Para todas las amadas tías.
7
de abril del 2016
Hola tía,
hoy cumplirías
años, o cumplís. No sé si cuando uno muere sigue cumpliendo años. Pero voy a
suponer que sí. Así que feliz cumpleaños.
Ya hace dos años que
te moriste. Lo escribo así sin vueltas, para no decir que te fuiste ni que te
perdimos. Lo digo así sin vueltas como hablabas vos.
Estos últimos años
no podía recordarte sin ponerme a llorar. Estaba muy triste porque no iba a
verte más. Trataba de recordarte en tu departamento, en los viajes que
compartimos, y no podía verte.
Entonces, quizás
de forma egoísta, te pedí ayuda. Y vos no dudaste: viniste a buscarme. No sé
cómo hiciste ni trato de entenderlo, pero lograste que nos encontráramos bien
de frente y despacio, como para darnos tiempo a mirarnos. Te quedaste bien
quieta y me mostraste tu cara sin apuro, para que yo pudiera verle cada
detalle. No hablaste, pero fue como si me dijeras: «¿Pero cómo que no podés verme? Ya no llores y mirame
bien, que acá estoy. Dejá de recordarme nada más que en la clínica, porque no
fui solamente eso, no fui solamente esa semana. No me dejes atrapada ahí.
Sacame. Volvamos a caminar por las callecitas de Córdoba. No mucho… porque después
me duele hasta el alma. Dale que tenés de sobra. Dale que tuvimos mucho, como
treinta años. Así que empezá a ponerme en esos lugares que ves vacíos hace
demasiado tiempo».
Me miraste fijamente
un buen rato. Creo que te estabas asegurando de que te hubiera entendido. Y de
que antes de irte tenías que saber que ahora sí, te quedabas conmigo para
siempre. No sé si entendí enseguida, pero mi dolor ya estaba retrocediendo y te
diste cuenta.
Antes de irte, me
dijiste que me amabas. Yo también te dije que te amaba. Y cuando te lo dije,
sentí que eso era lo que hacía falta, que así estaba bien, que algo dentro de
mí empezaba a ceder. Nos amábamos: eso era lo único con lo que teníamos que
quedarnos.
Después que
viniste a ayudarme, todavía necesité unas semanas más. Hasta que un día, uno de
los tantos que pensaba en vos, me acordé de algo que dijiste y empecé a reírme
sola.
Entonces empecé a
ver de nuevo tu cara… la cara de mi tía. Y de a poco comencé a revivir los
momentos que pasamos juntas… nuestra historia.
Llego a Córdoba, a
visitarte. Estoy abajo de tu departamento y acabo de tocar el portero. Me voy a
la calle, porque una de las cosas que más me gustan es verte aparecer en la
ventana. Al fin se asoma tu cabecita, me ves, me sonreís, abrís los brazos mientras
decís «Bebeeee». Siento que es un momento
perfecto, porque para mí esa ventana, de marco verde, no existe ni puede
existir sin tu cara. Cuando al fin veo tu cara en la ventana, siento que algo
dentro de mí se acomoda, como si dijera «Ahora sí, el cuadro está completo… ahí está la hermosa cara de
mi tía, encuadrada en el marco verde».
—¡Atajá bebé! —gritás mientras me arrojás el manojo de
llaves.
Me querés un montón, pero seguramente estabas en la cama
y bajar a abrirme te da fiaca.
Subo hasta el primer piso. Toco la puerta, se abre.
Después de un año, volvemos a vernos. Te abrazo muy fuerte. Es reconfortante,
porque es como abrazar a un pato, suave y morrudito, de esos que hay en los
lagos artificiales. Tu cuello alargado se encorva y se hunde en mi pecho. Tu
torso es pequeño y frágil, puedo rodearlo fácilmente. Luego tu cuerpo se va
ensanchando hasta concluir en unas generosas caderas.
Mientras acomodo el bolso y demás, veo que tus caderas se
dirigen hacia tu habitación. Van despacito, con un suave vaivén.
—¿Adónde vas? —Yo ya sé, pero empiezo a pincharte.
—Voy a recostarme un rato bebé…
—Son las tres de la tarde… —te digo como un reproche.
No tenés hijos ni marido. Vivís sola hace cuarenta años.
Ahora llegué y voy a romperte las pelotas diez días seguidos, pretendiendo que
cambies algunos hábitos que no me parecen saludables. Tengo veinticinco años y
todavía no aprendí que nadie puede cambiar a nadie. Sin avisarte, empiezo por
abrir una de las ventanas. Quiero ir de a poco, así que dejo el postigo como
está —cerrado— aunque me parezca deprimente. No deja ver hacia afuera, aunque
el pulmón de manzana no sea menos deprimente. Pero al menos uno vería aire. Entre
cuatro paredes llenas de grietas y moho, es cierto. Pero vería aire y un
cuadradito de cielo. Tenés el oído de un gato.
—¡No me abras las ventanas, teeeesoro…!
Me asomo a tu habitación. Estás echada leyendo un libro.
Irónicamente te digo que los seres humanos necesitamos respirar, que me des
unos minutos con la ventana abierta, que voy a almacenar todo el oxígeno que
pueda y lo voy a ir administrando durante los próximos días. Decís que bueno,
pero que después no me olvide de cerrarla. Luego me mandás a comer algo.
—Fijate en la heladera, bebé… Te compré comida para que
tuvieras cuando llegaras…
Voy a la heladera. Hay un montón de paquetes de
rotisería. Aunque no me guste el microondas, pongo a calentar la milanesa ahí,
porque si llegara a querer prender el horno te alterarías bastante y me darías
muchas razones, todas muy frágiles, de por qué no prenderlo. Es probable que no
uses el horno hace veinte años, si es que alguna vez lo usaste.
—¡Ey…! —te grito—. No me ves hace un año… vení a comer
con tu sobrina.
Escucho movimientos en tu habitación. Oh, hay vida. Me
alegro. Al rato aparecés con tu batón celeste a rombos. Olés a cremas. Te
arrastrás hasta la mesa y te sentás a mi lado. Todavía no almorzaste, así que te
insisto para que comas algo. Decís que te duele el estómago.
—Eso ya lo sabemos, tía… —digo socarronamente—. Siempre
te duele el estómago…
En eso te levantás y vas a la cocina. Niego con la
cabeza, porque sé que a la cocina vas a fumar. Pero para mi sorpresa aparecés
enseguida, con un platito en la mano. La cantidad de merengue en la porción de
torta que traés es algo bestial, que roza el mal gusto. Te sentás. Muy contenta
me decís que se te abrió el apetito. Entonces te recuerdo que te duele el
estómago.
—¡Se me pachó! —Hacés un bailecito con los hombros, como
diciéndome ¿No ves?
Me rio. Vos ya estás hundiendo la cuchara en la torta.
Así comienza nuestra convivencia. Tenés mil mañas hace
mil años. Yo ya me las sé de memoria, pero igual vas a recordármelas todos los
días. Voy a aceptarlas sin chistar. En rigor, voy a ignorarte (aunque no
siempre). Quizás años atrás trataba de entender, realmente, qué me estabas
pidiendo. Hasta que me avivé de que todo era pura maña. Sobre todo eso que me decís
cada vez que voy a bañarme, eso de que no deje ninguna bolsita debajo del
calefón.
—… debajo del caleeefón, teeesoro, que puede volar una
chispa…
Hablás de un posible incendio.
—Claro, Huges… —te digo. Porque cuando me das mucha
ternura, me sale llamarte por tu apodo.
Pero más allá de la ternura, te estoy mintiendo y voy
directo a bañarme. Aunque a veces, voy a confesártelo, paso antes por la cocina
y chequeo que no haya nada abajo del calefón. Realmente no sé por qué lo hago.
Pero a fuerza de muchos años algunas de tus mañas terminaron por imponerse,
sobre todo aquellas en las que mencionás incendios, explosiones y a la tía
Juana, recordando aquella vez, hace cincuenta años, cuando se le voló la mitad
de la casa. Es llamativo que en esa anécdota, ni mamá ni vos aclaren cómo quedó
la tía Juana.
El departamento es tu reino. Desde la cama o desde tu
señor sillón, vas impartiendo pequeñas instrucciones de cómo funcionan las
cosas en tu covacha. Cuando estás en la cama y yo en la cocina, no puedo verte
y solo escucho tu voz. Tus pedidos tienen un tono amable y un dejo de lamento.
A pesar del correr de los años, la instrucción no cambia, incluso usás las
mismas palabras y en el mismo orden. Solo ahora dudo de si eras realmente vos
quién la daba, o tenías grabado un casete con todas las instrucciones y desde
la cama apretabas el botón de la que iba (Microondas. Calefón. Etc.). O si en
realidad, aunque no la dijeras, yo podía escucharla igual…
—Tesoro acordarte de que si ponés dos minutos el microondas,
primero llevás la perilla hasta cinco y después la volvés a dos…
Lo que para mí antes era una tremenda estupidez, se ha
convertido en ley. Estoy junto al microondas, llevo la perilla hasta cinco y
luego la regreso hasta dos. No estoy muy convencida, pero lo hago. Una vocecita
dentro de mí susurra que quizás, sino lo hiciera, realmente podría explotar todo.
Llega el fin de semana. Viene a quedarse la Silvi, mi
prima. Bajo a abrirle, le doy un beso. Pero recién cuando subimos la aparrucho
bien fuerte. Ella es una osa llena de amor. Tiene un par de años más que yo,
pero por un retraso madurativo dicen que es como si tuviera diez años. Cuando
le miro los ojos, veo unos ojos limpios. Y me doy cuenta de que a pesar de
todas las dificultades, el maltrato y las pérdidas que ella ha atravesado, nada
logró torcer su mirada, mancharla, ni arrimarla un centímetro a la maldad. Sus
ojos siguen buenos, son de color miel.
La Silvi va y te abraza. Se funden las dos osas. Mi prima
perdió a su papá hace más de diez años. Su mamá se murió hace poco más de uno. Más
tarde ella va a decirme:
—¿Viste que se murió mi mamá?
—Sí…
—Y a mi papá tampoco lo tengo más...
No sé qué decirle. Me acerco y le doy un beso en la
cabeza. Ella se encoge de hombros, me mira y me dice:
—Me quedé sin el pan y sin la torta… ¿a vos te parece?
A mí se me cierra la garganta. La abrazo y le digo que te
tiene a vos.
—Mirá —le digo, porque sé que eso la divierte—, ya está
fumando de nuevo… vamos a molestarla…
La Silvi larga una risita y se frota las manos.
Ahora más que nunca entiendo que la Silvi te tenía a vos
pero que, sobre todo, vos la tenías a ella. Te imagino en la cama, donde
pasabas mucho tiempo. Incluso a mí, cuando iba a verte, me costaba un montón
sacarte de ahí, aunque fuera solamente para jugarnos un chinchón en el living.
