viernes, 20 de mayo de 2022

El rescate de Estela


El Caniche está en su casilla de guardavidas, mirando el mar. Ya pisa los sesenta o, más bien, los sesenta lo pisan a él. Encorvado, con su espalda-caparazón, el Caniche se la pasa metido adentro o apenas asomado. Su cabello, de hilos blancos como babas del diablo, le cae sobre la espalda y le da un aspecto sabio. Encima de él, flota una nube densa que lo deja gris, sumido en un aire de misterio. Sin embargo, ese misterio no es más que el humo de los puchos que va fumando uno tras otro, hora tras hora.

Sus ojos son dos faros celestes, que a pesar de sus años no han perdido brillo. Parecen verlo todo, pero no en este tiempo que está corriendo, sino en otro muy remoto. Hay un momento cuando ese rasgo sale a la luz. Cuando él va en su moto hasta su puesto de trabajo, sus ojos se delatan. No porque tengan algo distinto a lo siempre, sino porque están en movimiento y a veces les cuesta ir a la par del Caniche. Entonces, durante breves instantes, parecen fugarse a la otra época, quedar atrás o adelante de la moto, del Caniche. Sin embargo, por pura cuestión práctica, sus ojos se las arreglan bastante bien para esquivar a los turistas. Transportado por algo que no le requiere esfuerzo, el Caniche descansa en su moto, se deja estar. Va a poca velocidad, abandonado. Los turistas están distraídos y apenas lo ven. Pero si acaso hubiera por allí un observador atento, no podría dejar de sentir que el Caniche lleva secretos, que a medida que avanza deja una huella en la arena, pero es evidente que está yendo por otra ruta o época, que nada tiene que ver con esta playa. Nadie podría imaginar qué estará viendo, pero sea lo que sea debe parecerse al fondo del mar, un lugar al que dan ganas de ir pero no tantas. Pero él sí fue. Y a pesar de eso, tiene que seguir y llegar a su puesto. Detrás suyo va dejando una estela de un horror que no es tan malo y que ya tiene más cara de calma que de espanto.

Es sábado, son las siete menos cuarto de la tarde. Faltan solo quince minutos para que el Caniche pueda irse a su casa. Está muerto de frío y acaba de ponerse su campera de cuero negra. El viento y la sal del mar otra vez empañaron los vidrios. Instintivamente, el Caniche acerca su antebrazo, los refriega y enseguida putea al darse cuenta de que otra vez cayó. Los vidrios están sucios por fuera. Entonces él se dice que ya no tiene importancia. Después de todo, está por irse y no hay nadie en el agua. Prende un pucho, sale de su caparazón, estira el cuello y comienza a fumar. Ensimismado en sus pensamientos, da tres pitadas y de pronto tira el cigarrillo. Porque, por más que quiera, no puede hacerse el tonto e ignorar su máxima premisa, la que lo ha acompañado toda su profesión (su vida). La premisa lo asalta clara, ineludible y silenciosa. El Caniche se para de un salto, agarra un trapito inmundo y sale a limpiar los vidrios. Porque siempre, siempre, siempre hay que estar mirando el mar. Ni un segundo puede perderse de vista.

El Caniche mete el trapito en un balde y limpia los vidrios. Mientras refriega, se da vuelta para mirar el agua. No hay un alma. Sigue refregando, pero enseguida vuelve a girar, porque sus ojos de águila no se han quedado tranquilos. Gira hacia el norte y su mirada va al blanco como una flecha. A unos trescientos metros ve el punto negro y lo reconoce como una cabeza. Sabe que no se está ahogando, pero sabe, también, que algo no anda bien. Aquella persona en el mar está lejos de la bajada de su casilla, con lo cual no es su problema, sino el del Gorra, el guardavidas que tiene aquella cabeza justo delante de su puesto. El Caniche se asoma, esperando ver salir al Gorra. Pero no sale. Apurado, el Caniche entra a su casilla y agarra los largavistas. Dan pena. Es como si alguien hubiera jugado a apedrearlos. Hace años que está pidiendo otros y lo vienen bicicleteando. Mira por el lente derecho, el único que funciona, y enfoca la cabecita. Además de estar unos doscientos cincuenta metros hacia el norte (ya no trescientos, porque la deriva la va acercando), está a doscientos metros mar adentro. Durante unos segundos el Caniche apunta los largavistas hacia las casillas vecinas y espera ver movimientos de preocupación. Pero no hay señales de sus compañeros.

