Fue un amanecer, en la casa de mi infancia, hace ya muchísimos años. Yo dormía
en mi habitación y un ruido constante me fue despertando. Pasó un rato hasta
que entendí que lo que escuchaba eran rasguños que venían desde el patio. Pero
no podía ver hacia afuera porque la persiana estaba cerrada. Aún era de noche; apenas
había algo de claridad. Los rasguños eran suaves, pero no paraban nunca.
Todavía medio dormida, pegué la oreja a la ventana, para entender bien de dónde
venían. Enseguida oí los rasguños claramente, casi encima de mí. Me alejé
entendiendo que, fuera lo que fuera, estaba rasguñando el mosquitero. Solo con
abrir un poco la persiana lo vería. Tuve miedo, pero guiada por una extraña
fuerza abrí la persiana y miré. Primero vi los cuatro ojos (nunca llegué a
sorprenderme). Me observaban fijamente, tan fijamente se habían clavado a mis
ojos que quedé inmóvil. Recién después, aunque todavía atada a sus ojos, vi los
dos gatitos. Supe que estaban ahí por mí. Tampoco entonces me sorprendí.
Hay detalles, como mi edad, que ya olvidé. Tendría quince, tal vez más. Al
borde de la cama miraba a los pequeños gatos, sus ojos detrás del mosquitero,
su tremenda mirada traspasando el mosquitero y anclada en mis ojos. Solo a
partir de ellos podía ver el resto del patio; una claridad tenue caía sobre
todo y parecía estar ahí para dejarme ver. Los gatitos eran impresionantemente
iguales, no solo por su color y tamaño, sino por cómo se comportaban.
Supe que lo que estaba ocurriendo era algo importante, algo que no
pertenecía a mi realidad de todos los días y sobre lo que después podría decir «Me pasó esto». Y aunque no llegué a decírmelo, presentí que esa noche me
continuaría para siempre.
Pasaron unos minutos. Nunca dejábamos de mirarnos. Lo que nos ataba no
llegaba a ser sorpresa ni sobresalto, sino lento reconocimiento —al menos, eso parecíamos intentar—. Recién cuando me acostumbré a sus miradas, les vi
la tristeza. Sentí que me estaban advirtiendo algo, no con amenaza, sino con
insistencia. A pesar de eso, me hacían sentir en calma. Hacía tiempo que había
pegado mi mano al mosquitero, por momentos lo rasguñaba con mis uñas para que ellos
hicieran lo mismo. Pero no lo hicieron. En cambio siguieron observándome con
profundidad.
Entonces quise salir al patio, ir con ellos. Llegué a levantarme, pero
enseguida empecé a dudar. Me dije que era de noche, que despertaría a mis
papás, que serían las seis de la mañana y que debía dormir un rato más, porque después
tenía que ir a la escuela. Fue ahí cuando todo empezó a derrumbarse,
desarmándose perdió su magia y su fuerza, y entonces dejé de ver en todo eso un
llamado, algo que ocurría solo para mí. Y, en cambio, comencé a ver solamente
mi patio oscuro, dos gatos que nada tenían que hacer ahí y que me habían
despertado, la conveniencia de volver a dormirme. Aunque me sentí mal, eché a
los gatitos y me acosté. A los pocos segundos volvieron los rasguños; los ignoré,
pero siguieron. Entonces me levanté y esa vez los eché con más decisión. Los
gatitos se inclinaron hacia atrás, pero no se fueron. Durante unos minutos más,
siguieron rasguñando el mosquitero; hice de cuenta que no los escuchaba. Me
esperaron, pero no salí.
Esa noche se fue, cayó en algún rincón de las cosas que fui olvidando.
Después se fueron otras noches. Se fueron una por una, pero una mañana desperté
y todas esas noches que habían quedado atrás ya eran quince años, o más. Hacía un
año que había dejado el trabajo de oficinista, que trabajaba por mi cuenta y tenía
el ansiado tiempo libre. Todas las tardes salía a caminar por el barrio, a la
hora de la siesta. Cuando pasaba por las casas con perros, me ladraban. Un día
un amigo me preguntó si no creía que me estaban pidiendo ayuda. No creí que
fuera eso, pero igual se me ocurrió que podría pasearlos. A mí me gustaban los
perros, no me venían mal unos pesos más y, después de todo, ya salía a caminar,
así que esa changa no cambiaría demasiado mi rutina. Volví a casa y preparé
unos volantes. Al día siguiente salí a caminar y, de paso, repartí los volantes.
