El Caniche está en su casilla de guardavidas, mirando el mar. Ya pisa los
sesenta o, más bien, los sesenta lo pisan a él. Encorvado, con su
espalda-caparazón, el Caniche se la pasa metido adentro o apenas asomado. Su
cabello, de hilos blancos como babas del diablo, le cae sobre la espalda y le
da un aspecto sabio. Encima de él, flota una nube densa que lo deja gris,
sumido en un aire de misterio. Sin embargo, ese misterio no es más que el humo
de los puchos que va fumando uno tras otro, hora tras hora.
Sus ojos son dos faros celestes, que a pesar de sus años no han perdido
brillo. Parecen verlo todo, pero no en este tiempo que está corriendo, sino en
otro muy remoto. Hay un momento cuando ese rasgo sale a la luz. Cuando él va en
su moto hasta su puesto de trabajo, sus ojos se delatan. No porque tengan algo
distinto a lo siempre, sino porque están en movimiento y a veces les cuesta ir
a la par del Caniche. Entonces, durante breves instantes, parecen fugarse a la
otra época, quedar atrás o adelante de la moto, del Caniche. Sin embargo, por
pura cuestión práctica, sus ojos se las arreglan bastante bien para esquivar a
los turistas. Transportado por algo que no le requiere esfuerzo, el Caniche
descansa en su moto, se deja estar. Va a poca velocidad, abandonado. Los
turistas están distraídos y apenas lo ven. Pero si acaso hubiera por allí un
observador atento, no podría dejar de sentir que el Caniche lleva secretos, que
a medida que avanza deja una huella en la arena, pero es evidente que está
yendo por otra ruta o época, que nada tiene que ver con esta playa. Nadie
podría imaginar qué estará viendo, pero sea lo que sea debe parecerse al fondo
del mar, un lugar al que dan ganas de ir pero no tantas. Pero él sí fue. Y a
pesar de eso, tiene que seguir y llegar a su puesto. Detrás suyo va dejando una
estela de un horror que no es tan malo y que ya tiene más cara de calma que de
espanto.
Es sábado, son las siete menos cuarto de la tarde. Faltan solo quince
minutos para que el Caniche pueda irse a su casa. Está muerto de frío y acaba
de ponerse su campera de cuero negra. El viento y la sal del mar otra vez
empañaron los vidrios. Instintivamente, el Caniche acerca su antebrazo, los
refriega y enseguida putea al darse cuenta de que otra vez cayó. Los vidrios
están sucios por fuera. Entonces él se dice que ya no tiene importancia.
Después de todo, está por irse y no hay nadie en el agua. Prende un pucho, sale
de su caparazón, estira el cuello y comienza a fumar. Ensimismado en sus
pensamientos, da tres pitadas y de pronto tira el cigarrillo. Porque, por más
que quiera, no puede hacerse el tonto e ignorar su máxima premisa, la que lo ha
acompañado toda su profesión (su vida). La premisa lo asalta clara, ineludible
y silenciosa. El Caniche se para de un salto, agarra un trapito inmundo y sale
a limpiar los vidrios. Porque siempre, siempre, siempre hay que estar mirando
el mar. Ni un segundo puede perderse de vista.
El Caniche mete el trapito en un balde y limpia los vidrios. Mientras
refriega, se da vuelta para mirar el agua. No hay un alma. Sigue refregando,
pero enseguida vuelve a girar, porque sus ojos de águila no se han quedado
tranquilos. Gira hacia el norte y su mirada va al blanco como una flecha. A
unos trescientos metros ve el punto negro y lo reconoce como una cabeza. Sabe
que no se está ahogando, pero sabe, también, que algo no anda bien. Aquella
persona en el mar está lejos de la bajada de su casilla, con lo cual no es su
problema, sino el del Gorra, el guardavidas que tiene aquella cabeza justo
delante de su puesto. El Caniche se asoma, esperando ver salir al Gorra. Pero
no sale. Apurado, el Caniche entra a su casilla y agarra los largavistas. Dan
pena. Es como si alguien hubiera jugado a apedrearlos. Hace años que está
pidiendo otros y lo vienen bicicleteando. Mira por el lente derecho, el único
que funciona, y enfoca la cabecita. Además de estar unos doscientos cincuenta
metros hacia el norte (ya no trescientos, porque la deriva la va acercando),
está a doscientos metros mar adentro. Durante unos segundos el Caniche apunta
los largavistas hacia las casillas vecinas y espera ver movimientos de
preocupación. Pero no hay señales de sus compañeros.