Sé que más de una vez no habrás tenido ganas de
levantarte. Pero la Silvi te necesitaba. Vos la necesitabas a ella y te
levantabas.
8
de abril del 2016
Hola tía,
te quería contar
algo que me acordé ayer a la noche, después de escribirte… a pesar de no tener muchos
recuerdos de cuando era chica, tengo unos pocos que recuerdo mucho:
Estamos en uno de
los supermercados de Córdoba. Mi hermano el Gordo y la Silvi tienen más o menos
diez años. Yo ocho. Corremos enloquecidamente por todo el súper, jugando a la
mancha. Aunque no te veo, sé que andás por ahí haciendo las compras. Después
hay un blanco. Luego se acerca mi hermano y me propone que hagamos un negocio
para ganar algo de plata. Como es mi hermano mayor, lo sigo en todo. Me dice
algo así:
—Compramos unos vasos y
los rifamos…
Ese es todo el
plan. En la góndola junto a nosotros hay packs de seis vasos, valen algo así
como $20, para nosotros un valor inalcanzable.
—No tenemos plata para comprarlos… —digo.
—Ya sé cómo hacer...
Vamos al sector de seguridad y decimos que te perdimos,
que perdimos a nuestra tía. Es mentira, porque a tal hora habíamos quedado en
encontrarnos a la salida. Te llaman por el parlante. Al ratito te veo venir
recontra preocupada. Cuando te decimos la verdad, decís que «Nos vas a hacer re cagar» y mientras
nos abrazás a los tres como una mamá osa.
Mi hermano te explica el negocio que queremos hacer. Nos
falta plata para arrancar. Te pregunta si te gustaría comprarnos unas rifas,
con esa plata nosotros podríamos comprar lo que vamos a rifar. Decís que sí
enseguida, que te mostremos los números que tenemos. Con mi hermano nos miramos
y no sabemos qué decir. Te empezás a reír, porque nos agarraste. Después nos
acompañás a buscar los vasos. Ni entonces ni después me doy cuenta de que te
estamos cagando, porque aunque hayamos dicho que la plata que te pedíamos
correspondía a tus rifas, nunca razonamos que después tendríamos que devolverte
el valor de los vasos. Así que desde el vamos sos la propietaria real de los
vasos. Más tarde, nosotros venderíamos rifas de algo que era tuyo. Algo
completamente inentendible. Tía, te juro que no me di cuenta. Por mi hermano no
puedo poner las manos en el fuego.
Estamos en la caja. Estás comprando dos packs de seis
vasos. A mí me da vergüenza y te digo varias veces que era un solo pack.
Llegamos a la casa que era de mis abuelos, donde vive la Silvi
con su papá y su mamá, la Nelly. Ahí nos estamos quedando con mi familia.
Además de mis papás, hay una señora a la que los grandes llaman «la vecina». También hay un señor llamado Elétor. Un par
de años después iba a entender que no se llamaba Elétor, sino Héctor, y que
Elétor era el pegote entre El+Héctor, porque a todos los nombres le meten
artículos. Con mi hermano empezamos a vender las rifas. Hasta tenemos un talonario,
supongo que al salir del súper nos lo compraste.
Es algo así lo que pasa: cada rifa sale $2 y tenemos
veinte números. Mamá y papá nos compran dos o tres números. Veo los billetes de
$2 rotos y arrugados, tengo la horrible sensación de que no apoyan nuestra idea,
sino que más bien quieren sacarse de encima esos billetes. La vecina compra uno
o dos. La Nelly nos dice a las carcajadas «¡No hay plata, chiquitos… no hay plata!» y a los gritos nos manda a joder a otro lado. Elétor finge que no nos ve (ni
siquiera que no nos escucha). Ahí aparecés vos, tía, y nos preguntás cuántos números
nos quedan. Como dieciséis. Yo estoy desilusionada. No sé de negocios pero con
mi rudimentario entendimiento puedo darme cuenta de que el nuestro viene para
atrás. Nos llamás aparte y nos decís que querés diez números. Y también querés
cuatro para la tía Nelly. Yo no quiero que le compres rifas a la Nelly, pero de
prepo nos encajás un billete. Es la primera vez que tengo un billete de tanto
valor. Tía, ahora presiento que no fue casualidad que no compraras todo el
resto del talonario. Que a propósito dejaste que nos quedaran dos o tres
números, para que aprendamos que la cosa no era tan fácil.
Durante la cena, rifamos los vasos. En silencio, pido que
no gane la Nelly. Como es de esperar, ganás vos. Más tarde veo que estás
guardando los vasos en la alacena de la Nelly. Es de noche y te estás por ir a
tu departamento. Te pregunto por qué dejás los vasos ahí. Me explicás que en
esa casa faltan vasos y que vos tenés de sobra. Me pongo muy triste…. quiero
que te lleves los vasos que ganaste (quizás sí, muy en el fondo, llego a intuir
que los vasos te pertenecen doblemente). Tal vez porque me ves triste, me decís
que bueno, que otro día te los llevás. Me doy cuenta de que no es verdad y que
los vasos van a quedarse, para siempre, en lo de la Nelly.
Te vas, con tu cartera negra y sin los vasos.
Me pongo a llorar. Le digo a mamá que la Nelly no compró
ni una rifa, que vos le compraste rifas, que igual salió un número tuyo y que
encima de todo eso se los regalás. Tengo ocho años y no me sale la palabra
injusticia. Mamá me dice que no llore. «Así es la tía», dice.
Hoy, cuando miro para atrás, veo un montón de personas…
hacen algo parecido a lo que entonces hicimos nosotros en el súper. Te piden
plata, compran vasos, los vasos se rompen todos los meses, te piden plata otra
vez porque necesitan vasos. Vos ayudás a todos. No hay rifas ni premios, nada
que vos puedas ganar a cambio. Pero esas personas que veo no miden un metro y
pico, ni juegan a la mancha en el supermercado. Son tipos y tipas grandes, de poco
pelo y talones ásperos. Sabían. Vos también sabías.
Como una vez que estaba en tu departamento y escuché esa
conversación telefónica. Te estaban mangueando. Y vos no preguntaste nada, en
dos minutos hecho… no solamente ibas a darle plata sino que ibas a mandársela.
Yo estaba re caliente y te pregunté por qué al menos no venían a buscarla.
—¿Vos te das cuenta, tía?
No sé por qué te pregunté eso, porque de boluda no tenías
nada.
—Claro que me doy cuenta… pero sabés qué pasa bebé… no
tengo ganas de que me jodan…
Me mostraste una sonrisa cansada pero, también, llena
viveza… como si dijeras: «Les doy
para que no me quiten… ni la paciencia, ni el tiempo».
Puede que sí, pero esa era solo una pequeña parte. La
gran parte era la otra, la que yo, siendo tan chica, presentí ese día de los
vasos. Por algo lo recuerdo tan bien. Nos compraste más vasos de los que te
pedíamos. Nos compraste el talonario. Nos compraste las rifas. Le compraste
rifas al que no quería o no podía pagarlas. Te ganaste los vasos. En esa
sucesión de hechos, tía… te veo. Y a través de los años, volvería a verte. Los
hechos iban a ser otros, pero vos no. No era para que no te jodieran. Eras
buena y generosa. Tenías un corazón gigante… no había con qué darle. No alcanzabas
a dar algo que ya estabas dando otra cosa. Esa sucesión terminó cuando dejaste
los vasos en la alacena de la Nelly: fue el broche. El broche que a los ocho años
me resultó chocante, hoy lo revivo y lo veo como inevitable. Te vi alejarte,
por el pasillo oscuro, y me puse a llorar.
Quizás ese día se me grabó a fuego porque, a pesar de
tener ocho años, te vi. Así eras, tía. Y eso, sin saber entonces por qué, llegó
a dolerme.
7
de abril del 2017
Hola Hú,
feliz cumpleaños.
Sabés que pienso que
en un momento de nuestra relación tía-sobrina el tiempo se detuvo y no me di
cuenta. Me trataste siempre como a una sobrina chiquita. Y yo te veía entonces
como a la tía, la eterna tía de mi niñez, la que cada vez que iba a visitarla
se preocupaba porque en la alacena hubiera Nesquik. Así fue siempre, aun cuando
yo ya pisaba los treinta y hacía años que había dejado de tomar chocolatada.
Pero nunca te dije que había cosas que ya casi no comía. No para no
despreciarte, sino porque realmente no lo pensaba, como si desde el momento en
que llegaba a tu departamento entrara a vivir en un túnel paralelo, en una
especie de segunda infancia.
Entonces tomaba
chocolatada, comía pan con manteca y dulce de leche, le metía mayonesa a la
comida, me hacía sándwiches de jamón y queso a cualquier hora. Creo que una
parte de mí sentía, realmente, que tenía diez años. Vos me alentabas a comer, quizás
no bien, pero sí mucho. Me decías que habías comprado todo eso para cuando
llegara. Que coma. Y ya que estabas, comías vos también. Cosas que no podías
comer, pero que gracias a mi visita tenías a mano.
Te moriste una mañana…
yo estaba en tu departamento y me llamaron de la clínica para avisarme. Unos
días después empecé a sentir más angustia de la que ya sentía, porque me di
cuenta de algo: nunca, o casi nunca, parecí tomar real conciencia de que ya
éramos dos adultas. Y entré a reprocharme, a preguntarme cuántas veces nos
habíamos sentado, café de por medio, y yo te había preguntado, te había
preguntado en serio, cómo estabas. Fueron muy pocas. Pero algo llegó a
consolarme: las veces que te pregunté algo importante, no quisiste hablar
demasiado. Fuiste siempre medio esquiva. Tal vez vos tampoco me necesitaras a
mí como a una adulta, como alguien con quien hablar y ponerse serio. Ojalá,
tía. Porque entonces me acuerdo de esa vez que nos compramos un kilo de helado,
de tres tipos de dulce de leche, y nos comimos todo el pote sentadas en la
cama. Vos tenías las piernas cruzaditas y estabas feliz. Comías directo del pote,
a los cucharazos limpios. Nos íbamos quitando el pote de las manos. Parecías,
parecíamos realmente unas nenas, felices con su helado. Vos estabas tentadísima,
a cada rato soltabas una carcajada y decías que parecíamos dos lechoncitas, que
qué vergüenza bebé, que el helado no se come en la cama.
Ojalá, tía, vos me
necesitaras así, despreocupada e infantil. Y que cuando yo entraba a tu departamento
sintiendo un regreso, un pararse el tiempo, esa extraña sensación de no tener
edad ni vos ni yo, ojalá vos también entraras conmigo por ese túnel, y por diez
días prefirieses eso, eso que había entre nosotras: pura ternura, yo siempre
medio boba girando por el departamento haciéndote bromas, anclada en la edad
del pavo por más de quince años, hinchándote para salir, para que dejaras el
cigarrillo. Hasta inventé una canción para que dejaras de fumar. A vos te gustó
mucho la letra y quisiste aprenderla. Así que cada vez que arrancaba a cantarte
te ponías contenta y te enganchabas enseguida. Aunque la letra te bardeaba
bastante, la cantabas entusiasmada, fumando junto a la ventana.