Con un movimiento veloz, el Caniche vuelve a mirar la cabeza. Lo que ve, aunque lo vea tan claro, lo desorienta. Es la cara de una mujer. Su expresión tiene gusto a nada. El ojo derecho del Caniche se entrecierra y se esfuerza por entender. El ojo izquierdo se choca contra el lente quebrado. Una mirada inexperta podría confundir la expresión de esa señora y tildarla de tranquila. Una mirada experta también porque, en rigor, así parece. O, más bien, es la clasificación que queda por descarte, luego de ver que la señora no está asustada, no está agitada, no está mirando insistentemente hacia la orilla. No está, ni por asomo, tratando de salir. Simplemente, la mujer va boyando hacia el sur. Lo único que el Caniche puede verle es la cabeza, así que sabe que no está haciendo la plancha, en esa posición que adoptan los que se han rendido luego de luchar desesperadamente contra el mar y no poder. Hay un momento donde comprenden lo inútil de sus brazadas, lo absurdo y hasta ridículo de su insistencia. Entonces, de golpe, dejan de luchar, hacen la plancha y se entregan, de alguna forma se dan por muertos y se amigan con el mar. Y no tienen idea de lo bien que han hecho, porque quizás sea su única posibilidad de vivir. Ese no es el caso de esta mujer. Y aunque el Caniche no puede encajar a esta señora en ningún otro caso de peligro, en las decenas y decenas que ha conocido a través de cuarenta años de profesión, su olfato, su instinto fenomenal ya lo han puesto alerta.

La deriva sigue llevando a la señora. Ella se deja llevar mansamente, sin oponer resistencia. De pronto, el Caniche la observa bien y automáticamente la asocia con un ave que reposa sobre las aguas. No tiene idea de por qué, siendo casi las siete y con el sol bajando, la mujer no hace ni un gesto de preocupación. La sigue con la mirada; para entonces ya está a cien metros de la bajada de su casilla. Entonces el Caniche mira al Jirafa, su compañero de la izquierda. Ahora la señora está frente a él. A este sí lo ve: está contentísimo bailando en la casilla, tirando papelitos hacia arriba, quizás festejando que llegó la hora de irse. Pero de pronto detiene su baile y pega la nariz contra la ventana, el Caniche siente alivio porque entonces significa que vio a la mujer, la vio y le va a tocar al Jirafa ser puntero del rescate. El Caniche, cada vez más tenso, observa bien. El Jirafa despega la nariz, mira con sus largavistas, enseguida los deja y con alegría arroja más papelitos. Comienza a bailar otra vez, tira la cabeza hacia atrás y con las manos atrapa los papelitos que caen. El Caniche se pregunta si el Jirafa puede ser tan gil y de dónde habrá sacado esos papelitos. Se saca la campera, porque ya se ve en el agua. De hecho, la señora está justo entre la casilla del Jirafa y la suya. Y como la deriva va de norte a sur, no hay que ser ningún genio para comprender que la mujer ya es asunto del Caniche. De él y solo de él, porque después es zona sin guardavidas.

«Dios, Dios…», dice entre dientes el Caniche. «¿Qué hace esta mujer, Dios mío?». No puede ignorar dos cosas: primero que no entiende qué le pasa a la señora. Segundo y sobre todo, no puede ignorar que ya no importa. No puede especular, porque en este caso las posibilidades van de la vida a la muerte, sin nada en el medio. Tiene que meterse. Sale de la casilla, baja la rampa, se calza el torpedo y empieza a correr lo más rápido que le dan las piernas y sus sesenta. Es puro corazón y adrenalina, ese es el impulso de donde más se agarra, el que le da una rapidez extra, que no se condice con sus años. Sus ojos brillan más que nunca, prendidos a la mujer que ya es su víctima, su razón de existir en ese momento tan único. Ya son, solamente, él y ella. El resto, es resto.

El Caniche está llegando a la orilla cuando de pronto algo lo quema, le quema el muslo pero el dolor lo atraviesa de cuerpo entero, le quema en un punto profundo de su cerebro. El Caniche grita, con la mano se quita la ceniza del muslo mientras sigue corriendo, aturdido entiende y escupe el cigarrillo que lleva en la boca. A pesar del estremecimiento salta con gran estilo las primeras olas, filtra por debajo la última rompiente y sale de abajo del agua listo para dejarlo todo, ya hecho un verdadero caniche, sus rulitos que al mojarse se aglutinaron y dejan entrever el cuero cabelludo.