Con un movimiento veloz, el Caniche vuelve a mirar la cabeza. Lo que ve,
aunque lo vea tan claro, lo desorienta. Es la cara de una mujer. Su expresión
tiene gusto a nada. El ojo derecho del Caniche se entrecierra y se esfuerza por
entender. El ojo izquierdo se choca contra el lente quebrado. Una mirada
inexperta podría confundir la expresión de esa señora y tildarla de tranquila.
Una mirada experta también porque, en rigor, así parece. O, más bien, es la
clasificación que queda por descarte, luego de ver que la señora no está
asustada, no está agitada, no está mirando insistentemente hacia la orilla. No
está, ni por asomo, tratando de salir. Simplemente, la mujer va boyando hacia
el sur. Lo único que el Caniche puede verle es la cabeza, así que sabe que no
está haciendo la plancha, en esa posición que adoptan los que se han rendido
luego de luchar desesperadamente contra el mar y no poder. Hay un momento donde
comprenden lo inútil de sus brazadas, lo absurdo y hasta ridículo de su
insistencia. Entonces, de golpe, dejan de luchar, hacen la plancha y se
entregan, de alguna forma se dan por muertos y se amigan con el mar. Y no
tienen idea de lo bien que han hecho, porque quizás sea su única posibilidad de
vivir. Ese no es el caso de esta mujer. Y aunque el Caniche no puede encajar a
esta señora en ningún otro caso de peligro, en las decenas y decenas que ha
conocido a través de cuarenta años de profesión, su olfato, su instinto
fenomenal ya lo han puesto alerta.
La deriva sigue llevando a la señora. Ella se deja llevar mansamente, sin
oponer resistencia. De pronto, el Caniche la observa bien y automáticamente la
asocia con un ave que reposa sobre las aguas. No tiene idea de por qué, siendo
casi las siete y con el sol bajando, la mujer no hace ni un gesto de
preocupación. La sigue con la mirada; para entonces ya está a cien metros de la
bajada de su casilla. Entonces el Caniche mira al Jirafa, su compañero de la
izquierda. Ahora la señora está frente a él. A este sí lo ve: está contentísimo
bailando en la casilla, tirando papelitos hacia arriba, quizás festejando que
llegó la hora de irse. Pero de pronto detiene su baile y pega la nariz contra
la ventana, el Caniche siente alivio porque entonces significa que vio a la
mujer, la vio y le va a tocar al Jirafa ser puntero del rescate. El Caniche,
cada vez más tenso, observa bien. El Jirafa despega la nariz, mira con sus
largavistas, enseguida los deja y con alegría arroja más papelitos. Comienza a
bailar otra vez, tira la cabeza hacia atrás y con las manos atrapa los
papelitos que caen. El Caniche se pregunta si el Jirafa puede ser tan gil y de
dónde habrá sacado esos papelitos. Se saca la campera, porque ya se ve en el
agua. De hecho, la señora está justo entre la casilla del Jirafa y la suya. Y
como la deriva va de norte a sur, no hay que ser ningún genio para comprender
que la mujer ya es asunto del Caniche. De él y solo de él, porque después es
zona sin guardavidas.
«Dios, Dios…», dice entre dientes el Caniche. «¿Qué hace esta mujer, Dios mío?». No puede ignorar dos cosas: primero que no
entiende qué le pasa a la señora. Segundo y sobre todo, no puede ignorar que ya
no importa. No puede especular, porque en este caso las posibilidades van de la
vida a la muerte, sin nada en el medio. Tiene que meterse. Sale de la casilla,
baja la rampa, se calza el torpedo y empieza a correr lo más rápido que le dan
las piernas y sus sesenta. Es puro corazón y adrenalina, ese es el impulso de
donde más se agarra, el que le da una rapidez extra, que no se condice con sus
años. Sus ojos brillan más que nunca, prendidos a la mujer que ya es su
víctima, su razón de existir en ese momento tan único. Ya son, solamente, él y
ella. El resto, es resto.
El Caniche está llegando a la orilla cuando de pronto algo lo quema, le
quema el muslo pero el dolor lo atraviesa de cuerpo entero, le quema en un
punto profundo de su cerebro. El Caniche grita, con la mano se quita la ceniza del muslo mientras sigue corriendo,
aturdido entiende y escupe el cigarrillo que lleva en la boca. A pesar del
estremecimiento salta con gran estilo las primeras olas, filtra por debajo la última
rompiente y sale de abajo del agua listo para dejarlo todo, ya hecho un
verdadero caniche, sus rulitos que al mojarse se aglutinaron y dejan entrever
el cuero cabelludo.