Pero varias veces
sí, te pregunté algo serio.
Estás en la
cocina. Como siempre, dulce y hermosa. Te miro desde el living y no puedo creer
que toda tu vida hayas estado sola. Me acerco y te pregunto por qué nunca te
casaste, ni te juntaste ni nada. No es casual que me salga esa pregunta, porque
son cerca de las seis de la tarde.
No me esquivás, pero tampoco mostrás entusiasmo en
responderme.
—No sé, bebé… se fue dando así…
—¿El Rubén fue tu novio? —te pregunto. Conozco la
historia, pero muy al pasar.
—Sí, fuimos novios un tiempo… allaaaá… en mis años mozos
—Decís en tono teatral, te tocás el pelo y hacés la mímica de tirártelo hacia
atrás.
—¿Y qué pasó?
—Bah, el pelotudo me engañó… después quiso volver, pero
no lo perdoné y se casó con la otra…
—Qué pelotudo. Y después qué pasó tía… porque no me vas a
decir que te faltaron pretendientes… —digo, y enseguida me doy cuenta de que
estoy hablando como una vieja.
—Noooo… pretendientes no me faltaron… ¿con esta cara,
nena? —Entrelazás las manos y apoyás tu hermosa cara sobre ellas. Luego,
encarás para el living.
—¿Yyyy? ¿Qué pasó con esos tipos?
—Uno más boludo que el otro, bebé… —decís tranquilamente,
yéndote a la habitación. Después de un rato, como de la nada, decís:
—Para conformarme con un boludo, preferí quedarme sola…
Te asomás y haciéndote la actriz decís:
—Me quedé esperando al príncipe azul…
—¿Y qué? —digo irónicamente. Estoy enojada porque van a
ser las seis— ¿Rubén era el príncipe azul?
—Puede ser… —Estás frente al espejo sonriendo, poniéndote
un poco de maquillaje. Te pusiste tu bata celeste, calculo que para que no se
te vea el piyama.
—Pero tía… hace cinco minutos me dijiste que era un
pelotudo.
—Sí, sí… es un pelotudo. —Hacés un silencio. Después, como
para vos misma, decís—: Pero a mí me gusta.
Son las seis en punto, en punto en punto. Como todas las
tardes, suena el timbre.
—Debe ser Rubén… —decís. Apurada, vas hasta el portero.
—Y sí —te digo enojada—, ¿quién va a ser si no? —Y para
mis adentros digo «Puto», porque me imagino cuánto te lastimó.
Comienza el ritual de todas las tardes, el mismo que
vengo viendo hace quizás más de diez años, cada vez que estoy en tu
departamento.
Atendés el portero como si no supieras.
—¿Hola?
Abajo, es cantado que está Rubén, tu eterno novio, amante
quizás.
—Ah, hola Rubén… sí, subí.
No tengo que bajar a abrirle, porque él tiene llaves.
Veo entrar al departamento al príncipe azul… un abuelo. Un
viejo de gesto duro, un señor mayor de mandíbula apretada, un tipo que lo mire
por donde lo mire me parece gris. Gris en la ropa, gris en el pelo aunque ya
sea blanco, gris en el Hola que me dice, gris en el rostro y en la voz, gris en
su presencia porque cada vez que entra al departamento parece que se nublara,
aunque estemos adentro.
Este viejo, para mí siempre un extraño y un tipo de
corazón impenetrable, se sienta en el living. Es tu living, tía, y creo que no
se lo merece. Con su típico tic, mueve agitadamente una pierna. A pesar de sus anteojos,
veo cómo a cada rato cierra con fuerza los ojos y enseguida los abre. De vez en
cuando suelta una especie de tos, como si tuviera carraspera.
En el ritual, que nunca falla, le ofrecés un café. Nunca
falla tampoco, y él te dice que sí. Yo estoy ahí en el living, pero mantengo
distancia con el Rubén y no me siento, como para solamente cruzar unas palabras
e irme a la habitación. Lo miro. Trato de sacarle la ficha, así que no le hablo
para que no me hable y me distraiga. «Quiero
mirarte en silencio, Rubén. Quiero pescarte en tu silencio cuando creas que
nadie te está mirando. A veces voy a mirarte de reojo, a veces de golpe a ver si acaso te agarro desprevenido y descubro algo,
algo de lo que sos. Algo de lo que mi tía ve en vos. Qué raro que, después
de diez años, no entienda nada, nada de lo que sos».
Me paseo por el living. No quiero hablarle y él no quiere
hablarme a mí, creo que de eso siempre nos dimos cuenta los dos. Pero soy tu
sobrina, tiene que hablarme. Antes de hablarme, larga la tos:
—¿Y vos cuándo habías llegado? —me pregunta. Pocas veces
me llama por mi nombre.
—Anteayer… —Anteayer, pienso, cuando viniste y me
preguntaste cuándo llegué.
—Ah, cierto…
Por pura cortesía, nos decimos un par de puras pavadas,
puras nadas. Me pregunta cosas sueltas, respondo tan cerrado como puedo. No
quiero hacerte quedar mal, tía, que el viejo piense que soy una maleducada.
Venís con los cafecitos, le das uno a Rubén y te sentás. Aprovecho
y me voy. Estoy en la habitación y me pregunto de qué hablarán. No es que me
paro al lado de la puerta y pego la oreja, pero me da un poco de curiosidad. No
hablan demasiado. No escucho que te rías, ni esa tarde ni ninguna de las tardes
que vino Rubén.
Salgo de la habitación para ir a buscar algo a la cocina.
Veo a Rubén de espaldas y me parece que es la continuación del sillón donde
está sentado, de tan impersonal, quieto y faraónico que lo percibo. Pero a
medida que me acerco a él, brota la vida abajo del sillón, una vida separada de
él mismo: la de su pierna que no para de moverse, nunca. A vos te veo pálida,
quizás porque mi mirada está teñida de lo que sé. Pero te veo pálida, quizás triste.
No triste en la cara, sino una tristeza que está como atrás, más que agazapada,
resignada. Estás envuelta en tu bata celeste, un celeste bastante pálido
también. Tenés la tacita de café entre las manos. Hablás con Rubén, pero no con
tu voz de siempre. Tu voz está más medida. No es agria, pero no tiene ni tu
dulzura ni tu gracia, sino un tono algo ceremonioso. Paso rápido para no
interrumpirlos, pero al pasar no puedo dejar de sentir una distancia entre
ustedes, no la que va desde un sillón al otro, sino una más honda y vieja.
Justo como dice ese tango: «Y ahora
que estoy frente a ti, parecemos, ya ves, dos extraños…».
Un par de años después, yo estaba en mi casa en Buenos
Aires. Vino mamá y me dijo:
—Llamó la tía… Se murió Rubén… chocó y se murió…
Tía… a mí se me partió el corazón como si estuviera
sintiendo el tuyo, partido.
Te llamé enseguida.
—… agarro el primer micro y voy tía… —te dije—… voy y me
quedo con vos…
Y lo hubiera hecho, de no ser porque a pesar de que te
insistí mil veces, me dijiste que no, que preferías estar sola. Fuiste bastante
firme. Me agradecías, pero no querías que fuera. De una manera muy insana, me
agarré de los detalles, de uno solo: pensaba en las seis de la tarde. Que ya no
sonaría el portero, ni ese día ni todos los que vendrían. Me la agarré con eso,
te pensaba en el departamento y me ponía a llorar. Porque por más que Rubén me
pareciera poco, vos tenías, todos los días, alguien a quien esperar.
A veces me arrepiento y pienso que tendría que haber ido
igual. Perdoname, tía, si tu voz dijo «No»
pero acaso, atrás de ese no, sí hubieras esperado que vaya. Como aquella tarde
donde no te vi la tristeza en la cara, sino atrás.
Hago las paces con Rubén, también. Porque ahora me doy
cuenta de que no había forma, no había manera de que tu noble corazón le hiciera
un lugarcito en tu living, cada tarde a las seis, si en Rubén no hubiera habido
algo bueno. Lamento no haberlo visto. Si no hubiera sido menos formal. Y hasta
quizás, para romper el hielo y lo gris, le hubiera dado una palmada y le hubiera
dicho: «Cómo andás tío… Llegué hoy a las diez».
8
de abril del 2017
Hola tía,
después de
escribirte la carta de ayer, hice un dibujo tuyo, de una de las imágenes más
nítidas que tengo.
Estamos en la
costa, una de las veces que fuimos con vos y mis papás de vacaciones. Querés ir
a la playa después de las seis de la tarde, seis y pico, cuando ya no pega
tanto el sol. Te digo que es un bajón, que a esa hora no pegará el sol, pero el
que pega es el viento. Te propongo que vayamos más temprano.
—No puedo bebé… soy muy blanca. Me hace mal…
Te miro: sos realmente muy blanca.
Llegamos a la playa seis y media. Hay mucho viento y poca
gente.
Tenés puesta una malla enteriza, azul marino, que
contrasta con tu blancura. Tenés pecas por todos lados.
Vamos caminando hacia la orilla, donde te gusta mojar los
pies. Vas descalza, despacito. Yo te espero para ir juntas, pero es difícil
porque vas muy lento. A cada paso meto un par de pasitos en el lugar.
Cuando estamos a pocos metros del mar, como si quisieras
vivir ese momento por tu cuenta, te desprendés de mí: lo siento por más que no
vayamos agarradas del brazo. Sin decirme nada, empezás a caminar más rápido,
directo hacia la orilla, sin detenerte. Me quedo donde estoy y desde ahí te
miro caminar, con tu paso frágil y tus piernas blancas, con tu andar que en la
arena cuesta pero que va decidido. Verte me conmueve, como si dijera: ¡Vamos
tía, vamos que podés! Vamos que a pesar de todo, de tu piel blanca, de tu falta
de actividad y de tus pésimos vicios, lo estás logrando.
Ya casi llegás a la orilla, te faltan nomás unos pasos. Al
fin, tus pies tocan el mar. Entrás poquito, hasta que el agua te cubre las
pantorrillas. Ahí te quedás muy quieta, lo único que se te mueve es el pelo,
que se agita con el viento. Te miro y, de golpe, todo enmudece. Está crujiendo
el mar, pero estás vos ahí, anclada en el centro, y el mar enmudece. Está
enloquecido el viento, pero estás vos ahí, tan calma y ajena, y el viento enmudece.