Nada. A cada momento levanta su cabeza y vuelve a enfocar a la señora, que sigue en la suya, sin verlo. Él entonces refuerza su teoría de que la mujer tiene algún problemita, porque ya está bastante cerca y en la inmensidad del mar todo lo que no es mar debería, mínimamente, llamar la atención. Más aún tratándose del Caniche, que adquiere un aspecto bastante particular cuando su pelo rizado se moja. Después de todo de ahí nació su apodo, cuando diez años atrás el Menta, en medio de un rescate, agitado y con la razón perturbada por el rescate en sí, vio a lo lejos un perrito acercándose, un caniche, y tuvo el impulso de ir a buscarlo. Pero no lo hizo. Primero, porque ya remolcaba a una víctima inconsciente y no podía soltarla por más pena que le diera el perrito. Segundo, porque entonces alzó su cabeza el Águila y el Menta vio sus inconfundibles ojos celestes. Desde ese rescate, al Águila le cambiaron el apodo por Caniche.

Va boyando la señora como una botella en el mar, de mensaje indescifrable. Es increíble, pero no ve al Caniche hasta que lo tiene bien de frente. Y cuando lo ve, abre bien grande los ojos, se sobresalta y se sorprende. No entiende por qué ese señor está ahí y, peor aún, no termina de entender lo evidente, que está ahí por ella. Él lo percibe y entonces le clava sus ojos celestes para confirmarle que sí es por ella.

¿Qué hacés acá, mamita? —le pregunta muy calmado.

La pregunta es tan acertada, tan sincero es el Caniche cuando la hace, que sus palabras salen limpias como el mar, libres de ironías y maldades.

La señora lo mira fijamente. De pronto, sus ojos se zambullen en los ojos del Caniche. El corazón le golpea con fuerza y ella no entiende por qué. El Caniche no lo sabe, pero fue él quien abrió la barrera de sus propios ojos y dejó que la mujer pasara. Ella no lo sabe, pero también deja pasar al Caniche. Quizás, fueron los dos a la vez. Se ven por dentro, tan solo un segundo. Cuando vuelven a verse por fuera, la mujer responde tiritando. No por lo que acaba de sentir, sino porque está al borde de la hipotermia. Hace como veinte minutos que está en el mar, sin hacer ningún movimiento.

—Quería ver cómo estaba el agua… —dice ella. Tiene los labios morados.

—Ah, bueno… ya viste… —Acá el Caniche no resiste la ironía ni su cansancio—… ahora vamos, vamos que te llevo…

—No… —dice la mujer—, no hace falta… —Y mientras dice «No hace falta», se agarra bien fuerte del torpedo que le alcanza el Caniche.

A él no le sorprende que la señora diga que no y haga otra cosa. Ha visto esa contradicción decenas de veces y en todas ellas el instinto más primitivo de aferrarse al torpedo le pasó por encima al orgullo que se niega.

En muy poco tiempo la expresión de la señora ha sufrido varias y severas transformaciones. Ha pasado por la más sincera de las sorpresas, se ha transformado de golpe en una expresión honda e incomprensible (al sumergirse en los ojos del Caniche), ha virado luego al desconcierto cuando por fin se dio cuenta de su situación, haciéndose interiormente la misma pregunta que le hizo el Caniche. «¿Qué hago acá?», y entonces ha mirado alrededor, mar en todas direcciones, la orilla lejana. Su rostro, entonces, pasó del susto al más cabal pánico. A pesar de que el Caniche ya la tiene bien sujeta y la está sacando, en la cabeza de ella hay un solo pensamiento que la golpea como una vena a punto de explotar. Con los ojos bien abiertos, su cara apuntando al cielo, lo repite en silencio con pequeñas variaciones: «Me voy a morir. Sí, me voy a morir. Y bueno, voy a morirme». Por ahí, sin darse cuenta, lo dice en voz alta:

—Me voy a morir, dios mío… —Mira el cielo y el mar, el brazo peludo del Caniche, ve todo borroso, se despide de la vida.

—No vas a morirte nada, mamita —le dice el Caniche entre respiraciones agitadas—. Ya te tengo…

—Voy a morirme… —Ella realmente lo cree, se le frunce la pera y empieza a pucherear.