A las pocas semanas andaba con tres o cuatro perros, aun así repartí más volantes
que más o menos decían: Paseo perros, el valor por hora y mis datos. Recordé a los
paseadores de la ciudad con sus quince o veinte perros, todos amontonados entre
sí. Más de una vez, al verlos, me había preguntado qué clase de paseo era ese.
Me prometí que no haría lo mismo. Contenta con esa decisión, agregué al volante
«Máximo 5 perros». Días después agregué el dibujo de un tachito y «Les llevo agua» (una señora llamó y preguntó si era cierto. Eso del agua
le había gustado mucho pero nunca dejó claro si ella tenía o no un perro).
Una de esas mañanas, donde el sol de las nueve lo inundaba todo de calma y tibieza,
yo paseaba a los perros. Al costado de las veredas, el pasto brillaba. Les di
soga a los perros para que vayan al verde. Andaban felices, husmeándolo todo.
Yo iba contenta, bajo el sol, y les hablaba, y al verlos rozar sus hocicos por
el pasto los alentaba, teníamos un código y cuando les decía «¡Investiguen!», más de uno pegaba un salto de alegría y se lanzaba
hacia los árboles. En ese momento, uno de los perros hundió su hocico en el
pasto. Lo vi justo. Su pelaje brillaba, platinado por el sol. Esa era una
mañana hermosa y yo disfrutaba mucho estar ahí. Fue entonces cuando sentí que
más que pasear a los perros, yo paseaba con ellos. Cuando volví a casa, abrí el
archivo del volante, y entre «Paseo
perros», agregué «con».
Quedó así la versión final: «Paseo
con perros». Y fue ese uno de
los «trabajos» más lindos que tuve.
Pero algo pasó en uno de esos paseos. Hacía semanas que había empezado a
pasear con Umba, una perra de un año y pico, de raza braco alemán —de caza—. Supe por su dueño que nunca había salido
a pasear; lo habían intentado un par de veces pero, según sus palabras, la
perra era ingobernable. Eso me llenó de pena, porque Umba vivía en un patio
pequeño de cemento. Así que hice una excepción, porque era imposible pasear con
ella y cuatro más. Su energía era avasallante. El dueño me daba la correa y salíamos
a la calle. Umba salía desesperada, tiraba, tiraba, se iba ahorcando con el
collar pero seguía, nunca paraba, sin dejar de caminar iba haciendo pis apenas
agachada, sin detenerse. Las primeras veces eso me causó gracia, pero los siguientes
paseos sentía tristeza y pensaba que Umba tenía que estar en un campo, en un
verde infinito.
Llegué a pensar en no salir más con Umba, porque desde que salía tenía un
dolor tremendo en la cintura —era una perra pura fibra, tenía una fuerza
increíble—. Pero no pude. Iba a buscarla todas las mañanas. Cuando estaba a
media cuadra de su casa o más, ella se daba cuenta y empezaba a ladrar y a
pegar aullidos.
Una mañana volvíamos con Umba camino a su casa, solo nosotras. Yo estaba
cansada de todo el paseo. Había pasado más de una hora, pero aun así Umba no
dejaba de tironear. Espontáneamente empecé a trotar, para que no me tirara tanto. Sin detenerme miré a Umba y vi que iba más
tranquila, porque su collar había aflojado. Troté más rápido y volví a mirar a Umba,
ella caminó más despacio, casi que se detuvo, y me miró: ahí entendí que me
estaba midiendo, que de algún modo Umba me estaba preguntando qué hacía, por
qué estaba trotando. Entonces vi los ojos, sus dos ojos que me miraban atentos,
fijamente, y trataban de entenderme. Su mirada tenía curiosidad, y algo de
esperanza en mí. Todo sucedió rápido. Le pegué un grito lleno de entusiasmo, le
dije «Eeeeh» o algo así como
respuesta, dándole a entender que ya no trotaba para que ella no me arrastrara,
sino que en ese momento trotaba porque sí, por puro impulso de correr. Porque
estábamos jugando. Sin dudas ella entendió. Porque en el instante que dije «Eeeeh» y le sonreí, sus ojos cambiaron (los míos también). Sin
dejar de mirarme, de pronto se le llenaron de una luz distinta, se le ablandaron
y brillaron ya no por el sol, sino desde adentro. Se hicieron profundos como un
océano. Dentro de su tamaño, no dejaban de crecer y crecer, y de observarme. Umba
ya sonreía, y cuando al fin nos habíamos reconocido y puesto de acuerdo, en un
arrebato de alegría giró su cabeza hacia adelante como diciéndome «¡Vamos!»,
para seguir el juego. Empecé a correr, cada vez más rápido. Corríamos juntas,
bajo el sol de la mañana, libres de preocupaciones. Umba había dejado de
tironear y me esperaba, para ir a la par. De vez en cuando nos mirábamos y nos
agradecíamos. Yo iba riendo, más y más contenta. Sentía mi corazón latiendo; la
vida me golpeaba fuerte y roja. La vida era pura generosidad. Mi barrio era el
mismo, pero yo lo miraba y veía que todo alrededor brotaba de otra forma, los
árboles y sus copas, el cielo y el sol, todo parecía estar abriéndose, como si
floreciera.