Yo también enmudezco, porque al mirarte siento que vas a quedarte ahí para
siempre, con tu malla azul marino. El mar, siempre tan indiferente, te ha
recibido sin embargo como a uno de los suyos. Quedás bien ahí. No hacés ningún
daño. Sos parte de todo lo que es bueno.
Lentamente te sentás en la orilla, con las patitas hacia
adelante. Con las manos tocás el agua o la arena. De todas las veces que te vi
así en el mar, fueron muy pocas las que te diste vuelta para mirarme. Pero las
poquitas que lo hiciste, me miraste y me sonreíste levemente, como si no
pudieras creer lo que veías, ni creerte a vos misma ahí donde estabas. Y aunque
esas veces no dijiste nada, al ver tu cara sentí que me decías algo muy cortito,
tan obvio como precioso y fundamental. Sentí que me decías: Mirá bebé, el mar…
Yo también te sonreía y dentro de mí asentía. Sí, tía, el
mar.
Recién hoy, después de veinte años, comprendo el porqué
de aquella sensación que tenía al verte, esa de que ibas a quedarte ahí para
siempre, con tu malla azul marino, con tus piernas blancas y tu pelo corto volado
por el viento. Era porque fue así nomás. Porque más que describirte o
dibujarte, te estoy viendo.
24
de diciembre del 2017
Hola tía,
hoy me acordé de algo,
quizás sea uno de los recuerdos más viejos que tengo, no solo con vos, sino de
mi niñez. El recuerdo no está entero, pero sí la esencia de lo que me estaba
pasando… esa Navidad empecé a sospechar que no era Papá Noel quien dejaba los
regalos. Con esa clave y un par de imágenes sueltas que se me vienen, puedo
reconstruir este lejano recuerdo de la infancia… está muy oscuro, no tengo las
palabras que dije entonces, pero al mismo tiempo es claro como un sol que se
tiene bien de frente. Un sol que enceguece, que no se puede ver, pero se siente
el calor en todo el cuerpo.
Tengo seis años, quizás
siete. Estamos con mi familia en Córdoba, en la casa de los abuelos. Ahí vive
la Silvi con sus papás. Fuimos a pasar Navidad. Es 24. En el living, el
arbolito está solo. Debajo de él todavía no hay regalos. Le cuento a mi hermano
mis sospechas, que para mí no es papá Noel quien deja los regalos. Él no me
dice ni que sí ni que no, aunque es probable que lo sepa, porque tiene un par
de años más que yo. Ideo un plan muy básico, aunque creo que entonces me
parecía una genialidad. Vamos a escondernos en el patio, vamos a dejar la
puerta del living abierta (la que da al patiecito) y desde ahí vamos a espiar.
Estoy todo el día con ese tema. Después de almorzar o hacer otras cosas, corro
de nuevo al patio, me escondo detrás de unos arbustos y espío hacia el living.
Desde ahí, observo el arbolito. De lo que me acuerdo es de mi urgencia, de mi
apuro por volver a mi puesto y no perderme lo que fuera a pasar.
Esto es lo importante
y se lo digo a mi hermano: estoy segura de que sos vos la que deja los regalos.
Estoy más segura de eso que de cualquier otra cosa. Lo que digo (siento que fue
así) no es que Papá Noel no exista, sino que vos dejás los regalos. A mis siete
años, tengo una potente imagen de otras navidades: árbol vacío y, de pronto,
árbol lleno de regalos. Esa es la parte que nunca entendí, esa magia. Y es la
que estoy tratando de descubrir.
Estoy sola en el
patio. Por momentos, mi hermano está conmigo. Pero la mayor parte del tiempo
estoy sola, observando con ansiedad el arbolito. Alguien dejó un par de bolsas.
Siento bronca porque me lo perdí. Pero no mucha. Porque sé que esas bolsas no
pueden ser todos los regalos. En mi corazón, lo único que hago es esperarte, quiero
ver a mi tía entrando al living… no por la puerta del patio, porque sé que si
efectivamente entrás al living va a ser por adentro de la casa, por la otra
puerta.
No sé cuánto
tiempo pasa, pero nunca dudo. Sigo agachada, detrás de los arbustos.
Acá sí: esta es la
única imagen, el único hecho que recuerdo bien. Aparecés en el living. Sos
joven y hermosa, tenés una musculosa. Llevás en cada mano un par de bolsas,
estás apurada, tenés una misión y un misterio, porque claro, nadie puede verte.
Desde el patiecito, te miro fijamente. Te agachás y dejás los regalos. Te vas
rápido. Me sorprendo cuando enseguida aparecés de nuevo, con más bolsas. Salís
del living y volvés una última vez, con una o dos bolsas más. Te vas. El
arbolito quedó lleno de regalos, solo que esta vez presencié cómo era que
pasaba. Lo que tanto presentía, era así. Me quedo un momento más en el patio.
No me enojo, no pienso que entonces Papá Noel no existe. No estoy desilusionada.
Estoy muy quieta, como super concentrada, tomada completamente por lo que acabo
de ver.
Hoy, muchísimos
años después, recuerdo esa Navidad y me pregunto por qué entonces no me enojé
con mis papás, con vos, con quienes me hablaban de Papá Noel. Por qué no me
sentí engañada. Por qué no vi en todo eso una mentira, una traición a mi
inocencia. Y entonces vuelvo a verte entrando en el living, con todos los
regalos, toda apurada, poco disimulada para pispear que no te descubran. A
nadie le iba a faltar un regalo, a nadie, porque vos pensabas en todos. Y en
eso no puedo ver, ni pude ver entonces, ninguna mentira. Algo mágico había también
en vos, que eras tan real.
7
de abril del 2018
Hola Huges,
feliz cumpleaños. Sé
que estás en algún lugar. Por ahora, no me sale llamarlo cielo. Lo que sí creo
es que antes de entrar a ese lugar te dijeron que podías llevar solo una cosa,
como esa pregunta «Si te
fueras a una isla…».
A pesar de que dio
vuelta el departamento, mi hermano nunca pudo encontrar tu cámara de fotos. Así
que él piensa que elegiste la cámara y que te la pasás acostada en una
nubecita, sacando fotos. Le digo que para mí no.
Aunque no tenga
nada que ver, le recuerdo la vergüenza que pasábamos cuando nos mandabas a
revelar un rollo. Ya para arrancar, el empleado del Kodak nos miraba raro. Después
tenía que ir a averiguar cuánto salía eso, porque no estaba en la lista de
precios. Peor era cuando retirábamos las fotos. Recuerdo particularmente una
vez. Entré al local del centro a buscar las fotos. El empleado sacó el sobre
amarillo.
—Mirá —me dijo preocupado—, no sé si el rollo habrá
estado velado o algo, pero no salieron bien las fotos... si querés miralas…
Abrí el sobre, saqué las fotos y empecé a mirarlas. Era una
peor que la otra. O estaban movidas, o cortadas, o casi negras. Había muchas
negras, de un recital del Jorgito Rojas, en Carlos Paz. Que en algunos lugares
te dijeran que no podían sacarse fotos, no te importaba. Eras la mejor haciéndote
la sota.
Al toque me di cuenta de que el rollo no estaba velado,
sino que habías sacado muy malas fotos, más que de costumbre. Empecé a sentir
mucho calor y con rapidez guardé las fotos. El empleado quería hacerme un
descuento por lo mal que habían salido. Me negué. Insistió. Yo lo único que
quería era irme, así que al final acepté el descuento. Eran dos mangos, pero
qué bien tenerle alguna consideración a la tía, pensé, que aún conserva su cámara
de rollos y que aún saca fotos con ella. Y no solo eso… todavía las manda a revelar.
Apenas entré al departamento, preguntaste desde la cama:
—¿Pudiste retirar las fotos, teeesoro?
—Sí, salieron como el orto…
—¿Con esa boquita decís te quiero, mamita? —me preguntó la
Silvi.
Te levantaste. Venías sonriendo a ver las fotos. Te
sentaste y muy contenta abriste el sobre. Miraste las fotos una por una, con
una calma y lentitud que me parecieron envidiables. Eran malísimas, pero a vos
parecían gustarte. Me contaste cada foto. Más bien, me explicaste qué habías
tratado de sacar. Si de las treinta y seis zafaban diez, era mucho. Las últimas
cinco fotos eran realmente incomprensibles y no pudiste explicarlas. Después
separaste una donde estaban vos y la Silvi. La miraste emocionada y dijiste que
de esa ibas a querer un portarretrato. La foto era medio pelo, pero al menos se
les veían las caras enteras. Al principio dudé, pero después me quedé mirando
la foto. Vos y la Silvi están sonriendo, contentas de verdad. La Silvi te está
mirando, es imposible no darse cuenta cuánto te quiere. Esa foto no fue tomada
ni cinco ni diez veces. Fue un solo clic que las agarró queriéndose, sin posar.
Así que después de haberla mirado bien, me pareció que era una muy buena foto,
que merecía un portarretrato y un buen lugar en tu living.
Pero me fui por las ramas, tía. Lo que quería contarte es
que recordándole todo eso a mi hermano, le pregunté para qué ibas a querer la
cámara, si donde estás todo debe ser transparente, aunque vos puedas verlo. A
lo sumo, sacarías fotos en celestes y blancos, casi todas iguales, como esas
que suelen tomarse la primera vez que se viaja en avión.
—Me hablás como si donde está la tía, funcionara igual
que acá… con razones —me dijo él.
Tenía razón. Así que al final le confesé que no tenía argumentos
para creer que no te habías llevado la cámara. Lo mío era más una corazonada: me
la jugaba a que te habías llevado tus zapatitos. No tenía razones para creer
eso, pero por un momento deseé que acá funcionara igual que allá donde estás...
sin razones o con otro tipo de razones.
—Si querés te cuento cómo sé que se llevó los zapatos…
—le dije al Gordo.
Preguntó si la historia era muy larga. Asentí. Dijo que
entonces no.
—Quizás otro día… —agregó.
Voy a limitarme a contarte por qué creo que te llevaste
los zapatos. No quiero meter púa… pero ese es tu sobrino.
Estoy en tu departamento, una de las tantas veces que fui
a visitarte. En eso me pedís que te acompañe al banco. Que quieras salir es una
sorpresa, y más si la propuesta surge de vos y no de insistirte. Así que te
apuro y te mando a cambiar. Vas y te sacás el piyama de hombre, uno bordó que
usás casi siempre. Te pregunto si era del tío Roberto, porque tengo en mente
haberlo visto con uno de esos piyamas. Decís que no, que ese que llevás es bien
nuevito, aunque de tu hermano tenés uno guardado por ahí. Me contás que te
gusta usar de esos porque tienen puños y son «bien calientitos».