—Ayudame —le dice entonces el Caniche—, ayudame, dale, pateá… dale que ya llegamos… —Ni remotamente cree que la patada de la señora pueda hacerle ganar velocidad. Se lo dice por compasión, para que ella se concentre en otra cosa.

Entregada, la mujer empieza a dar unas pataditas lastimosas. Y cuando lo hace, surge una fuerza en ella, una muy pequeña pero suficiente como para dejar a un lado la idea de que va a morir. Ya no lo dice. El Caniche, «que todas las ha vivido», lo comprende y vuelve a alentarla.

—¡Pateá! —le grita—¡Pateá! Dale, dale… falta poco… dale, ayudame… ¡Pateá que salimos!

Como si esas palabras despertaran una bestia, la señora estalla en explosivas patadas. No ayudan para nada, pero son tan fuertes que levantan el mar en una lluvia. Por momentos, pesadas y frías gotas caen en la nuca del Caniche. Ella, a medida que patea, va siendo tomada por la fe. Conmovida, empieza a sollozar.

Se van acercando a la orilla. El Caniche sujeta con más fuerza a su víctima y mira de reojo hacia atrás. Viene una ola.

—¡Abajoooo! —grita y filtra la ola con señora y todo.

Salen. Traicionera, una segunda ola les rompe encima. Durante unos segundos, son revolcados con fuerza por el fondo del mar, hacen giros fantásticos que ni ellos mismos pueden imaginar. Todo está negro, todo es urgencia por salir a la superficie. A pesar del agotamiento y del revolcón final que el mar les da como cierre, el Caniche se concentra únicamente en no soltar a la mujer. Si ella se rompe, él va a romperse con ella. Al fin, el mar los escupe en la orilla.

Despatarrada en la arena, perdida y aceptada su falta de dignidad, la señora rompe a llorar. El Caniche piensa que es lo último que le faltaba. Pero también siente pena. Y de repente ternura, porque ella se hizo un bollito y así llora.

—No me hagas esto... vamos, vení… Te prometo que desde acá arriba todo se ve mejor… —El Caniche le extiende la mano.

—No, no… —Llorando, ella se agarra de la mano de él y se levanta despacio.

Está en estado de shock. Le cuesta ver y escuchar. Tiembla de cuerpo entero.

Caminan hacia el puesto. La señora hace lo que puede, casi todo su peso se apoya en el Caniche, que la agarró de un brazo y se lo pasó por detrás de su cuello, para sostenerla mejor. Lentamente la lleva, como a un soldado herido.

A duras penas, suben a la casilla. El Caniche sienta a la mujer en la tarima y prende las dos hornallas del anafe. Después le cubre la espalda con un toallón desgastado. El paso de cuarenta años ha hecho estragos en esa toalla. Mucho, mucho tiempo atrás, el Caniche la encontró en su casilla y casi la tira, porque no era suya ni tenía idea de cómo había llegado hasta ahí. Desde entonces, más de una vez la hizo un bollo, dispuesto a tirarla en la bolsa de basura que día tras día deshecha al terminar su trabajo.

—Hoy sí… —dijo en más de una oportunidad con el brazo levantado apretando la toalla. Siempre, en esas ocasiones, le ha temblado el pulso y meneando la cabeza ha vuelto a dejar la toalla en la casilla, dándose cuenta de que era incapaz de tirarla. Nunca entendió por qué.

La toalla que más de una vez lo hizo sentir un croto, es la que ahora cubre a la mujer. Es casi transparente de lo viejita, pero aun así esa toalla le va pasando, como una caricia, un tibio alivio en la espalda, una sensación de hogar, un calorcito de poncho. Fueron pasando los minutos, la señora ya no llora pero sigue muy conmocionada. En ese momento, los dos están en respetuoso silencio. El Caniche ante el mar, que es su bandera. La mujer ante el Caniche y ante su propia vida que ahora sabe a nueva, a un regalo. De repente, comienza a hablar:

—Discutí con mi marido… gracias, gracias… soy Estela… Perdón… gracias por irme a buscar, yo no sé… —Rompe a llorar otra vez, todo lo que se le cruza por la cabeza lo dice—: Gracias… no sé qué se me pasó por la cabeza… ¡necio, necio!... muchas gracias… mi marido… vi un reflejo y me metí… ¡Ne-ne-cio!