Yo corría, me daba cuenta
de que algo me estaba pasando, porque sentía una fuerza distinta a la de
siempre, una que parecía inagotable. Porque veía lo mismo de siempre pero más
hondo, más extenso, como si nunca terminara. Algo vibraba distinto. Pero me daba cuenta inconscientemente, porque entonces
no estaba pensando, sino corriendo. Y más tarde, después del paseo, tampoco
pensé en lo que había ocurrido. Si lo hubiera recordado, lo habría visto en
contraste con mi realidad, y hubiese sido muy difícil no cuestionar esa
realidad, que en nada se parecía a lo que había vivido con Umba.
Un año después me mudé y dejé de pasear con todos esos hermosos perros. Los
días antes de mudarme, se me cerraba el corazón cada vez que los imaginaba
junto a la reja, esperando. Me pasaba eso con todos, pero cuando imaginaba a Umba
en el pequeño patio gris, mirando hacia la derecha —porque desde la derecha
aparecía yo— se me cerraba el corazón y la garganta, algo muy profundo me
llenaba de pena. El último paseo la dejé en su casa y le pedí al dueño que consiguiera
otro paseador de confianza. Le dije que sería bueno conseguir para Umba una
soga larga, porque con la correa se ahorcaba. El dueño me escuchaba, pero
cuando dije lo de la soga, levantó las cejas y me miró como si le estuviera
haciendo una broma. Luego comenzó a reírse.
—¿Más larga que
esta soga? —preguntó.
Quedé aturdida, veía la soga pero no la entendía; nerviosa seguí diciendo
algo de Umba y su correa. Entonces el tipo, desorientado, comenzó a desenrollar
la soga que hacía de correa frente a mis ojos y dijo que medía cuatro metros,
tal como le había pedido desde el principio. La larga soga fue cayendo sobre
mis pies. No entendí qué me estaba pasando, pero comprendí que él tenía razón y
me despedí sin demorarme. Ese día no me di vuelta como hacía siempre. No miré
hacia atrás, pero ese pobre recurso no me alcanzó porque igual, en mi corazón, vi
la cabeza de Umba asomada por el tejido de su patio, que ella había roto y por
donde siempre se asomaba para verme llegar y para verme partir. Con el tiempo,
llegué a olvidar a Umba.
Varios años después ocurrió algo, y si bien eso no sacó del olvido a Umba
y a los gatitos, los iluminó al pasar, como si Umba y los gatitos, dormidos
desde hacía mucho tiempo, de repente hubieran abierto los ojos, solo un
instante. Hacía años que yo vivía en un pueblo costero. Pasaba mis días
tranquilamente, sentada en el jardín, leyendo un libro tras otro. Por momentos
dejaba el libro y miraba los árboles y el cielo. Miraba las calles vacías. Nadie
pasaba por ahí la mayor parte del año, ni gente ni autos. Ya me había
acostumbrado al silencio, aunque a veces, mientras leía, sentía un pequeño
sobresalto, como si hubiera escuchado un golpe. Pero lo que había escuchado no
era ningún golpe, sino todo el silencio junto. Entonces miraba alrededor,
prestaba atención y volvía a confirmar que era así, que no se escuchaba nada. Me
había ido de la ciudad buscando soledad y silencio y los había encontrado. Una
o dos veces al día salía a caminar. A veces deambulaba sin rumbo, otras iba a
la playa y miraba el mar, al sur, al norte y al oeste sin ver a nadie, y
entonces imaginaba que realmente nadie más existía, que solo quedaba el mar y esa
playa dorada del mediodía, ese viento inagotable que por más que no soplara se
me iba quedando adentro, como un zumbido permanente.