Al ratito aparecés cambiada. Una blusita y una de esas
polleras gruesas, que llegan por debajo de las rodillas. Te ponés frente al
espejo. Un poco de polvo y rímel. Al pelo un par de pasadas con ese cepillo
cilíndrico y marrón, que una vez usé para destapar una cañería, porque me pareció
que era para eso. Con las manos te das unos golpecitos en lo que vendría a ser
la papada. Hace diez años que venís diciendo que de esa forma no te saldrá la
papada. Creer o reventar, porque sos una de las pocas personas de más de
sesenta que no tiene ni un poquito. No necesitás más de diez minutos para
parecer una muñeca.
Salimos.
Tus caderas avanzan
simpáticamente por la Av. Duarte Quirós. Se van apoyando en el bastón. Voy a tu
lado, te llevo del brazo para que puedas sostenerte mejor. Cuando vamos
llegando a la esquina te me soltás del brazo, inesperadamente metés un
trotecito y bajás a la calle. Debería preocuparme porque el semáforo está en
verde y vienen autos. Pero por unos segundos se me cambia el orden de
prioridades. Mi asombro es grande. Primero, porque te veo correr. Y en mi
cabeza me figuraba que la última vez que habías corrido había sido a tus doce
años, en una clase de educación física. Segundo, porque no solo estás corriendo
sino que lo hacés sin el bastón, ese que te vengo viendo desde hace diez años. Ahora
lo vas empuñando hacia adelante, como una espada. Es un milagro, llego a pensar.
Pronto me abandona el romance de todo aquello y caigo en la brutal realidad.
Con tu penoso
trote te veo avanzar por la avenida. El verde del semáforo es pleno, son
macizos y plenos los autos que vienen y las bocinas que tocan. Estoy aturdida y
puedo enfocar nada más que una parte de tu cuerpo, desde las rodillas hacia
abajo. Sobre todo veo tus zapatitos de dos mangos, esos que una vez compramos
en un antro de San Martín. Lejos de darte firmeza, los taquitos se van doblando
a cuarenta y cinco grados, como si en cualquier momento fueras a quebrarte los
tobillos. Todo es peligrosísimo. Me doy cuenta hasta ahí, porque a la vez no
puedo reaccionar. Hay decenas de bocinas que se concentran en una sola, siento
que hay un solo tipo tocando la bocina más grande del mundo en mi oído. Los
taquitos son lo que más me preocupan y mi memoria nos lleva a aquella tarde en San
Martín… estamos caminando por la calle más ruidosa y sucia del centro. A mí me
parece que toda la basura que vuela con el viento fue a parar a esa calle y que
toda la gente decidió deshacerse ahí del volantito que le dieron. Quiero irme a
la mierda, pero entonces me señalás una tienda, de esas sin puerta y
abarrotadas de cosas. Por todos lados hay cartulinas rosas con precios grandes.
—Ahí es donde una vez conseguí los zapatos que me van
cómodos… —me decís.
—Ah —Sigo tirando de tu brazo, para alentarte a que
sigamos caminando.
—Los compré con tu madre hace como diez años… y hasta te
voy a decir: creo que hace más…
—Ah… —Sigo tirando de tu brazo, para alentarte a que
sigamos caminando.
—Quiero que vayamos a ver si los siguen teniendo…
Quiero morirme, pero te digo «Claro, tía». Porque es imposible decirte que no. Nos
acercamos al antro.
Desde la vereda (donde la tienda ya tiene mercadería) le
gritás a la empleada que está al final de la cueva. Gritás que querés ver unos
zapatos así y asá. Me pongo nerviosa porque me parece que la chica puede tomar
a mal que le grites así. Pero para mi sorpresa la empleada ni se mosquea,
naturalmente se levanta y se acerca. Vos levantás apenas el pie y mostrás tu
zapato. Querés unos iguales porque te quedan muy cómodos. Hará unos quince años
los compraste en ese mismo lugar. «No
sé si vos sabés que acá los vendían», le
decís a la chica. La piba tendrá dieciocho años. Responde que no sabía, pero
que los va a buscar. Va de nuevo al fondo, con mucho esfuerzo levanta una
escalera y la ubica contra una de las paredes. Se caen un par de cajas. Sube la
escalera y se mete por un hueco que parece que fue hecho a su medida, nomás
para que ella pueda pasar. Yo no había visto ese boquete y pienso que nada
podría ser peor. Lo último que veo son los piecitos de la chica reptar y
desaparecer. Te busco con la mirada para ver si vos también te pusiste
impaciente, dado lo que acaba de pasar. Pero no. Estás muy entretenida en el
cajón de ofertas, metiéndote unas pantuflas en las manos. «Tesoro, mirá». Me preguntás si quiero unas. Digo que no.
Han pasado unos quince minutos largos. Arriba se escuchan
pasos, ruidos y golpes, pero la piba no vuelve. A mí se me empieza a acelerar
el pulso, porque soy una impaciente y no puedo disfrutar ese momento junto a vos
(porque siempre creí que te tendría siempre). Trato de imaginarme qué estará
haciendo la chica, me pregunto por qué no baja de una vez. La imagino arriba, en
una especie de altillo interminable lleno de cajas y pasadizos que desembocan
en otras calles del centro, en otras tiendas como esas. En la mano lleva un
palo con el que baja cajas al tun tun, tratando de encontrar los zapatos que
pediste. Probablemente están en algún lugar desde hace quince años, después de
que una señora (vos) compró dos pares. Desde entonces nunca más, nadie, volvió
a preguntar por ellos. Ahí fueron a parar al depósito.
Para mi ingrata sorpresa veo que te las arreglaste para
meterme un amague y que estás al final de la tienda, justo debajo del hueco. Has
tirado hacia atrás tu bello cuello y gritás «¡Chiquita, traeme también unas pantuflas para la nena! ¡38 y 39!». Me doy cuenta de que tengo que rendirme. Pasan otros diez minutos, las
zapatillas de la empleada aparecen por el boquete. Trae varias cajas. Aunque
esboza una sonrisa, trae un aire denso y enfermo, como si todo el tiempo que
estuvo arriba hubiera estado corta de oxígeno. Abre una de las cajas y saca los
famosos zapatos.
Vos estás feliz, sentada en un banquito. Te sacás un
zapato y me sobresalto al ver que tenés cinco dedos. Era de esperar, pero sucede
que desde que tengo uso de razón siempre te vi solo tres dedos, asomados y
encimados por la pequeña abertura de los zapatos que usaste toda tu vida. Te
ponés los que trajo la chica. Hasta tienen el mismo moño en la punta. Contra mi
voluntad, estoy descalzándome para probarme las pantuflas. Sé que no las voy a
llevar, empezando porque la suela sobresale por los costados, como si hubieran pegado
una pantufla 38 a una suela 39 y hubieran dicho «Da igual». Pero me las pruebo. Es imposible negarte
algo. La empleada está junto a nosotras. Te parás y das unos pasitos,
balanceando tus caderas. Ahí es donde mi mirada se enfoca en los tacos y noto
la mala calidad. Para sacarnos de encima a la empleada le pido algo que está en
la otra punta. Se aleja. Disimuladamente me paro a tu lado, que estás sonriendo
frente al espejo, mirándote los pies. En voz baja te digo que los zapatos son
malos. Como siempre que te digo algo que no querés oír, fingís que no me
escuchás. Sin dejar de mirarte los zapatos decís que te van como un guante.
Estoy en la vereda, esperando a que pagues. Salís de la
tienda con dos bolsas blancas, con dos pares de zapatos. «Dame que te los llevo», te
digo. Estás muy contenta. Animada, me agarrás del brazo y me contás que
buscaste esos zapatos durante años y que en ningún otro lugar pudiste conseguirlos,
sonriendo te digo que no me sorprende, porque son muy berretas.
Esos taquitos son los que años después, se tambalean en
la avenida. Los autos frenan y tocan bocina. Al fin reacciono y te grito que
salgas de la calle. Te das vuelta y me mirás. Ahora sé que nunca, nunca, voy a
olvidar tus ojos en ese momento, quizás porque nunca entendí qué querían
decirme. El único rasgo que puedo entenderles es la desesperación. Una tremendamente
solitaria. Ya en esa época cargabas con demasiado. Y cuando vuelvo a ver tus
ojos, muy abiertos y blancos en mitad de la avenida, realmente no puedo saber
si me estaban diciendo «Vení a
sacarme» o «Dejame
acá». Estás inmóvil. Bajo a la calle haciéndole
señas a los autos, te agarro del brazo y te arrastro hasta la vereda. Te
pregunto un montón de veces por qué hiciste eso. Decís que no sabés y te creo.
Vamos al banco que está a media cuadra. Entrás apoyándote
en el bastón, pasás de largo la cola y te vas directo a una ventanilla. Desde
afuera no alcanzo a ver si es para personas con movilidad reducida, pero es
probable que así sea. Hace años que sospecho que usás el bastón por pura maña,
pero recién hace unos minutos pude confirmarlo. Salís del banco y me mostrás tu
hermosa sonrisa. Parece que ya te olvidaste lo de la avenida.
Cuando me acuerdo de vos, eso es lo primero que veo. Tu
sonrisa que se despliega y se abre hacia los costados, como dos alas blancas. No
sé cómo te salía tan linda, con toda la soledad y tristeza que tenías encima,
soledad y tristeza a las que recién ahora puedo apenas asomarme. Ahora se me
ocurre que era inevitable que esa sonrisa fuera tan linda, porque era una
sonrisa que debía costarte pero que siempre te salía igual. Ahí estaba el
imperceptible contraste que no imaginaba, pero que me hacía ver en tu sonrisa
algo hermoso, acaso el recorrido que atravesó para nacer, insospechado para mí.
Tía… todo esto para decirte que creo que te llevaste los
zapatitos, que tanto te gustaban. Todo esto para que estemos juntas, un rato
más.
7
de abril del 2019
Hola tía,
que los cumplas
feliz… que los cumplas… Así empezaba a cantarte cuando te llamaba por teléfono.
Vos empezabas a cantar arriba de mí, apurabas la canción y la dabas por
terminada enseguida. Creo que te aburría escucharla entera.
En fin, es uno de esos
cumpleaños... te llamo para saludarte y darte una sorpresa. Voy a ir a
visitarte con mi novio y con la nueva integrante de nuestra familia, la Gordita.
—Ah, no… con la pesha acá, no —decís cortante. La doble r,
de perra, te sale a veces arrastrada.
Me rio, me quedo callada un momento. Es la primera vez
que me decís que no a algo. Te pregunto si me estás jodiendo. Después de hablar
un buen rato, me doy cuenta de que no. Te cuento cómo es la Gordita: es como si
no estuviera, de lo buena y educada que es. Pero tu no es rotundo: la perra en
el departamento no. Vamos a tener que ir a parar a la casa que era de mis
abuelos.
Unas semanas después, llegamos a tu departamento. Le
apuesto a mi novio que vas a aflojar.