Nada. A cada momento levanta su cabeza y vuelve a enfocar a la señora, que
sigue en la suya, sin verlo. Él entonces refuerza su teoría de que la mujer
tiene algún problemita, porque ya está bastante cerca y en la inmensidad del
mar todo lo que no es mar debería, mínimamente, llamar la atención. Más aún
tratándose del Caniche, que adquiere un aspecto bastante particular cuando su
pelo rizado se moja. Después de todo de ahí nació su apodo, cuando diez años
atrás el Menta, en medio de un rescate, agitado y con la razón perturbada por
el rescate en sí, vio a lo lejos un perrito acercándose, un caniche, y tuvo el
impulso de ir a buscarlo. Pero no lo hizo. Primero, porque ya remolcaba a una
víctima inconsciente y no podía soltarla por más pena que le diera el perrito.
Segundo, porque entonces alzó su cabeza el Águila y el Menta vio sus inconfundibles
ojos celestes. Desde ese rescate, al Águila le cambiaron el apodo por Caniche.
Va boyando la señora como una botella en el mar, de mensaje indescifrable.
Es increíble, pero no ve al Caniche hasta que lo tiene bien de frente. Y cuando
lo ve, abre bien grande los ojos, se sobresalta y se sorprende. No entiende por
qué ese señor está ahí y, peor aún, no termina de entender lo evidente, que
está ahí por ella. Él lo percibe y entonces le clava sus ojos celestes para
confirmarle que sí es por ella.
—¿Qué hacés acá, mamita? —le
pregunta muy calmado.
La pregunta es tan acertada, tan sincero es el Caniche
cuando la hace, que sus palabras salen limpias como el mar, libres de ironías y
maldades.
La señora lo mira fijamente. De pronto, sus ojos se
zambullen en los ojos del Caniche. El corazón le golpea con fuerza y ella no
entiende por qué. El Caniche no lo sabe, pero fue él quien abrió la barrera de
sus propios ojos y dejó que la mujer pasara. Ella no lo sabe, pero también deja
pasar al Caniche. Quizás, fueron los dos a la vez. Se ven por dentro, tan solo
un segundo. Cuando vuelven a verse por fuera, la mujer responde tiritando. No
por lo que acaba de sentir, sino porque está al borde de la hipotermia. Hace
como veinte minutos que está en el mar, sin hacer ningún movimiento.
—Quería ver cómo estaba el agua… —dice ella. Tiene los
labios morados.
—Ah, bueno… ya viste… —Acá el Caniche no resiste la
ironía ni su cansancio—… ahora vamos, vamos que te llevo…
—No… —dice la mujer—, no hace falta… —Y mientras dice «No hace falta», se agarra bien fuerte del torpedo que
le alcanza el Caniche.
A él no le sorprende que la señora diga que no y haga
otra cosa. Ha visto esa contradicción decenas de veces y en todas ellas el
instinto más primitivo de aferrarse al torpedo le pasó por encima al orgullo
que se niega.
En muy poco tiempo la expresión de la señora ha sufrido
varias y severas transformaciones. Ha pasado por la más sincera de las
sorpresas, se ha transformado de golpe en una expresión honda e incomprensible
(al sumergirse en los ojos del Caniche), ha virado luego al desconcierto cuando
por fin se dio cuenta de su situación, haciéndose interiormente la misma
pregunta que le hizo el Caniche. «¿Qué hago acá?», y entonces ha mirado alrededor, mar en todas direcciones, la orilla
lejana. Su rostro, entonces, pasó del susto al más cabal pánico. A pesar de que
el Caniche ya la tiene bien sujeta y la está sacando, en la cabeza de ella hay
un solo pensamiento que la golpea como una vena a punto de explotar. Con los
ojos bien abiertos, su cara apuntando al cielo, lo repite en silencio con
pequeñas variaciones: «Me voy a morir. Sí, me voy a morir. Y bueno, voy a morirme». Por ahí, sin darse cuenta, lo dice en
voz alta:
—Me voy a morir, dios mío… —Mira el cielo y el mar, el
brazo peludo del Caniche, ve todo borroso, se despide de la vida.
—No vas a morirte nada, mamita —le dice el Caniche entre
respiraciones agitadas—. Ya te tengo…
—Voy a morirme… —Ella realmente lo cree, se le frunce la
pera y empieza a pucherear.