Eso estuvo bien un par de años. Después vino un tiempo incalculable,
muchos meses, donde viví de una forma extraña. Mi rutina no había cambiado
demasiado. Trabajaba unas pocas horas, leía afuera, anochecía, cenaba, leía o
miraba una película, dormía, y así. Pero todo lo hacía sin darme cuenta, bajo
la más brutal inercia. Los días pasaban enteros y apenas si me enteraba. Sentada
en el jardín, en un perpetuo letargo, recorría las hojas de los libros sin
retener absolutamente nada. Igual que antes, miraba los árboles. Igual que
antes, miraba el mar. Solo que entonces todo parecía estar cubierto por una nube
espesa y gris, interminable. Yo no me daba cuenta, porque eso gris y frío que
había dentro de mí, ya se había congelado y no me dejaba ni moverme, ni pensar,
ni sentir lástima.
Uno de esos días salí a caminar. Era invierno y en las calles no había
nadie. Llegué hasta el bosque, a una zona sin casas. Junto a los álamos me
detuve y miré alrededor sin interés, casi como un deber. Fui paseando la vista
por el cielo y por los árboles; todo lo veía como una gran lámina, opaca y sin
relieve. Fue entonces cuando mi mirada se topó con un zorro. Al instante sentí
que algo cambiaba en mí. De pronto estaba alegre y llena de curiosidad. De
golpe, mi desinterés había desaparecido. El zorro estaba a unos cincuenta
metros, husmeando por ahí. Por momentos, unos yuyos me lo tapaban. Lo silbé.
Enseguida el zorro se detuvo y me miró. Sentí brotar en mi interior un impulso
extraño, algo así como instintivo y salvaje, y en un movimiento involuntario me
puse en puntas de pie y estiré el cuello para ver mejor al zorro, y al mismo
tiempo el zorro se levantó por encima del pastizal para observarme. Ahí se
encontraron nuestros ojos. Sentí la soga invisible que unía nuestras miradas;
desde allá la había lanzado el zorro con toda su belleza y había logrado que la
distancia entre nosotros se desvaneciera, no existiera. Y si bien yo había
quedado inmóvil, fija mi mirada en la del zorro, sentí que alrededor todo comenzaba
a balancearse, como si hubiera llegado el primer viento que arrastra las hojas.
Los árboles habían vuelto a tener su verde y su sonido. El paisaje, que unos
minutos antes había visto quieto y como una lámina, de repente palpitaba, y sin
dejar de mirar al zorro, como si todo naciera desde él, vi el bosque que se
extendía profundo y crecía por los árboles, el cielo, un montón de verdes y
grises, las nubes y sus distintas densidades.
Duró eso un momento. El zorro me dio la espalda y se perdió entre los
arbustos. Entusiasmada corrí en su dirección, por la calle que atravesaba el
bosque. Iba sonriendo; quizás ya no me importaba tanto encontrar al zorro sino
ir a buscarlo. Miré al costado, los árboles, y sentí el impulso de dejar la
calle y correr por el bosque. Pero dudé demasiado. Poco a poco me fue
embargando un feo sentimiento, y me sentí sola y desprotegida en ese lugar
desierto, miré el cielo y me pareció que la noche había caído de golpe. Entonces
mi carrera fue perdiendo energía y velocidad, pasó por un trote lento y lleno
de dudas, y terminó muriendo en una caminata sin gracia. A pesar de eso, no
quise que me ganara el miedo y seguí avanzando. Pero no demasiado. Porque a los
pocos pasos vi un alambrado que no recordaba haber visto antes. Seguí caminando
hacia él, pero me pareció que a pesar de avanzar no me estaba acercando. En la
oscuridad de la noche, sentí que no lo alcanzaría más y, finalmente, di media
vuelta y regresé a casa, sin intentar buscar otro camino que me llevara al
zorro.
Fue esa tarde, la del zorro, la primera vez que presentí al animal.
Seguí mi vida como siempre. Pero algo había cambiado. Porque el zorro
había logrado quebrar ese gran bloque, frío y gris, que había dentro de mí.