Te asomás por la ventana. La Gordita y yo te miramos
desde abajo. Ahí nomás querés tirarme las llaves de la casa de mis abuelos. Decís:
—No, no, no… acá no me van a subir con la perra…
Estoy super sorprendida. Ya no estoy tan segura de que
vayas a aflojar.
—¿Ni siquiera vas a dejar que suba a saludarte?
Te negás. Con la perra no. Un poco enojada, te digo que
no la puedo dejar encerrada en el auto.
—¡Cinco minutos tía! Te saludamos y nos vamos.
Dos minutos después, nos abrís la puerta. La Gordita te hace
fiesta, vos no le das bolilla. A propósito, llamo a la Gordita, le señalo un
lugar y le digo «Acostada ahí».
Ella va y se acuesta ahí. Veo que nos estás mirando de reojo. Le digo a la Gordita:
—Quieta ahí…
La Gordita mueve la cola y se queda echada. Por lo demás,
dos cosas que le son muy propias.
Como para ganar los espacios, voy a la cocina y me sirvo
agua. Le pregunto a mi novio si antes de irnos quiere un vaso de agua. Estás a
la defensiva, pero no podés con vos misma y me decís:
—¿Agua? El pobre muchacho debe estar cansado del viaje… dale
algo de comer…
En complicidad, le guiño un ojo a mi novio. Nos sentamos
en el living, la Gordita se levanta y se acerca... eso te altera y me decís:
—¡Que no se ponga arriba de la alfombra que la reviento…!
Me va a llenar de pelos, me va a dar la alergia y se me van a cerrar los
pulmones.
Quiero acotar que si los pulmones se te cerraran sería
porque fumaste dos atados por día durante cuarenta años, no por un par de
pelos. Pero me callo.
—Gorda… acá no —Le señalo la alfombra—. No. Andá allá y
acostate.
La Gordita vuelve a su rincón y se acuesta.
Justo que pienso en el tema del cigarrillo, agarrás algo
plateado de arriba de la mesa y te lo ponés en la boca. Así, vas hasta la
cocina. Hace un año y pico que dejaste de fumar.
—¿Ese es el cigarrillo electrónico, tía?
—Sí —Te asomás sonriendo, estirando el cuello para
mostrarme el cigarrillo, que así parece todavía más raro. Muy contenta me
decís:
—¿Viste qué bueno que está, bebé?
—See… a ver, damelo —Nunca antes había visto uno.
Te vas acercando con el coso ese en la boca. Con un aire
misterioso y tanguero hacés la mímica de fumar y cantás: «Fumar es un placeeer, genial, sensual. Fumando espero al que
tanto quierooo...».
—¡Dame!
Te sentás y me lo das. Me contás que te lo consiguió no
sé quién, a buen precio.
—¿Y esto cómo funca?
Lo agarrás de nuevo.
—Bueno… —decís—, esto es así… ponés un líquido acá… y
cuando le doy una pitada larga un humito por acá…
Volvés a hacer de cuenta que fumás. Te miro. Me alegro
mucho de que hayas dejado el cigarrillo.
—Le tenés que poner el liquidito… —te digo.
—¿Qué, tesoro…?
—Que se te debe haber acabado el líquido, porque no está
saliendo ningún humito…
—Ah, no. No anda —decís tranquilamente.
Volvés a levantarte, con el cigarrillo electrónico en la
boca, y encarás para tu habitación.
—¡Cómo que no anda! —te grito.
Al ratito, regresás diciendo:
—Sí, hará cosa de un año que no anda. Se rompió —A la
pasada, mirás de reojo a la Gordita y la saludás—: Hola pesha...
—¿Y vos andás con eso todo el día en la boca?
—Sí —Te encogés de hombros—. Me gusta.
A los dos minutos, luego de pedírtelo varias veces, el
cigarrillo está en manos de mi novio, que suele entender (o eso cree) cómo
funciona cada artefacto que hay en la Tierra. Dice:
—No, tía… no puede ser que no ande…
—¡No anda! —decís— ¡No anda! Ya lo estuvo mirando el José
y no anda…
Se ponen a discutir. Mi novio ya está tratando de
desarmarlo, lo cual no te hace ninguna gracia.
—¡Te vuá hacé´ re cagar si me lo llegás a romper, eh!
—Vas y se lo querés sacar de las manos. Empiezan a luchar por el cigarrillo,
dándose unos manotazos, que se mezclan con un abrazo y un apretón de cachetes.
Al final, él te echa. Vencida, te parás en tu living, que
ya está siendo tomado por nosotros, te ponés las manos en la cintura y mirás a
la Gordita. Enseguida, ella te hace ojitos y mueve la cola.
—¿Y esta perra no tiene que salir a hacer sus cosas?
—Ya le pregunté y no quiere…
Sin exagerar, quiero mostrarte lo educada que es.
Voy viendo el proceso, de cómo te vas ablandando. Sin
embargo, seguís dándome indicaciones de la casa de los abuelos. De la estufa,
de las sábanas. A mí me bajonea porque es una casa inhabitada. Más que inhabitada,
es la casa vacía de los que se fueron muriendo. Además, está venida a menos. La
imagino húmeda y fría. Nosotros, para ganar territorio, subimos algunos bolsos
para no dejarlos en el auto… «por las
dudas». Más tarde, «para que no estén en el medio», te pido permiso para llevarlos a la
habitación de huéspedes (es decir, la mía).
Está anocheciendo. Una parte de mí siente que no vas a
ceder, así que como hay que calefaccionar la otra casa, sería mejor ir yendo. Te
lo digo y te pido las llaves. Vos te fuiste a la cucha.
—¿Cómo bebé? ¿Ya se van?... ¿No vamos a pedir algo y
cenar juntos?
No puedo decirte que no. A esa altura, ya no importa si
después tenemos que irnos.
—No —dice mi novio después de estar como una hora con el
cigarrillo—. No anda…
Triunfante, le gritás desde la cama:
—¡Te dije que no andaba!
Cuarenta minutos después, llegan los lomitos. Bajo a
buscarlos y cuando subo te pesco hablándole dulcemente a la Gordita. Pero no la
tocás. Pienso que si le hicieras un cariñito sería la estocada final. No hay
nadie tan suavecita como la Gordita. Es como no tocar nada, de lo suave que es.
Pero mi táctica es no presionarte, porque entonces correría el riesgo de que
retrocedas. Mi táctica es silenciosa. Como al pasar, me acerco a la Gordita, la
acaricio y le digo:
—Gordita: hacé pollo… hacé pollito…
Sé bien que nos estás mirando, tía.
La Gordita gira despacio y queda cuatro patas para
arriba, moviendo la cola. Con el cigarrillo bailándote en la boca, la señalás y
te reís:
—¡Mirala qué deeesgraciada que e´! ¡Sí que parece un
pollo…!
Cenamos. A todo le ponés medio kilo de mayonesa. Al
lomito y a las papas fritas.
Se va terminando el día. Tengo muchas ganas de quedarme,
de que sea como siempre. Pero a la vez estoy muy contenta de haber pasado toda
la tarde con vos. Que sea como tenga que ser. Tengo las llaves de la otra casa
en la mano. Vos ya estás acostada. Parece que todo terminó. Voy a la habitación
de huéspedes a buscar nuestros bolsos.
—Bebé… —escucho detrás de mí. Te habías levantado, viniste
silenciosamente hasta la habitación.
Giro, con solo ver tu cara me doy cuenta. Mi corazón empieza
a estar contento.
—¿Qué, tía?
—No… quería decirte… que ya vi que la perra se porta bien
y es muy tranquila… Y se hizo tarde… si
quieren pueden quedarse…
Pego un salto y grito «Síiii». Me siento como una nena. Te abrazo bien
fuerte y te digo gracias, tíaaaaa.
A la mañana siguiente me levanto y voy medio dormida al
baño. Cuando salgo, te veo acostada en tu habitación. Con una mano sostenés un
libro y con la otra acariciás a la Gordita.
—Hola tía… ¿qué hace esta acá? —La Gordita, que está
junto a tu cama, mueve la cola.
—Hola bebe… vino a la mañana y se acostó acá. Le gusta
estar acá, al lado mío —Y mientras, le das unas palmadas en la cabeza.
Y con este recuerdo, tía… me doy cuenta de algo. Al
final, nunca me dijiste que no a nada. Casi. Pero al final fue un sí.
Algo más, a ver si te acordás: el fin de semana fuimos a
buscar a la Silvi. Subió al auto, en el asiento de adelante. Desde el asiento
de atrás, la Gordita no paraba de buscarla. Nunca antes la había visto hacer
eso. Dale que dale, acercaba su hocico a la Silvi y le metía besitos en la
oreja. La tenía con ella. Y la tenía con irse a tu habitación, para que la
acaricies. Dicen que los perros saben, dónde está el amor…
6
de abril del 2020
Hola tía,
feliz cumple. Te
saludo un día antes, como hacías vos conmigo a pesar de saber bien cuándo era
mi cumpleaños.
Hoy me acuerdo de
esos días que pasamos con mi hermano en tu departamento. Y me doy cuenta de cómo
los hechos de entonces ahora toman una dimensión diferente, y tienen un nuevo
significado. Hubo situaciones, pequeñísimos detalles que percibía pero que a la
vez tomaba como al pasar, sin ponerme a interpretarlos.
Estamos de visita en
tu departamento. Con mi hermano te decimos de salir a cenar esa noche y, como
siempre, esperamos un rotundo no como respuesta. Pero decís que sí y nos pedís
que también invitemos a la Silvi. Me pongo tan contenta que casi no me doy
cuenta de lo raro que es. Es la primera vez, en tres o cuatro años, que nos
aceptás una salida.
Es viernes. Llamo
a la tía con la que vive la Silvi y arreglo todo. A las tres de la tarde llega
la Silvi con el remisero de siempre.
Son las ocho y
pico de la noche. Salimos. Vos y tus tres sobrinos. Mientras bajás las
escaleras, el Gordo y yo te vamos rodeando, por si hay que atajarte. Cuando
salimos a la calle, sonreís y nos cazás de los brazos, al Gordo, a la Silvi y a
mí. Entonces bailás un poquito, en el lugar, y te ponés a cantar: «Agárrense de las manos, unos a
otros conmigo…». Porque te
gusta mucho el Puma Rodriguez.
Mientras cenamos, trato
de disfrutar ese momento. Es algo que siempre quise, que salieras a pasear con
nosotros. Ahora que está ocurriendo me gustaría estar del todo contenta, pero
por momentos te miro y veo algo en tu expresión, algo que no me gusta y no logro
saber qué es. Pero son solo instantes, casi no me doy cuenta, creo que te pasa
algo y a la vez no. Sin darle demasiada importancia me convenzo de que es idea
mía, como si sacudiera la cabeza tratando de alejar esos pensamientos. Sigo
cenando porque, en concreto, no está pasando nada.
