Soy como
un perro callejero. A veces, el perro está sentado en una esquina y es de
noche. ¿Qué está haciendo? ¿Qué está esperando? Yo también estoy en el cruce y
parezco distraído. He visto un perro así. Eran las dos de la mañana y hacía
frío, lo llamé y no vino —suelo poner mi soledad en los otros—. Un momento
después, allá a una cuadra, otro perro se nos acercaba. Vi que estaba
convencido, y sentí envidia. El primer perro lo miró sin moverse. Pero cuando
el otro estuvo cerca, se paró y caminaron juntos. Unos pocos metros, y a lo
lejos se escuchó algo parecido a una explosión; uno
de los perros giró bruscamente y buscó los ojos del otro, pasó apenas un
segundo y el otro también giró para mirarlo. En ese instante, entonces, se
miraron, y a toda velocidad salieron corriendo. Se habían esperado para
decidirse a esa carrera. No los vi más. Habían comprendido algo que me era
ajeno. Y me sentí sobrando. Y tuve casi consciencia de una noche más grande que
se cerraba sobre esa noche. Si otro me mira y nuestras miradas llegan al mismo
tiempo, puedo compartir un poco de mí, y hasta quizás corramos uno al lado del
otro. Pero, si fuere como alguna vez, todo una ilusión, un anhelo de
comunicación demasiado urgente, entonces volveré, otra vez, al cruce, y ya casi
sin que me duela.
viernes, 28 de octubre de 2016
miércoles, 26 de octubre de 2016
Fragmento. Una voz nueva (Cuento)
De la infancia conservo una
imagen nítida: el pequeño Ernesto sentado en un rincón del patio del colegio,
aferrándose nervioso a la corbatita con su nombre bordado. Y aunque a esa edad
yo tan solo podía vivir intuyendo y no elaborando pensamientos firmes, es claro
que mis maestras me parecieron siempre unas imbéciles, incapaces de desbordar
el alma de un chico. El alma de un chico, el alma de cualquier hombre, necesita
estar desbordada y no simplemente entretenida en lo que es posible. Las
maestras intentaron solo lo esperable y mantenerme calmo. Así anestesiaron lo
auténtico en mí —si tuve un talento, fue amputado, nunca supe cuál fue—; y esa
fue mi primera muerte, la más lamentable. Por demasiado tiempo mi infancia
estuvo expuesta a actividades que se alternaban entre recortar papelitos y
pegarlos en un cuaderno, copiar un dibujo, pintarlo, y durante tres años ese
mismo dibujo, unir con líneas del uno al diez y luego del diez al uno, hacer
una lista de colores, cantar canciones absurdas y cosas de igual naturaleza.
Después uno levanta las cejas y se sorprende de que haya tantos hombres
mediocres.
martes, 25 de octubre de 2016
Del cuento El refugio.
Los
adultos me enseñaron y me educaron, y entonces se confundió en mí todo lo que
siendo un chico yo ya sabía, intuitivamente.
lunes, 17 de octubre de 2016
Fragmento. Una voz nueva (Cuento)
Desde siempre estuve empujando mi
existencia
hacia esto que es el hoy.
En mí existen millones de presentes que ya pasaron
pero no murieron; a través del ahora los sigo
viviendo.
Yo soy todos mis presentes
anteriores.
Todo lo
que hice y dejé de hacer,
muchas veces sabiendo,
otras veces como inconsciente,
en ocasiones también como inconsciente pero intuyendo;
todo eso está ligado por cadenas visibles,
pero más aún está ligado por encrucijadas oscuras que apenas
alcanzo a ver,
y por otras que, de tan claras, me enceguecen.
muchas veces sabiendo,
otras veces como inconsciente,
en ocasiones también como inconsciente pero intuyendo;
todo eso está ligado por cadenas visibles,
pero más aún está ligado por encrucijadas oscuras que apenas
alcanzo a ver,
y por otras que, de tan claras, me enceguecen.
Última estación: Fideos con queso
Sinceramente,
no entiendo por qué voy en la dirección que nunca quise ir. ¿Yo soy yo?
Todos los
días me levanto porque no dejo que el pensamiento tenga tiempo. Suena el
despertador y, de un salto brusco, me incorporo y voy a lavarme la cara. Y
estoy de mal humor, en general. Al trabajo voy en subte. Más de una vez lo dejo
pasar porque entrar a la fuerza no me parece. Pero aun si decido dejarlo pasar,
me paro cerca de la puerta del subte que llegó y hago de cuenta que quiero
entrar. Y, fingiendo, miro el piso para ver donde hay espacio. Al momento
simulo comprender que no hay lugar para mí, retrocedo con humildad y me quedo a
esperar la siguiente formación. Y cuando retrocedo, no miro a los pasajeros que
están dentro del subte, pero creo que ellos podrían estar mirándome con respeto.
Porque si yo fingí todo eso, fue para mostrarles que es mejor así, sin empujar.
Cuando ya
estoy viajando, intento ser cuidadoso. Y pongo atención en equilibrar mi cuerpo,
porque no me gustaría pisar a nadie ni dejar que todo mi peso descansara en
alguna de las personas que viajan a mi lado. Pienso que sería justo que los
demás hiciesen lo mismo, pero me digo a mí mismo que tal vez no lo hacen, no
porque sean malas personas, sino porque en verdad están decaídas. Y es así, con
buenos pensamientos, que colmo mi corazón de piedad para no tener que enojarme.