—Ayudame —le dice entonces el Caniche—, ayudame, dale,
pateá… dale que ya llegamos… —Ni remotamente cree que la patada de la señora
pueda hacerle ganar velocidad. Se lo dice por compasión, para que ella se
concentre en otra cosa.
Entregada, la mujer empieza a dar unas pataditas
lastimosas. Y cuando lo hace, surge una fuerza en ella, una muy pequeña pero
suficiente como para dejar a un lado la idea de que va a morir. Ya no lo dice.
El Caniche, «que
todas las ha vivido», lo comprende y vuelve a alentarla.
—¡Pateá! —le grita—¡Pateá! Dale, dale… falta poco… dale,
ayudame… ¡Pateá que salimos!
Como si esas palabras despertaran una bestia, la señora
estalla en explosivas patadas. No ayudan para nada, pero son tan fuertes que
levantan el mar en una lluvia. Por momentos, pesadas y frías gotas caen en la
nuca del Caniche. Ella, a medida que patea, va siendo tomada por la fe.
Conmovida, empieza a sollozar.
Se van acercando a la orilla. El Caniche sujeta con más
fuerza a su víctima y mira de reojo hacia atrás. Viene una ola.
—¡Abajoooo! —grita y filtra la ola con señora y todo.
Salen. Traicionera, una segunda ola les rompe encima.
Durante unos segundos, son revolcados con fuerza por el fondo del mar, hacen
giros fantásticos que ni ellos mismos pueden imaginar. Todo está negro, todo es
urgencia por salir a la superficie. A pesar del agotamiento y del revolcón
final que el mar les da como cierre, el Caniche se concentra únicamente en no
soltar a la mujer. Si ella se rompe, él va a romperse con ella. Al fin, el mar
los escupe en la orilla.
Despatarrada en la arena, perdida y aceptada su falta de
dignidad, la señora rompe a llorar. El Caniche piensa que es lo último que le
faltaba. Pero también siente pena. Y de repente ternura, porque ella se hizo un
bollito y así llora.
—No me hagas esto... vamos, vení… Te prometo que desde
acá arriba todo se ve mejor… —El Caniche le extiende la mano.
—No, no… —Llorando, ella se agarra de la mano de él y se
levanta despacio.
Está en estado de shock. Le cuesta ver y escuchar.
Tiembla de cuerpo entero.
Caminan hacia el puesto. La señora hace lo que puede,
casi todo su peso se apoya en el Caniche, que la agarró de un brazo y se lo
pasó por detrás de su cuello, para sostenerla mejor. Lentamente la lleva, como
a un soldado herido.
A duras penas, suben a la casilla. El Caniche sienta a la
mujer en la tarima y prende las dos hornallas del anafe. Después le cubre la
espalda con un toallón desgastado. El paso de cuarenta años ha hecho estragos
en esa toalla. Mucho, mucho tiempo atrás, el Caniche la encontró en su casilla
y casi la tira, porque no era suya ni tenía idea de cómo había llegado hasta
ahí. Desde entonces, más de una vez la hizo un bollo, dispuesto a tirarla en la
bolsa de basura que día tras día deshecha al terminar su trabajo.
—Hoy sí… —dijo en más de una oportunidad con el brazo
levantado apretando la toalla. Siempre, en esas ocasiones, le ha temblado el
pulso y meneando la cabeza ha vuelto a dejar la toalla en la casilla, dándose
cuenta de que era incapaz de tirarla. Nunca entendió por qué.
La toalla que más de una vez lo hizo sentir un croto, es
la que ahora cubre a la mujer. Es casi transparente de lo viejita, pero aun así
esa toalla le va pasando, como una caricia, un tibio alivio en la espalda, una
sensación de hogar, un calorcito de poncho. Fueron pasando los minutos, la
señora ya no llora pero sigue muy conmocionada. En ese momento, los dos están
en respetuoso silencio. El Caniche ante el mar, que es su bandera. La mujer
ante el Caniche y ante su propia vida que ahora sabe a nueva, a un regalo. De
repente, comienza a hablar:
—Discutí con mi marido… gracias, gracias… soy Estela…
Perdón… gracias por irme a buscar, yo no sé… —Rompe a llorar otra vez, todo lo
que se le cruza por la cabeza lo dice—: Gracias… no sé qué se me pasó por la
cabeza… ¡necio, necio!... muchas gracias… mi marido… vi un reflejo y me metí…
¡Ne-ne-cio!