Al día siguiente,
nos invitás a merendar al shopping. Tampoco entonces me doy cuenta de lo raro
que es.
Estamos en el
shopping. Miramos la carta y cada uno quiere algo distinto. Al Gordo y a mí nos
parece que pedir todo va a ser mucho, más sabiendo que te las vas a arreglar
para no dejarnos pagar. Decimos que vamos a compartir el tostado y no sé qué
otra cosa.
—Denme el gusto… —nos decís—, los quiero invitar, pidan
lo que quieran.
La Silvi te da el gusto enseguida y dice, claramente, que
quiere un licuado grande y una porción de tal torta.
Con el Gordo empezamos a dar vueltas, al final te metemos
un verso y pedimos
menos de lo que queríamos. Nos hacés cara, porque no terminás de creernos. Viene
el mozo, pedimos. Al ratito te levantás.
—Voy al baño… —decís.
Seguimos charlando con la Silvi. De pronto, entremezclada
con el quilombo del shopping, me parece escucharte. Me pongo alerta, entonces el
bullicio parece acallarse y me deja en primer plano tu voz. Sí, lo confirmo, me
doy vuelta y te veo en la otra punta de la confitería, medio tirada encima de
la barra, hablando con el mozo que nos tomó el pedido. Me agarro la frente,
hago un cabeceo para señalarte:
—Mirá dónde está la tía… mirala, mirala. Qué haaaace… dios
mío.
Te observamos desde la mesa. El mozo asiente una y otra
vez. A pesar de la lejanía, me doy cuenta de que estás gritando. Tu volumen es
así, muy alto.
Luego regresás a la mesa, haciéndote la sota.
—Tardaste mucho tía…
—Sí, me quedé mirando una vidriera...
—Ahhhh… —te digo sonriendo—, ¿y con el mozo de qué
hablabas?
Ponés cara de que te pescamos, pero enseguida te plantás
en tu silla, como dejándome en claro que ya sos grande, que hacés lo que querés
y no tenés que darle explicaciones a nadie.
—Cosa mía —decís.
Al rato, como era de esperar, cae el mozo con una bandeja
colmada, donde apenas entran las cosas. No solo eso, deja todo y va a buscar más.
Airosa, empezás a repartir los tostados, los licuados, mi
submarino, tu café, las porciones de torta. Es obvio que no vamos a poder
comernos todo. Con el Gordo sonreímos, algo resignados. Pero a la vez no
podemos olvidarnos, aunque sea por un momento, de que ya no importa. No importa
que vaya a sobrar comida, no importa que vayas a gastar un montón, no importa
que no deberías comer la porción de torta que estás comiendo. No importa nada,
en realidad. La Silvi y vos lo saben, porque ni lo piensan, y están muy
contentas comiendo, festejando lo rico que está todo.
Pero entonces, mientras merendamos, vuelvo a ver en tu
expresión lo mismo que vi en la cena. No me gusta, no comprendo qué es pero me
hace sentir triste. No logro descifrarlo ni tampoco lo intento demasiado. Es
algo fugaz en tu cara, permanece apenas y se escapa tan rápido como lo veo. Tu expresión
vuelve enseguida a ser la misma de siempre.
Pasan los días.
Llega el día de irnos. Preparamos los bolsos. Bajamos las
escaleras y vos bajás con nosotros, lo que nunca… (¿cómo no me di cuenta?). No
me doy cuenta y creo que esa vez se te dio por despedirnos abajo. Lo de siempre
hubiera sido que te quedaras en el departamento, nosotros bajáramos los bolsos
y después alguno subiera a llevarte la llave.
Pero bajaste. El Gordo te abraza. Después te abrazo yo,
bien fuerte. Antes de salir por la puerta, me doy vuelta y te miro. Se
encuentran nuestros ojos y por unos segundos me mirás de una manera que no me
miraste nunca. Yo también te miro, de una manera que no te miré nunca. Nos estamos
diciendo algo que ninguna de las dos se atreve a decir. Sobre todo yo, no quiero
entender.
Cruzo la calle y me quedo en la esquina, esperando a que
te asomes por la ventana (por más que haga memoria, no puedo acordarme si te
asomaste o no).
Camino unos pasos, se me van llenando los ojos de
lágrimas. El Gordo me pregunta qué pasa.
—No… nada —le digo llorando—, es que recién cuando miré a
la tía… no sé, quizás es la primera vez que la veo viejita…
Un temor, un presentimiento, se me clavó ese día en el
corazón. Y a pesar de eso, después seguí con mi vida y me fui olvidando. Porque
no se puede vivir sabiendo, sabiendo siempre.
Esa fue la última vez que estuvimos juntas en el
departamento. Cuando un año después regresé, tu departamento estaba vacío,
enormemente triste y vacío de vos, que estabas internada, muy mal, y ya no volverías.
Entonces, tía, gracias. Porque ya sabías. Esa era la
expresión que te vi en la cena y en el shopping. Y aunque un tiempo estuve
enojada, porque no nos dijiste nada, quiero decirte gracias porque a pesar de saber,
y por eso mismo, saliste con nosotros, tus tres sobrinos, y nos diste toda tu
alegría, la que pudiste.
7
de abril del 2020
Hola tía,
feliz cumpleaños.
Otra vez, en mis
recuerdos, estoy en el departamento. Mi memoria, sobre todo de los últimos diez
años, no puede ir mucho más lejos. Porque vos ya casi no salías, excepto esos
años que trabajabas un par de horas a la mañana.
Son las dos de la
tarde. Voy a buscarte al trabajo, llego y toco timbre. Una señora abre la
puerta y al verme se pone muy feliz. La miro y no tengo idea quién es, así que por
un momento pienso que me está confundiendo con otra persona. Luego se me ocurre
que podría tratarse de la Picky, esa que solés nombrar. En un cordobés muy
espectacular y efusivo me pregunta, casi gritando, si soy la famosa ahijada de Buenos
Aires. Enseguida aparece otro tipo preguntando si llegué. Viene gritando, contentísimo,
y me saluda como a una sobrina. De pronto, desde un fondo lejano, surge tu voz,
pero no te veo. Gritás:
—¡¿Ya llegó mi sobrina?! ¡Ahí voy bebé! ¡Picky, Rober!… ¿ya
vieron que preciosura mi bebé?
La Picky y el Rober me miran. Vos y ellos se gritan de un
lado al otro, hablando de mí, que estoy ahí parada. Por cómo siento la cara, sé
que la tengo roja. Imagino que les quemaste la cabeza conmigo, a la Picky y al
Rober. Imagino cuánto debés quererme y que le pasaste algo de ese amor a ellos
porque, es extraño, me miran y siento como si de verdad me quisieran.
Salimos de la oficina. Decís que ese día no vamos a
almorzar en el bar, porque van a venir del supermercado a traer el pedido. En
silencio me alegro, porque el cuchitril que elegís para almorzar es bastante
deprimente. Quizás no sea culpa del lugar, sino de la cara de la dueña, que es
duramente amarga. Cuando nos estamos acercando al barsucho lo miro y pienso que
entonces voy a zafar de la vergüenza que paso cada vez que entramos. Porque
cada vez que almorzamos ahí, vas gritando desde la entrada hasta la mesa del
fondo donde siempre te sentás. Todo ese trayecto vas a los gritos saludando
amablemente a todos, a la Inés la dueña que apenas si te mira, al esposo,
incluso le gritás a un pibe que no está a la vista, sino atrás, en la cocina. Vas
preguntando cuál es el menú del día, sonriendo informás que vino tu sobrina de
Buenos Aires a visitarte, querés saber si ya te prepararon todo lo que
encargaste. En esas ocasiones yo voy detrás tuyo, bastante nerviosa, sintiendo
mucha vergüenza y al mismo tiempo cierta admiración, preguntándome si algún día
me importará todo un carajo como parece importarte a vos, que vas muy campante
y risueña entre las mesas con tu bastón, que parecés no tomar conciencia de que
hay otros comensales y entonces estaría bueno no hablar tan fuerte. Todavía no
nos sentamos y ya vas pidiendo tu soda, «¡¿vos qué vas a querer tomar bebé?!»,
metiendo la voz para adentro te digo que después veo y, como no podía faltar,
como siempre temo cada vez que entramos, lo decís. Irremediablemente decís
siempre lo mismo:
—¡…soda natural…! ¡Ah! ¡Y para la nena traele unos
pancitos negros que el blanco no le gusta!
Hace unos años que te formaste esa idea, que no me gusta
el pan blanco, y nunca te la pude sacar de la cabeza.
En fin, vamos caminando, pasamos de largo la entrada del
barsucho, vuelvo a sentir cierto alivio. Camino detrás tuyo, porque la vereda
es tan angosta que las dos no entramos. Entonces veo que a mitad del barsucho
te detenés, le metés unos bastonazos a la ventana y acercás tu cara para mirar
hacia adentro. Pienso: «Dios mío». Con la cara pegada a la ventana, le gritás a la Inés que vino tu sobrina
a visitarte, te das vuelta y me mirás como para que ella me vea, decís que ese
día no vamos a almorzar ahí pero que mañana sí. La cara de la Inés ni se
inmuta. Ni sonríe, ni se enoja, ni hace nada. Creo que podrías romperle la ventana
a bastonazos y la cara de esa mujer seguiría igual. Yo estoy muy impresionada.
—¡¿Cómo le vas a pegar así a la ventana tía?! —te
pregunto.
—Bah —decís y te encogés de hombros—, que se vayan a
cagar… —Seguís caminando tranquilamente, como si no pasara nada.
—No entiendo por qué saludás así a la Inés —te digo. Y no
sé por qué, pero cuando estoy en Córdoba meto los artículos—. Siempre la
saludás sonriendo y ella apenas si te mira…
—¡Bah…! —Un silencio y luego decís—: Talón, pie, punta… Talón,
pie, punta… ¿Cómo es que era bebé?
¿Qué puedo hacer, más que quererte tanto?
—Así tía: talón, pie, punta… como dijiste está bien.
Desde que llegué de visita, empecé a molestarte para que
caminaras bien. Vos, que ya tenés como setenta pirulos, lejos de decirme «¿Vos me vas a decir a mí cómo caminar…?», te entusiasmaste con eso de aprender a caminar. Con tu bastón, le vas
metiendo onda y estilo, «talón,
pie, punta», a cada rato te das vuelta y me sonreís, buscando mi aprobación. Todo porque
solías caminar muy mal, arrastrando los pies, y eso terminó mal varias veces. Vereda
rota, tropezón, vos yéndote de boca al suelo.
Llegamos al departamento.
Que vayan a venir del supermercado te mantiene bastante
atenta. Pronto me daré cuenta por qué. Suena el timbre, te levantás de un
salto, «Deben ser
los del Disco», te asomás por la ventana, son ellos. Les
decís que ahora baja tu sobrina.