Entonces, a veces, en mitad de un día como cualquier otro, esa nube espesa que
todo lo cubría se corría; yo no volvía entonces a ver al zorro, sino que de
repente me veía a mí misma, arrastrando toda mi indolencia y desgano desde la
casa al jardín y desde el jardín a la casa. Y cuando era capaz de verme, como si
me viera desde afuera, no podía reconocerme. Como si yo no fuese yo, sino una
extraña representando una vida tranquila y segura, la misma con la que había
crecido en la casa de mis papás y que había visto en muchas otras casas, la
vida donde se trabaja, se compra y se vende, se come, se paga, se pasa, y que
quizás me hubiera parecido bien si tan a menudo en esa misma vida no hubiera visto
preocupación por el futuro, días chatos y grises, un cansancio permanente sin
saber de qué, algo agrietándose, deteriorándose. Ahí estaba yo, que a pesar de
haber hecho algunos cambios, en el fondo seguía el mismo destino, y realmente no
veía posibilidad de salirme de eso, de hacer otra cosa. Pero en brevísimos
instantes, aquel zumbido permanente del viento se callaba, y entonces escuchaba
un susurro o dos, emergían claros desde mi interior más profundo; en esos
breves momentos ya no era la extraña y me preguntaba: «Si no soy esa extraña, ¿quién soy?», si realmente así era la vida y
así seguiría diez, treinta, cuarenta años más, si todo se pasaría así.
Pronto empecé a recordar otros momentos de mi vida. Primero fugazmente,
después con más claridad. Y a medida que iba recordando esos momentos, más juntos
los veía, porque a pesar de estar separados por años y en apariencia
desconectados, se parecían en lo esencial. Entre esos recuerdos estaba la ruta,
ese largo viaje. Yo miraba por la ventana, horas y horas de un verde llano. Y
de pronto lejos, campo adentro, vi un caballo. Estaba quieto, junto a unos
árboles. Toda mi vida fue captada en ese instante por aquel caballo solitario,
y de algún extraño modo pasé a estar en medio del campo, ahí donde estaba el
caballo, y sentí que el verde no era algo que estaba por delante, sino que estaba
dentro de mí. Allá en el campo permanecí unos minutos, no mi cuerpo que siguió
de largo en el auto, pero sí mi mirada y toda la calma que me había devuelto el
caballo. Y a pesar de que el caballo no me veía a mí, igual sentí que en su callada
soledad había un mensaje, uno que era solo para mí y quedaría esperando.
Recordé también un mediodía, un otoño en la playa. Estaba en la orilla y a
unos veinte metros vi un lobo marino. De pronto el lobito se acercó a una ola
que comenzaba y remó con sus aletas para seguir la onda. La ola rompió y su
cabeza se asomó entre la espuma. «¡Está
barrenando la ola!, está jugando…», me
dije. Entonces sentí la soga en sus ojos, que a pesar de la distancia nos
acercaba increíblemente. Y por unos segundos, como si el lobito la compartiera
conmigo, sentí su alegría, su libertad a cualquier hora, toda la riqueza que él
tenía, que no le costaba nada.
Y fue un recuerdo de mi perra Nube, el que echó luz sobre los demás
recuerdos. Vivíamos aún en la ciudad. Una mañana fuimos con Nube a pasear a un
parque con lagos artificiales. De a poco Nube se fue animando —nunca había visto un espejo de agua—, y finalmente terminó nadando en el lago, de punta
a punta. Nube llevaba eso adentro; sabía nadar, pero nunca había tenido agua
para saberlo. Pero más me sorprendí cuando salió del lago. Se revolcó entre los
yuyos, fue husmeando a su alrededor y de pronto quedó inmóvil, alzó la pata
delantera, se puso rígida y llevó su cuerpo hacia adelante. Nube, mascota de
departamento y sillón, había adoptado de golpe la postura de caza. En cuatro
años —su edad—
jamás la había visto hacer nada parecido. Recordando aquel día en el parque, me
pregunté qué fibra le había tocado el agua a Nube para despertar ese instinto,
eso que en ella había estado dormido por años. Y mirando eso a la luz de mi
propia vida, entendí que el zorro, el caballo y el lobo también habían tocado
una fibra en mí, como el agua en Nube. Con solo verlos, había sentido que algo
dentro de mí se despertaba. Pero ahí quedaba todo, porque no sabía qué hacer
con eso que me pasaba, y solo sentía que mi impulso nacía y después se apagaba.