—Calmate Estela.
El Caniche quiere irse. Mira la hora, son las siete y
veinte, anochece y anhela llegar a su casa, darse una ducha caliente. Sin
embargo, mira a Estela y recuerda la secuencia de los hechos, cómo esa señora
boyó mar adentro por más de trescientos metros.
—¡O quizás más…! —grita agitado, dándose cuenta— A
trescientos metros la vi yo… —dice para sí mismo, tratando de entender qué fue
lo que ocurrió—. Pero… ¿desde dónde venías Estela?
Estela baja la cabeza.
—Estoy en el balneario… estaba. Ahí estaba parando… —Se
siente avergonzada y tonta. No sabe a cuantos metros queda el balneario, pero
sabe que son muchos.
Al Caniche casi se le cae el pucho de la boca, de puro
asombro. Profundamente agitado, no puede contener su curiosidad.
—¿Sabés? —Y él mismo, hombre de pocas palabras, se
sorprende de hablarle a una extraña—. Vas a quedar para siempre como el caso
Estela. Te juro, nunca viví ni escuché de un caso así…
Da una pitada profunda y larga de a poco el humo.
Entrecierra los ojos y asiente.
—El caso Estela. —Vuelve a asentir.
Inconscientemente, el Caniche está tomando notas
mentales, los puntos clave que definen el caso Estela. Como destellos, vuelve a
ver la secuencia en cuatro o cinco imágenes: cabeza yendo con la deriva.
Expresión inexpresiva. No hay señales de que la víctima quiera salir. El Jirafa
tirando papelitos hacia arriba (esta imagen se le filtra por el cerebro, por
más que no tenga que ver). La víctima no mira hacia la orilla. Ave flotando.
El Caniche hace una rápida cuenta.
—¡Hay mil cien metros desde el balneario, Estela! ¿Cómo
puede ser?
Estela lo mira avergonzada y agacha la cabeza.
—¿Cómo puede ser que ninguno de mis compañeros haya visto
la rareza? —Él hace preguntas en el aire. Ni siquiera está mirando a Estela.
Pero ella cree que le está preguntando, así que niega con
la cabeza, aunque no entienda bien lo que entiende el Caniche.
—Estela: su familia debe estar preocupada... es raro que
no me esté sonando el handy… ah, está roto… Vamos, vamos que te llevo…
Ella no se opone, está entregada a ese señor. Sabe que
probablemente le debe la vida. Él junta sus cosas, las hace un bollo y las mete
en su bolso. Cierra todo y en menos de cinco minutos está parado junto a la
puerta, listo para salir. Entonces nota que Estela no está muy activa que
digamos. La ve de espaldas, mirando la toalla que acaba de sacarse y dejar bien
plegada sobre la tarima.
—¿Qué pasa Estela? —Al Caniche se le está acabando la
paciencia —. Vamos… Dale Estela… que me quiero ir…
Inmóvil, ella no responde. Gira apenas, lo mira
avergonzada y enseguida vuelve a mirar la toalla.
—Qué pasa Estela… vamos, ¿o querés quedarte acá hasta
mañana…?
Con ojos suplicantes, ella le dice:
—Quería preguntarte si puedo llevar la toalla... para el
camino… tengo frío… Después te la doy… perdón, perdón por todo…
—Sí, sí… —dice él, impaciente—. Dale, agarrala y vamos.
Repentinamente contenta, Estela vuelve a cubrirse la
espalda con el toallón.
Bajan por la rampa, se suben a la moto. El Caniche encara
para la orilla y de ahí al norte, en dirección al balneario. Se abandona en su
moto, ya no piensa en su rescate, su ego se fue achicando con los años y el mar
se hizo cada vez más grande. No es extraño que después de un rescate, el
Caniche mire el mar y le agradezca por haberle dado una mano. En la playa no
queda casi nadie. Hace frío y anochece. Apenas unas pocas siluetas se mueven
como sombras en la oscuridad. Nadie advierte al Caniche ni a su sobreviviente.
Pero, si acaso hubiera por ahí un observador sincero, no podría dejar de
percibir que ese hombre está viviendo en otra época, quizás en varias a la vez.
Tampoco el Caniche se da cuenta. Sentado en la moto, se deja transportar
dulcemente haciendo apenas el esfuerzo de manotear el manubrio para no irse al
mar. Ni él lo sabe, pero así como está se parece bastante a Estela boyando, en
una continua deriva. No lo sabe, pero su moto está a punto de dejarlo a pata.