Bajo. Los muchachos ya empezaron a bajar las bolsas, que
se fueron acumulando en la entrada. Las bolsas no me llamarían la atención si no
fuera porque están bajando más y no tienen actitud de detenerse. Desde la
ventana, gritás. Saludás a los chicos, das algunas indicaciones. Al fin
terminan de bajar todo. Miro la cantidad de bolsas y no entiendo. Ni en la
mayor compra que hizo mi papá alguna vez había tantas bolsas, y nosotros éramos
cuatro. Pero en ese momento no puedo pensar mucho, tengo que subir las bolsas.
Los chicos quieren ayudar, dicen que siempre te suben las bolsas. Les digo que
no hace falta. Como una loca, a los saltos, subo y bajo por las escaleras, en
cada viaje cargo cuatro o cinco bolsas en cada mano, o algún pack de sodas. Los
pibes esperan, ¿qué esperan? A la primera que subo, me retás porque no los dejé
ayudar. Te digo que no jodas. Mientras bajo, escucho que me gritás: «¡…pero si son de confianza los muchachos!». Subo y bajo un par de veces más. Cuando termino llego al hall y veo que
los pibes miran hacia arriba y conversan con vos animadamente. Me dan el
ticket, que es realmente larguísimo. De reojo veo que los chicos se acomodan abajo
de la ventana, los miro, miro hacia arriba, te veo sonriendo con la mano en
alto, «¡Atajen!», gritás y lanzás unos paquetes. Los paquetes caen, los pibes cazan un par
en el aire, ahí entiendo, son cuatro o cinco paquetes de cigarrillos Philips
Morris, los chicos están contentos, gritan «¡Gracias, señora!».
Subo, seriamente te pregunto qué fue todo eso. Vos estás muy
contenta.
—Ah… somos amigos con los chicos…
—¿Y eso de los cigarrillos?
—Les doy propina… ¿viste qué contentos que se ponen?
Entonces recuerdo esa vez que buscando unas sábanas, abrí
tu armario y había como sesenta paquetes de cigarrillos. Habías dejado de fumar
y ahí quedaron. Al parecer, encontraste la forma de sacártelos de encima.
Cuando me ves abriendo las bolsas, te acercás muy agitada y querés detenerme:
—No, yo las acomodo…
Te miro como si me estuvieras cargando.
—Pero mirá la cantidad de cosas, tía… andá a acostarte
que yo ordeno…
—No, no, no… porque la que sabe dónde van las cosas soy
yo… me vas a hacer lío y después no voy a encontrar nada…
Cosa de viejo, pienso. Al final negociamos que vas a ir
indicándome dónde guardar cada cosa. La primera bolsa que abro tiene dos dulces
de leche, cuatro quesitos untables y unas cinco mermeladas de durazno. Te acabo
de sentar en un banquito, a un costado. Desde ahí vas guiándome:
—Las mermeladas van en la alacena de abajo, a la derecha…
Abro la alacena y me encuentro con que ya hay unas ocho
mermeladas, también de durazno.
—Las nuevas ponelas atrás de las otras, teeesoro…
De otra bolsa saco seis paquetes de mayonesa. Miro el envase
a ver cuánto pesa, porque nunca había visto mayonesas tan grandes.
—La mayonesa va en la heladera… en el cajón de abajo… Gracias,
tesoro…
Abro la heladera. En el cajón de abajo ya hay unas cuatro
mayonesas.
—Este es el cajón donde iría la fruta… —te digo
irónicamente.
No sé si no me escuchás o te hacés la gil. Seguís sentada
en el banquito, señalando las distintas alacenas. Seis paquetes de café, en la
alacena ya había unos diez.
Así pasa con todo, la mayoría productos no perecederos. Ya
entonces yo tenía una idea de que te stockeabas, pero es la primera vez que soy
testigo real del acopio que hacés.
—Qué animalada, tía… ¿por qué comprás así a lo bestia…?
No respondés. En cambio, me pedís que a los rollos de
cocina los deje con el dibujito mirando hacia adelante. Te pregunto si me lo
decís en serio. Decís que sí, dándome una explicación inexplicable.
Terminamos de guardar todo. Ya tranquila, te vas a dormir
la siesta.
Me quedo sola en el living. Hago garabatos en un papel.
Hago un cuidadoso rollito con el ticket del súper y, cuando está listo, lo desenrollo
de un tirón… cae hasta el piso, sigue por la alfombra. La verdad es que no sé
qué hacer. De pronto se me ocurre hacer un recuento de todo lo que tenés, nomás
para hacer algo, nomás para volver a asombrarme.
Voy hasta la cocina. Empiezo a abrir las alacenas y voy
contando. «Qué bestia», digo a cada rato. Después miro hacia arriba. Ahí están los rollos de
cocina, bien a la vista, encima de una de las alacenas. Cuento los de adelante
y después me avivo de que atrás hay más. Bajo todos para contarlos bien. Hay unos
dieciséis packs. «Entonces tiene cuarenta y ocho rollos», pienso. Después los acomodo con el dibujito hacia adelante. Lo que
llamaste dibujito es la imagen de una familia. Miro los packs, justo les está
pegando el sol. La mayoría de ellos tiene la imagen desgastada, amarillenta. Es
realmente deprimente.
Mi hermosa tía… debés saberlo (o no): estamos en el 2020,
en medio de una pandemia mundial, todos aislados. Imagino que si vivieras,
estarías en tu departamento, con tu bata celeste. En tu acostumbrada soledad y
silencio, irías hasta la cocina a poner la cafetera. Abrirías la alacena de arriba,
la de la derecha, para buscar un café. Quiero imaginar que antes de elegir cuál
de los quince paquetes agarrar, sonreís.
5
de mayo del 2020
Hola tía,
como sabés, estuve
algunos años sin regresar a Córdoba. No quería volver, porque vos ya no ibas a
estar.
Te moriste una
mañana muy fría. Al otro día fui a la plaza que quedaba a unas cuadras del
departamento. Me senté en un banco y miré alrededor. A través de los años, yo
había pasado un montón de horas en esa plaza. Pero ese día, cuando la miré, me
pareció nada más que una plaza. Mi historia ahí se había terminado, yéndose con
vos. La gente caminaba. A los costados, en el pasto, había grupitos tomando
mate. En la canchita de cemento unos pibes jugaban a la pelota. Y nadie sabía
que te había perdido.
De regreso al
departamento, caminé por las calles de siempre. Y mirando la avenida y los
edificios de pronto sentí que se me había caído Córdoba entera. Sentí el
derrumbe. Porque Córdoba eras vos. Córdoba era «ir a ver a la tía». Vos ya no estabas y Córdoba se convirtió esa tarde,
para mí, en una ciudad anónima. Era gente, ruido y caos.
Por eso, por
algunos años, no quise volver. Tenía miedo de regresar y de que Córdoba
volviera a mostrarme esa cara, la del caos. Sobre todo, no soportaba la idea de
pararme debajo del edificio donde vivías, mirar hacia la ventana de marco
verde, y no ver asomarse tu cara.
Pero, cuando
finalmente volví a Córdoba, no fue como lo esperaba.
Estoy frente al
departamento, porque tengo que ir a buscar unas llaves. No puedo evitarlo y
miro hacia la ventana. No puedo evitarlo y se me llenan los ojos de lágrimas.
Apurada, porque quiero sacarme el trámite de encima, abro la puerta de entrada
y subo. Toco la puerta. Me abre el administrador. Por encima de su hombro miro
hacia adentro y apenas puedo entender que no estés ahí. No estás… entonces es
cierto… no estás más. El tipo me da las llaves, me despido y bajo las
escaleras, con un nudo en la garganta.
Salgo a la calle.
Agarro por la avenida y entonces recuerdo la carta que te escribí, el momento
en que caminábamos juntas por esa misma avenida. Empiezo a verte de nuevo, no
querés que esté triste. Me lo dijiste en silencio, el día que viniste a
ayudarme. Por un segundo me detengo y me sacudo por dentro, como si me dijera «Dejate de joder con todo este
drama». Entonces algo en mí
se acomoda, como cuando te asomabas por la ventana y el cuadro estaba completo.
Con decisión, te traigo a mí, te agarro del brazo y empiezo a caminar de nuevo.
Disfruto esas cuadras que hacemos juntas. Cuando estamos llegando a una
esquina, soy yo la que te suelta del brazo. No sé por qué, pero empiezo a sentir
una enorme confianza. Bajás a la calle, el semáforo está en verde, vienen
autos. Te veo alejarte. Una parte de mí siente mucho alivio, porque ya nadie
puede volver a lastimarte. Otra parte, es extraño, piensa en la Inés, en cómo,
a pesar de que seguramente eras su mejor clienta, a pesar de que siempre
entrabas al bar con una sonrisa, eras amable e iluminabas el verde pálido de
ese lugar, a pesar de todo eso esa mujer apenas te miraba. Entonces me dan ganas
de hacer como en las películas, agarrar un auto, acelerar a fondo y entrar al
barsucho arrasando con todo. Pero no tengo auto, ni tus agallas. Y mientras
sigo caminando, pienso que la Inés era así con todos, no solo con vos. Quizás
sea la única persona que al conocerte no se le ablandó la cara, ni el corazón.
Camino por las
veredas exageradamente angostas. Siempre me pregunté quién había sido el hijo
de puta que las hizo tan, tan angostas, y no tuvo en cuenta que las personas van
y vienen. Pero, más imperdonable todavía, no pensó que a veces las personas van
de a dos, como fuimos vos y yo tía, por tantos años.
Miro hacia arriba.
Es todo edificios. Pero el poco cielo que puedo ver, está bien limpio y
celeste.
Córdoba no estaba
como la temía, tan desarmada. Porque para ese entonces yo ya llevaba en mi
corazón algunas de estas cartas. Estas cartas que te fui y nos fui escribiendo,
te trajeron de nuevo a mí. Fueron levantando Córdoba, que se me había hecho
pedazos.
Ahora sé que ese
día en la plaza, cuando sentí que era nada más que una plaza, porque ahí se
había terminado mi historia, yéndose con vos, estaba tremendamente equivocada.
Porque aquel día, como hoy, vos estabas conmigo, y algo de mí sos vos. No soy ingenua;
sé que a veces voy a recordarte y a ponerme triste. Pero cuando vuelvo a verte
cruzando la avenida, ese día que ya no podían lastimarte, aunque te estés
alejando y me muestres solamente tu espalda, lo único que puedo verte es la
sonrisa, esa tan linda, abriéndose como dos alas blancas.
Tu sonrisa crece
cada vez más, dentro de mí. Y es, al mismo tiempo, cada vez más leve, como esa
sonrisa que me mostrabas las poquitas veces que girabas en el mar y me mirabas.
También ahora siento en mí una sonrisa leve, vuelvo a estas cartas y puedo
asentir… Sí, tía, todo lo que vivimos.