Entonces me pregunté si acaso no me pasaba igual que a Nube, si al fin y al
cabo yo sí sabía nadar pero, mujer de casa y sillón, nunca había tenido agua
para saberlo. Porque esa era en parte mi sensación. Que yo era algo más de lo
que era, que tenía más fuerza de la que creía y que esa fuerza dormía en mí
hacía muchísimos años, porque a mi instinto le faltaba el agua.
Llegó el verano y el turismo al pueblo. Dejé esperando a mis preguntas y
arrinconé la sombra del zorro en el lugar más oscuro que pude. Quedé atrapada
en las redes del verano, la playa y la gente, los amigos y los extraños. Pero
ocurrió que uno de esos días, donde caminaba despreocupada por la orilla, la
vida vino a enseñarme que no podía escapar de mí porque, al fin y al cabo, podía
guardar la sombra del zorro pero no la mía. Serían las once y pico en ese día
de enero. La playa llena de gente. Iba caminando cuando vi a un grupo de
personas mirar y señalar el mar, miré en esa dirección y a unos cincuenta
metros vi a un lobito que intentaba salir del agua. Luchando con la fuerte
deriva se fue acercando a la orilla, pero entonces se detuvo y regresó mar
adentro —porque cerca de la orilla, chocó contra
una barrera humana—. Decenas de personas, atraídas
por la curiosidad, se le habían acercado demasiado. El lobo retrocedió, volvió
a caer en la rompiente, fue arrastrado por la deriva cien metros o más. Volvió
a acercarse a la orilla, pero tampoco entonces pudo salir, porque otro montón
de personas se le acercaron. Yo caminaba cada vez más rápido y sentía cada vez
más angustia, porque sabía que si el lobito hacía eso era porque necesitaba
salir a descansar. Incluso podía estar herido o enfermo.
Una tercera vez el lobo intentó salir y no pudo. Una cuarta y no pudo.
Cuando vi que otra vez caía en la rompiente y era arrastrado por la deriva,
sentí la soga en sus ojos, apuré el paso, los ojos se me llenaron de lágrimas,
vi que otro montón de personas se estaban acercando a la orilla, donde el lobo
volvía a intentar salir. La situación era desesperante. «¡Dejenlo salir!», pensaba mirando a la gente, «¡No ven que necesita salir! ¡Por qué no se dan cuenta!» Sentí el impulso
de correr esos doscientos metros que me separaban del lobo, y echar de la
orilla a la gente. Pero algo detuvo mi impulso. Cobardemente, en cambio, esperaba
que otro lo hiciera por mí. Cuando llegué a la playa cercana a mi casa, miré
una vez más hacia el sur —a doscientos metros
vi el amontonamiento de gente en la orilla—, crucé
el médano y no miré hacia atrás. Se fue esa mañana, pero no la olvidé.
La sensación de estar viviendo una vida extraña no me dejaba. Pero ya no
estaba sola. Porque cuando esa sensación venía a buscarme, venían al mismo
tiempo el zorro y el caballo, el lobo que sonreía y el lobito que no. Me aferré
a ellos, cada vez más. Era la primera vez en mucho tiempo que, ante mis dilemas,
no acudían a mi cabeza razonamientos ni teorías; tampoco fui a buscar los
libros de siempre, a releer esos párrafos que en algún tiempo me habían impresionado
porque creí ver en ellos una respuesta. En cambio, cuando me hacía las
preguntas de siempre, surgía en mí la imagen del zorro, o la del caballo. Esas imágenes
no estaban quietas. Por el contrario, volvían a transportar mi vida a aquellos
momentos. Y a veces, entonces, me encontraba donde estaba el caballo, o estaba
otra vez en el bosque, amarrada por la mirada del zorro. Y volvía a sentir cómo,
ante eso, algo en mí se despertaba, como si mis ojos abiertos volvieran a
abrirse, y vieran de otra manera lo mismo. Ya no podía seguir ignorando que
había sido siempre el animal, a través de la soga de sus ojos, el que me había
permitido ver así. Que un día el animal hubiera sido un caballo, otro día un
zorro, no importaba. Porque esos animales, como ejemplares únicos, habían
quedado atrás y yo no era nada para ellos.
Aun así seguí haciendo lo mismo de siempre, de alguna forma ignorando todo.