—Calmate Estela.

El Caniche quiere irse. Mira la hora, son las siete y veinte, anochece y anhela llegar a su casa, darse una ducha caliente. Sin embargo, mira a Estela y recuerda la secuencia de los hechos, cómo esa señora boyó mar adentro por más de trescientos metros.

—¡O quizás más…! —grita agitado, dándose cuenta— A trescientos metros la vi yo… —dice para sí mismo, tratando de entender qué fue lo que ocurrió—. Pero… ¿desde dónde venías Estela?

Estela baja la cabeza.

—Estoy en el balneario… estaba. Ahí estaba parando… —Se siente avergonzada y tonta. No sabe a cuantos metros queda el balneario, pero sabe que son muchos.

Al Caniche casi se le cae el pucho de la boca, de puro asombro. Profundamente agitado, no puede contener su curiosidad.

—¿Sabés? ­—Y él mismo, hombre de pocas palabras, se sorprende de hablarle a una extraña—. Vas a quedar para siempre como el caso Estela. Te juro, nunca viví ni escuché de un caso así…

Da una pitada profunda y larga de a poco el humo. Entrecierra los ojos y asiente.

—El caso Estela. —Vuelve a asentir.

Inconscientemente, el Caniche está tomando notas mentales, los puntos clave que definen el caso Estela. Como destellos, vuelve a ver la secuencia en cuatro o cinco imágenes: cabeza yendo con la deriva. Expresión inexpresiva. No hay señales de que la víctima quiera salir. El Jirafa tirando papelitos hacia arriba (esta imagen se le filtra por el cerebro, por más que no tenga que ver). La víctima no mira hacia la orilla. Ave flotando.

El Caniche hace una rápida cuenta.

—¡Hay mil cien metros desde el balneario, Estela! ¿Cómo puede ser?

Estela lo mira avergonzada y agacha la cabeza.

—¿Cómo puede ser que ninguno de mis compañeros haya visto la rareza? —Él hace preguntas en el aire. Ni siquiera está mirando a Estela.

Pero ella cree que le está preguntando, así que niega con la cabeza, aunque no entienda bien lo que entiende el Caniche.

—Estela: su familia debe estar preocupada... es raro que no me esté sonando el handy… ah, está roto… Vamos, vamos que te llevo…

Ella no se opone, está entregada a ese señor. Sabe que probablemente le debe la vida. Él junta sus cosas, las hace un bollo y las mete en su bolso. Cierra todo y en menos de cinco minutos está parado junto a la puerta, listo para salir. Entonces nota que Estela no está muy activa que digamos. La ve de espaldas, mirando la toalla que acaba de sacarse y dejar bien plegada sobre la tarima.

—¿Qué pasa Estela? —Al Caniche se le está acabando la paciencia —. Vamos… Dale Estela… que me quiero ir…

Inmóvil, ella no responde. Gira apenas, lo mira avergonzada y enseguida vuelve a mirar la toalla.

—Qué pasa Estela… vamos, ¿o querés quedarte acá hasta mañana…?

Con ojos suplicantes, ella le dice:

—Quería preguntarte si puedo llevar la toalla... para el camino… tengo frío… Después te la doy… perdón, perdón por todo…

—Sí, sí… —dice él, impaciente—. Dale, agarrala y vamos.

Repentinamente contenta, Estela vuelve a cubrirse la espalda con el toallón.

Bajan por la rampa, se suben a la moto. El Caniche encara para la orilla y de ahí al norte, en dirección al balneario. Se abandona en su moto, ya no piensa en su rescate, su ego se fue achicando con los años y el mar se hizo cada vez más grande. No es extraño que después de un rescate, el Caniche mire el mar y le agradezca por haberle dado una mano. En la playa no queda casi nadie. Hace frío y anochece. Apenas unas pocas siluetas se mueven como sombras en la oscuridad. Nadie advierte al Caniche ni a su sobreviviente. Pero, si acaso hubiera por ahí un observador sincero, no podría dejar de percibir que ese hombre está viviendo en otra época, quizás en varias a la vez. Tampoco el Caniche se da cuenta. Sentado en la moto, se deja transportar dulcemente haciendo apenas el esfuerzo de manotear el manubrio para no irse al mar. Ni él lo sabe, pero así como está se parece bastante a Estela boyando, en una continua deriva. No lo sabe, pero su moto está a punto de dejarlo a pata.

