencia. Los gatitos estaban otra vez conmigo, yo sentía sus rasguños en mi corazón, porque habían regresado a buscarme. Miré alrededor, fijamente. Me incorporé despacio y asomé la cabeza por entre el tejido, que Umba ya había abierto para mí; entonces yo terminaba de romperlo, pero no miré hacia la derecha ni en ninguna dirección, porque ya nos habíamos encontrado. Umba estaba conmigo, no su cuerpo, pero igual corríamos juntas por un verde infinito, el que las dos nos merecíamos, que no terminaba jamás. Allá el caballo y el campo, donde no se escuchaba nada, pero igual oí el mensaje que el animal había guardado, pacientemente, para mí.

Vi la calle, la misma por la que había seguido al zorro, y por un rato le di la espalda y entré al bosque. Por pura alegría corrí lo más rápido que pude, por pura alegría esquivé los árboles, salté los arbustos bajos, rocé con mis dedos la corteza de los álamos, y allí no encontré ni miedos, ni las preocupaciones de esa tarde. Allí no encontré, porque nunca hubo, alambrado alguno.

En el rincón del jardín todo cabía, nada faltaba, y todo se expandía sin límites. El mar y los ríos, el campo y también el patio de mi infancia, otra vez estaban conmigo. A veces yo llegaría, otras no. Pero ya no volvería a estar sola, lejana de mí. El rincón de mi jardín, era el mismo de siempre, tantas veces por mí ignorado o dado por hecho, pero entonces, con los ojos fijos y entreabiertos, lo vi volverse profundo como un océano, como los ojos que una vez viera en Umba. Me levanté. No tenía idea de cómo seguir, ni qué haría a partir de entonces. Pero igual estaba bien. Había una fuerza en mí. Y a pesar de que en ese momento no imaginé cómo sería mi vida, igual le vi una ternura infinita, la que ya sentía, y el dolor y la emoción, que también sentía. Pero ya no, nunca más esa indiferencia, ese pasar la vida, como si diera igual.