Quizás fue porque estaba demasiado acostumbrada a buscar respuestas de otro
tipo, teorías, pensamientos de filósofos, palabras que pudiera interpretar y luego
decir: «Tengo que hacer esto,
tengo que hacer lo otro». En
esa época, en cambio, me asaltaba el recuerdo de esos animales, sobre todo los
ojos del zorro. La respuesta era entonces silenciosa, no me decía qué hacer pero
igual llegaba a presentirla, no como algo preciso y definitivo, sino como un
llamado y un comienzo. Quizás los ojos del zorro eran la respuesta más inequívoca,
hermosa y humilde que yo hubiera tenido jamás pero, a pesar de la verdad que
percibía en ella, no terminaba de reconocerla. Y cuando pretendía olvidar todo,
esas imágenes volvían a atraerme con toda su fuerza, y esa fuerza les venía no
solo del momento en sí que había vivido. Porque la imagen del caballo no era
solo un chispazo suelto, sino uno que iluminaba los momentos más importantes de
mi vida, como chispazos multiplicados que atravesaban mi vida de una sola vez.
Esa era su verdadera fuerza, y así era imposible ignorarla, porque no se
trataba de olvidar solo un momento.
Y comprendiendo que no solo era inútil, sino que sobre todo no quería
hacerlo más, después de un tiempo dejé de luchar contra los ojos del zorro. Me
di cuenta de que el animal era paciente y no me reclamaba nada, pero si seguía
sin reconocerlo un día ese chispazo iba a apagarse, y a partir de entonces quizás
hubiera muchos lobos y caballos en mi vida, pero ya no serían más los
mensajeros capaces de despertar mi corazón. Serían un animal más, que miraría
como al pasar.
Esperando que el animal regresara, me acordé de una noche, a pesar de que
ya habían pasado un par de años. Esa noche, después de dudar un buen rato, salí
de casa camino a la playa. Hacía mucho frío y era tarde. Me daba cuenta de que salir
de casa me costaba tanto por lo cómodo que era quedarse. Estaba prendido el
hogar, incluso hacía más calor del necesario. Había pensado en sentarme junto
al fuego, ver una película. Pero sentí que había algo mal con eso. No con el
hecho de hacerlo, sino de que últimamente fuera o pareciera la única
posibilidad. Con esos pensamientos, salí rumbo a la playa. Las calles estaban
desiertas. Iba ensimismada, caminaba rápido sin prestarle atención a lo que me
rodeaba; no tenía ganas de ir sino de no volver. Así iba, cuando de repente vi
la luna, una luna grande y naranja. Se asomaba entre los pinos, como un
milagro. La miré sin cansarme. Me quedé clavada a la tierra con la mirada hacia
la luna. Estuve así unos minutos; la alegría me iba brotando. Cada vez más contenta seguí hacia la playa, sin dejar
de mirar la luna. Los pensamientos que tenía al salir de casa, se habían ido.
Mi paso se había vuelto liviano, yo iba atenta a la luna y distraída de todo lo
demás. La vida se me mostraba, una vez más, profunda y simplificada. Yo andaba
y andaba, iba en calma, ya no esperaba absolutamente nada. Cuando vi el mar,
nunca llegué a sentir que entrara a la playa. Sentí que ya estaba ahí desde
antes y que esa noche, simplemente, había llegado.
Estuve un buen rato en la orilla, mirando el reflejo de la luna en el
agua, que parecía un camino en el mar. El viento golpeaba mi campera y seguía. Me
di cuenta de que ese momento era distinto, de que se estaba impregnando a mi
vida, de que esa noche no seguiría de largo para siempre, sino que más adelante
volvería a encontrarme. Así fue que volvió, y la recordé como si volviera a
vivirla, y recién entonces me di cuenta de que esa noche había presentido al
animal. No había visto a ninguno, pero había sentido lo mismo. En el momento en
que vi la luna, algo instintivo, algo salvaje brotó en mí, y sentí que algo
manaba, algo como el agua, la fuerza de la vida.
Después de recordar esa noche, ese estado y esa fuerza empezaron a
resultarme familiares. «Yo conozco eso», me decía, «¿de
dónde?, ¿de cuándo?» Hasta que un día, como una avalancha, volvieron a mí
muchas imágenes. No me acordé de la foto exacta, pero sí de cómo me sentía. En
todas esas imágenes estaba alegre, llena de energía o conmovida, pero nunca
indiferente, nunca esa indolencia que entonces sentía tan a menudo. En esas
imágenes, me veía siempre en la naturaleza. Ahí estaban el mar, los ríos, el
campo, y yo siempre estaba liviana. No solo porque no llevara cosas materiales,
sino que era más bien un estado de serenidad. Esos recuerdos
eran, sobre todo, los de mi infancia y adolescencia. Comprendí que, a
diferencia de lo que me había pasado con el zorro, en aquellos momentos de mi niñez no había sentido que esa fuerza de la vida
brotara. Porque no
necesitaba renacer lo que ya estaba conmigo. En qué época y cómo fue que eso
comenzó a separarse de mí, o a quedar tan enterrado, apenas podía comprenderlo.