En cámara lenta, caen de la moto. Estela se para de un salto, sin siquiera apoyarse en la arena. A las puteadas, él intenta arrancar la moto un par de veces, pero enseguida se da cuenta de que es inútil. Mira alrededor y decide dejar la moto debajo de la casilla que tiene más cerca. Toma el manubrio y comienza a arrastrarla. En esos metros, empieza a ganar cada vez más energía y fuerza, a pesar del rescate que lleva encima y de la arena que ese día está más blanda que de costumbre. Deja la moto apoyada en un poste. Por un segundo se siente confundido y encara la rampa para subir a la casilla. Pero entonces mira hacia la orilla y ve a Estela. Está esperándolo, dando saltitos en el lugar. Aunque no haya apuro, él corre hasta la orilla, corre y se siente increíblemente vivo.

—Vamos —le dice a Estela—, quedarán unos cuatrocientos metros…

Empiezan a caminar. Van en silencio, como se va hacia un destino verdadero. El sol está apurándose para ellos, para cuando lleguen. Sube tan rápido que a los pocos pasos lo tienen bien de frente. Por momentos, él se cubre sus ojos claros, alzando la mano. Con la otra mano acaba de agarrar la mano de Estela, que ahora es su protegida, su razón de ser en ese momento. En las casillas cercanas, se alzan banderas blancas. A lo lejos, se empiezan a escuchar aplausos, primero sueltos, después se juntan, después se contagian y crecen. Cubren la playa, como una crecida del mar.

El Águila sube a Estela a cococho y así la lleva, tomándola por ambas manos. Ella mira hacia todos lados, tratando de encontrar las únicas caras que conoce, las de mamá y papá. No las encuentra y la playa va transformándose en un horrible abismo, en un desierto borroso que no para de girar y girar. Siente ganas de llorar pero no puede. No sabe que esa misma playa, todos esos extraños, son los que se levantan en un aplauso, para ella. No sabe quién es el hombre que la lleva a cococho. Y aunque sabe que no tiene que andar con extraños, él ya no lo es, porque es al único que ahora conoce.

Joven, hábil y fuerte, el Águila sube la rampa cargando a Estela en sus hombros. Pasan apenas dos minutos, que para ella no son tiempo, sino confusión y angustia, un tremendo caos donde faltan las caras de sus papás. A unos treinta metros, ellos vienen caminando muy rápido, de a momentos meten un trotecito, sus rostros ya fijos en la casilla azul, donde ven a su hija. El Águila los detecta enseguida y se los señala a Estela. Compasivo, para no hacerle más larga la espera, baja de la rampa, baja a Estela y le suelta la mano. Sus papás ya están ahí. Cuando al fin se reúne con ellos, Estela se larga a llorar. Llegó a creer que no volvería a verlos, que habían desaparecido, que la habían abandonado.

Ya aliviada, la mamá de Estela está hecha un lío. Se ríe, llora, abraza a su hija, le frota los bracitos para darle calor, le da un beso, le da un beso al Águila, cubre la espalda de Estelita con el toallón que siempre tuvo apretado en la mano, símbolo de que su hija estaba perdida. Porque fue cuando vio su toalla, a dos metros de la sombrilla, sola y sin Estelita, que supo que se había perdido.

Los padres no dejan de agradecerle al Águila, ya están medio pesados. Una y otra vez, la mamá le ofrece secarse con el toallón. El Águila se niega un par de veces pero luego lo acepta, no solo porque está muerto de frío sino para que dejen de insistirle. En dos minutos muy confusos, Estela sigue llorando, la mamá intenta calmarla mientras sigue dándole charla al Águila, el papá de Estela ya está en cualquiera, el Águila mira el mar y ve que hay más gente, aprovecha y amablemente se despide de la familia. Antes de irse, acaricia la cabecita de Estela y le dice: «Ya pasó».

Estela no deja de mirarlo. Ese hombre, esa cara, esos ojos celestes y brillantes. No sabe quién es, pero sabe que sí importa, para ella importa. El Águila les da la espalda y comienza a alejarse, rumbo hacia su casilla. Tomada del brazo de su mamá, Estelita los mira fijamente, a él y a su toallón preferido. Quiere decirle a su mamá pero no se atreve. En cambio se queda muy quieta, mirándolos. A su toallón que se va con él, como una capa colorida, que se levanta con el viento.

viernes, 13 de mayo de 2022

Una voz nueva


Si existe una verdad, nos será revelada en silencio.