En cámara lenta, caen de la moto. Estela se para de un salto,
sin siquiera apoyarse en la arena. A las puteadas, él intenta arrancar la moto
un par de veces, pero enseguida se da cuenta de que es inútil. Mira alrededor y
decide dejar la moto debajo de la casilla que tiene más cerca. Toma el manubrio
y comienza a arrastrarla. En esos metros, empieza a ganar cada vez más energía
y fuerza, a pesar del rescate que lleva encima y de la arena que ese día está
más blanda que de costumbre. Deja la moto apoyada en un poste. Por un segundo
se siente confundido y encara la rampa para subir a la casilla. Pero entonces
mira hacia la orilla y ve a Estela. Está esperándolo, dando saltitos en el
lugar. Aunque no haya apuro, él corre hasta la orilla, corre y se siente
increíblemente vivo.
—Vamos —le dice a Estela—, quedarán unos cuatrocientos
metros…
Empiezan a caminar. Van en silencio, como se va hacia un
destino verdadero. El sol está apurándose para ellos, para cuando lleguen. Sube
tan rápido que a los pocos pasos lo tienen bien de frente. Por momentos, él se
cubre sus ojos claros, alzando la mano. Con la otra mano acaba de agarrar la
mano de Estela, que ahora es su protegida, su razón de ser en ese momento. En
las casillas cercanas, se alzan banderas blancas. A lo lejos, se empiezan a
escuchar aplausos, primero sueltos, después se juntan, después se contagian y
crecen. Cubren la playa, como una crecida del mar.
El Águila sube a Estela a cococho y así la lleva,
tomándola por ambas manos. Ella mira hacia todos lados, tratando de encontrar
las únicas caras que conoce, las de mamá y papá. No las encuentra y la playa va
transformándose en un horrible abismo, en un desierto borroso que no para de
girar y girar. Siente ganas de llorar pero no puede. No sabe que esa misma
playa, todos esos extraños, son los que se levantan en un aplauso, para ella.
No sabe quién es el hombre que la lleva a cococho. Y aunque sabe que no tiene
que andar con extraños, él ya no lo es, porque es al único que ahora conoce.
Joven, hábil y fuerte, el Águila sube la rampa cargando a
Estela en sus hombros. Pasan apenas dos minutos, que para ella no son tiempo,
sino confusión y angustia, un tremendo caos donde faltan las caras de sus
papás. A unos treinta metros, ellos vienen caminando muy rápido, de a momentos
meten un trotecito, sus rostros ya fijos en la casilla azul, donde ven a su
hija. El Águila los detecta enseguida y se los señala a Estela. Compasivo, para
no hacerle más larga la espera, baja de la rampa, baja a Estela y le suelta la
mano. Sus papás ya están ahí. Cuando al fin se reúne con ellos, Estela se larga
a llorar. Llegó a creer que no volvería a verlos, que habían desaparecido, que
la habían abandonado.
Ya aliviada, la mamá de Estela está hecha un lío. Se ríe,
llora, abraza a su hija, le frota los bracitos para darle calor, le da un beso,
le da un beso al Águila, cubre la espalda de Estelita con el toallón que
siempre tuvo apretado en la mano, símbolo de que su hija estaba perdida. Porque
fue cuando vio su toalla, a dos metros de la sombrilla, sola y sin Estelita,
que supo que se había perdido.
Los padres no dejan de agradecerle al Águila, ya están
medio pesados. Una y otra vez, la mamá le ofrece secarse con el toallón. El
Águila se niega un par de veces pero luego lo acepta, no solo porque está
muerto de frío sino para que dejen de insistirle. En dos minutos muy confusos,
Estela sigue llorando, la mamá intenta calmarla mientras sigue dándole charla
al Águila, el papá de Estela ya está en cualquiera, el Águila mira el mar y ve
que hay más gente, aprovecha y amablemente se despide de la familia. Antes de irse,
acaricia la cabecita de Estela y le dice: «Ya pasó».
Estela no deja de mirarlo. Ese hombre, esa cara, esos
ojos celestes y brillantes. No sabe quién es, pero sabe que sí importa, para
ella importa. El Águila les da la espalda y comienza a alejarse, rumbo hacia su
casilla. Tomada del brazo de su mamá, Estelita los mira fijamente, a él y a su
toallón preferido. Quiere decirle a su mamá pero no se atreve. En cambio se
queda muy quieta, mirándolos. A su toallón que se va con él, como una capa
colorida, que se levanta con el viento.