Lo que sí empezaba a comprender era por qué, viviendo cerca de la naturaleza,
me sentía de algún modo aparte, lejos.
Ya no estaba liviana como entonces. Todo costaba más. Sin darme cuenta,
había levantado demasiadas barreras entre la naturaleza y yo. Tantas, que por
mucho tiempo había olvidado que antes mi vida era diferente. Y quizás cuando eso
ya estaba para mí muy oscuro y a punto de perderse, fue que apareció el zorro y
me devolvió, en un segundo, otra mirada. Esa mirada me permitió ver, con brutal
contraste, dos estados de la vida.
Pero el último tiempo fue distinto. De a poco dejé de estar triste por
lo que había perdido. Ya no me preguntaba cómo mi vida había cambiado de esa
forma. No recordaba tanto como antes, ni al animal ni lo demás, ni revivía una
y otra vez todos aquellos momentos. Pero igual, sabía que esos recuerdos no
habían sido en vano. Si ya no los revivía, era para no quedarme en el pasado,
atada a ellos. Y sin lamentar nada, sin buscarlo ni proponérmelo, mis días
empezaron a cambiar. Una calma que no sentía hacía mucho tiempo me acompañaba.
Por las tardes, solía sentarme en un rincón del jardín y me quedaba casi
inmóvil, mirando alrededor. Veía detalles que antes no. Podía estar así mucho
tiempo y no me sentía ansiosa ni preocupada, tampoco necesitaba nada. Los
pensamientos, los deberes, las pequeñas necesidades que antes marcaban mi
tiempo, se habían ido esfumando.
Una de esas tardes me acosté sobre el pasto y me dormí. Unos ruidos
constantes fueron despertándome. Entreabrí los ojos, vi a los dos gatitos. Me
habían perdonado, yo me había perdonado por haberlos ignorado esa noche y no
salir al patio. Entonces vi con claridad, cuál era su advertencia. Los gatitos
estaban otra vez conmigo, yo sentía sus rasguños en mi corazón, porque habían
regresado a buscarme. Miré alrededor, fijamente. Me incorporé despacio y asomé
la cabeza por entre el tejido, que Umba ya había abierto para mí; entonces yo
terminaba de romperlo, pero no miré hacia la derecha ni en ninguna dirección,
porque ya nos habíamos encontrado. Umba estaba conmigo, no su cuerpo, pero
igual corríamos juntas por un verde infinito, el que las dos nos merecíamos, que
no terminaba jamás. Allá el caballo y el campo, donde no se escuchaba nada,
pero igual oí el mensaje que el animal había guardado, pacientemente, para mí.
Vi la calle, la misma por la que había seguido al zorro, y por un rato
le di la espalda y entré al bosque. Por pura alegría corrí lo más rápido que
pude, por pura alegría esquivé los árboles, salté los arbustos bajos, rocé con
mis dedos la corteza de los álamos, y allí no encontré ni miedos, ni las
preocupaciones de esa tarde. Allí no encontré, porque nunca hubo, alambrado alguno.
En el rincón del jardín todo cabía, nada faltaba, y todo se expandía sin
límites. El mar y los ríos, el campo y también el patio de mi infancia, otra
vez estaban conmigo. A veces yo llegaría, otras no. Pero ya no volvería a estar
sola, lejana de mí. El rincón de mi jardín, era el mismo de siempre, tantas
veces por mí ignorado o dado por hecho, pero entonces, con los ojos fijos y
entreabiertos, lo vi volverse profundo como un océano, como los ojos que una
vez viera en Umba. Me levanté. No tenía idea de cómo seguir, ni qué haría a
partir de entonces. Pero igual estaba bien. Había una fuerza en mí. Y a pesar
de que en ese momento no imaginé cómo sería mi vida, igual le vi una ternura
infinita, la que ya sentía, y el dolor y la emoción, que también sentía. Pero ya
no, nunca más esa indiferencia, ese pasar la vida, como si diera igual.