 

Soy un hombre mudo. Ser mudo lo he decidido yo, Ernesto. Ayer sonó el teléfono y lo miré desde mi silla, sin interés. Cuando dejó de sonar, me levanté para prepararme un té y pensé, fugazmente, cuánto me aburre la gente. Nunca me gustaron las reuniones, tampoco; las últimas veces que fui me sentí perdido, triste, ansioso.

Reconozco que ser mudo a propósito puede parecer, a simple vista, una estupidez. Solo algunos comprenden que la estupidez es, por el contrario, hablar continuamente y continuamente no decir nada. Hace mucho escribí «A veces hablar significa no tener nada que decir» y hoy cambiaría a veces por «casi siempre hablar significa no tener nada que decir». Porque quien sí tiene algo que decir, debería callar primero, decir lo que tiene para decir, y callar después. Al menos yo —supongo que otros también—, creería más en la persona que protege sus palabras entre dos silencios. Alguien así me parecería, para empezar, más prudente. Por desgracia, no conocí a personas así y en parte, en una ínfima parte, por eso dejé de hablar. María, mi última novia, era callada. Pero no lo suficiente.

Dejé de hablar y al principio creí que se debía a motivos precisos. Pensar eso fue apresurado y hasta inocente. Sin duda, mi pensamiento estaba tapado de ruido. En cambio, ahora veo claro porque existo en silencio —y no solamente porque hace cinco meses que no abro la boca—, y el silencio despeja lo urgente. Entonces comprendo que si decidí callar, no se debe simplemente a unos cuantos hechos —esa sería una explicación muy fácil—. Si estoy acá, si soy mudo, es porque desde siempre estuve empujando mi existencia hacia esto que es el hoy. En mí existen millones de presentes que ya pasaron pero no murieron; a través del ahora los sigo viviendo. Yo soy todos mis presentes anteriores.

Todo lo que hice y dejé de hacer, muchas veces sabiendo, otras veces inconscientemente, en ocasiones también inconscientemente pero intuyendo; todo eso está ligado por cadenas visibles, pero más aún está ligado por encrucijadas oscuras que apenas alcanzo a ver, y por otras que, de tan claras, me enceguecen. Sea como sea, está entramado, se fue entramando, para alcanzarme casi desprevenido un día frente a lo que estuve persiguiendo toda la vida. Quedar solo y silencioso. Me pregunto qué hilos se desprenden ahora de mi silencio y qué entramado van tejiendo a mis espaldas.

Soy consciente de que hay mucho que desconozco. Tengo, sí, algunas certezas. Siempre mostré serios problemas para relacionarme con otros, aun siendo muy chico. De la infancia conservo una imagen nítida: el pequeño Ernesto sentado en un rincón del patio del colegio, aferrándose nervioso a la corbatita con su nombre bordado. Y aunque a esa edad yo tan solo podía vivir intuyendo y no elaborando pensamientos firmes, es claro que mis maestras me parecieron siempre unas imbéciles, incapaces de desbordar el alma de un chico. El alma de un chico, el alma de cualquier hombre, necesita estar desbordada y no simplemente entretenida en lo que es posible. Las maestras intentaron solo lo esperable y mantenerme calmado. Así anestesiaron lo auténtico en mí —si tuve un talento, fue amputado, nunca supe cuál fue—; y esa fue mi primera muerte, la más lamentable. Por demasiado tiempo mi infancia estuvo expuesta a actividades que se alternaban entre recortar

papelitos y pegarlos en un cuaderno, copiar un dibujo, pintarlo, y durante tres años ese mismo dibujo, unir con líneas del uno al diez y luego del diez al uno, hacer una lista de colores, cantar canciones absurdas y cosas de igual naturaleza. Después uno levanta las cejas y se sorprende de que haya tantos mediocres.

Todo lo que hice en el jardín fue miserable. Pero en esa época yo no era capaz de nombrar el sentimiento y entonces andaba siempre confuso —e ignorando mi confusión—. Realizaba las tristes tareas y todo lo hacía sin preguntar, manso y silencioso como era. Sin embargo, a pesar de mi docilidad y, sobre todo, de mi corta edad, había indicios de que yo ya conocía la vida. Como esa vez: la maestra me agarró la mano, la untó en pintura, la presionó contra una hoja blanca. Lo miré todo con recelo. Sentía, aproximadamente, que el suceso era muy elemental. Yo me sospechaba mejor que eso. Potencialmente mejor.

Con los años mi situación escolar empeoró. Dar el presente en las clases era un tema delicado. Apenas se comenzaba a tomar lista, sentía inquietud y me movía incómodo en el asiento. Cuando mi apellido estaba próximo, el corazón me latía fuerte y mi pulso crecía hasta que mi nombre completo era pronunciado; entonces yo dejaba de ser Ernesto y comenzaba a existir como un único latido remoto golpeándome en los oídos. Pronto oía que mi voz respondía «Presente» y entonces volvía a ser Ernesto, quedaba unos segundos aturdido y luego observaba que el aula comenzaba a recuperar sus formas. Hasta el momento en que egresé, tuve dudas respecto a cómo dar el presente. Nunca me decidí entre decirlo en tono alto o prudente. Incluso los días en que dudé de mi existencia consideré el modo interrogativo. Decir presente o decir acá. Levantar la mano o no. Levantar la mano y no decir nada. Decir presente como al pasar o con firme convicción. Comprendo ahora que lo que en realidad me incomodaba era sentirme observado.

Siempre me disgustó ser observado, más por desconocidos, más aún en concentraciones humanas. No advertía que eran justamente esas concentraciones las que en cierto modo me dejaban a salvo. Después de todo, entre la multitud yo quedaba anulado. Se lavaban mis bordes. ¿Quién podría mirarme, mirarme realmente? Este razonamiento me trajo inquietud en situaciones donde sí quedaba expuesto. A partir de entonces, siempre que veía a una persona caminando en dirección hacia mí, cruzaba de vereda o doblaba bruscamente en una esquina. Cuando notaba que alguien se acercaba por detrás, aceleraba el paso. Si el otro también se apresuraba, yo me apuraba todavía más, hasta el límite de lo posible y pensando: «A ver quién camina más rápido». Correr nunca fue necesario. Pero sí una vez tuve que improvisar. Andaba por una calle desierta y de repente, por las esquinas, aparecieron varias personas. Mi pulso se aceleró. Sobre mi vereda, un grupo de mujeres, y de la vereda de enfrente, otro grupo de mujeres. Me sentí estafado. Dudé y me detuve, dudé otra vez, sentí enojo y con el impulso del enojo di media vuelta y empecé a caminar de nuevo, esa vez volviendo sobre mis pasos, lejos de aquellos seres femeninos y del mundo. Porque si en general me he sentido perturbado frente a cualquier ser humano, en particular las mujeres siempre me han causado antipatía y desconfianza.

Tal vez todo esto no sea tan complejo y no exista entramado que me haya traído hasta aquí. Quizás, simplemente, comencé por aburrirme. Y después por cansarme. Me cansé de que me hablaran. Adiviné siempre el mismo fondo detrás de distintas formas, y por eso callo —si uno habla, agranda el camino para que le hablen—. He pasado toda una vida escuchando a los otros. Padres, hermanos, amigos, maestros, profesores, compañeros, compañeros de trabajo, jefes, políticos, periodistas, actores, mujeres, novias que no llegué a querer. A mí mismo. Todo lo que escuché fueron voces ajenas que ni siquiera eran auténticas; solo voces ajenas influidas a su vez por otras voces ajenas, así hacia atrás e indefinidamente. Mi propia voz fue por mucho tiempo la voz de los otros. Si entonces hablé, no fue porque me hice y luego hice a mis palabras. Caí en la trampa de que las palabras me hicieran a mí, porque solo repetí, y creyendo que era genuino. Si me arrojé con inocencia a las conversaciones, fue porque la palabra tiene el vicio de anteceder al pensamiento. Si hablé, fue un poco por costumbre.

Hasta que tuve una revelación. Y comencé a hablar menos. Y, también, a escuchar menos. Me fui vaciando de voces, de mis palabras y del ruido que me tapaba y ensordecía por dentro. Y de repente, un día del que no esperaba nada —mientras oía una conversación familiar—, escuché algo nuevo. Era mi propia voz. Pero no la voz fácil y que se pronuncia alta, sino una silenciosa, que venía desde el fondo para ser percibida solo por mí. Si no me callo, cómo voy a escucharme.