Y eso me hace sentir bien, porque entonces sé que esta enorme rabia cotidiana y
colectiva, esta termita hambrienta que invisible nos va comiendo los huesos,
aún no me domina ni logra enterrar mi condición de hombre.
Llego al
trabajo y voy a buscarme un café. Y, camino a la máquina, me apeno porque sé
que ese es el último acto que voy a hacer para mí en el día. Empiezo a
trabajar, se me anula la conciencia y me muero sin patalear. Como si yo,
extrañamente, pasara a ser otra persona. Aunque, a veces, mientras hablo de
trabajo comienzo a escuchar una voz que es mi propia voz. Con el pensamiento
intento atraparla para hacerla realmente mía. Pero no puedo. Porque lo que dice
mi voz, no soy yo. Lo que dice mi voz, me niega. Y los pocos momentos donde soy
consciente de eso, me quedo asustado y siendo doble. Soy el hombre que está
hablando sobre el rumbo de la empresa y soy yo mismo sin rumbo, mirando desconfiado
al otro, a ese que me tiene hablando de cosas del trabajo que en realidad no me
importan…, mientras mi vida me pasa delante de los ojos sin que yo me desespere.
El viaje de
vuelta no es más digno. Aunque, como estoy volviendo a casa, me siento de mejor
ánimo —en días pesimistas, sin embargo, razono que volver a casa es justamente lo
que empuja el ciclo eterno para que al otro día yo vuelva a salir de casa—. Y cuando pienso en esto, siento
el impulso enorme de irme a ninguna parte. Correr muy lejos, tomarme cualquier
tren y atarme a cualquier vuelo, a cualquier azar que me salve del aburrimiento
de saber cómo será mañana. Salir con una mochila y unas pocas cosas. O, mucho
mejor, salir con nada. Irme solo conmigo, que ya es bastante peso. Peso
incorpóreo…, porque aún no me conozco y eso pesa mucho más que esta grasa apretada
que tengo por panza, todo por no moverme y convertirme en un administrativo.
Ya hace
tiempo que mientras viajo, imagino que en el subte comienzo una conversación. Toco
el hombro de alguien, lo miro a los ojos y le hablo. Hay momentos en que estoy
lleno de confianza en la humanidad y se me ocurre que esa persona va a entender
sin problemas a lo que me refiero. Entonces no ando con vueltas y le digo: «Disculpe..., ¿no cree que
usted y yo estamos para más?». Otras veces soy tímido y no alcanzo
a terminar lo empezado. Toco el hombro de la persona. «Disculpe…». El
otro me mira esperando. Le digo: «No, deje, nada, nada…». La
persona me observa extrañada y luego me da la espalda. Hubo una vez que recobré
el ímpetu y, casi con desesperación, la agarré del brazo y le supliqué: «Espere». Pero la persona —había pensado en una
señora de pelo blanco—, pareció enojarse y se libró de mí casi con desprecio: «¡Suélteme!». A veces, cuando le hablo a alguien —en
mi imaginación—, no puedo ordenar las ideas y, nervioso, empiezo a hablar de
más. La gente del subte se empieza a dar vuelta para mirarme, y es entonces
cuando ya no respondo de mí y arranco a hablar como loco. Termino dando un
discurso a viva voz que dura el infinito, y recorro infinitas veces todas las
estaciones.
A causa de
esas conversaciones que invento, otros mundos se van levantando
precipitadamente, nacen con fuerza y son mundos de verdad para los que sí
fuimos hechos. Allí hay subtes —o no los hay—, y los pasajeros no encuentran
quejas, y hay aire de más y se respira hondo, y las personas sonríen y se dan
palmadas de afecto. Y es así porque cada una hace lo que le da felicidad. Lo
mismo pasa en las calles. Y mientras esos mundos posibles se construyen con
palabras y silencios, y verdes y azules y rostros amigables, mi cuerpo gordo y privado
de flexibilidad intenta abrirse paso entre rostros opacos y conciencias subterráneas.
Y las personas en el subte están sonriendo. Y como nadie se corre a pesar de
que me ven…, «Permiso,
¿baja en la próxima?», e intento controlar la irritación en mi voz
cuando mi corazón disgustado nota, casi siempre, que nadie está poniendo buena
voluntad en dejarme pasar. Y se dan palmadas de afecto…, y me ceden con
sonrisas el paso para que mi cuerpo no entre en pugna con otros cuerpos. Hasta
que, por fin, salgo del subte. Salgo como expulsado y me siento una tapa de
olla que salió despedida por tanta presión. Y es feo para mí sentirme como una
tapa de olla.
Llego a casa
con la voluntad rota. Casi siempre pongo a hervir agua para hacerme unos
fideos. Mientras estoy cenando, no miro la televisión porque siento que esos
programas insultan lo poco que a esas horas queda de integridad en mí y la
comida termina por caerme mal. Hay días, sin embargo, que son buenos. Porque
mientras que estoy así, comiendo mirando nada, siento sobre mí la mirada de un
rostro posible de esos mundos posibles que invento en el subte. Estoy viajando,
y al sentir esa mirada, giro y veo unos ojos negros que me sonríen y me dicen
que me comprenden. Entonces mi alma encogida en capullo se abre de una sola vez,
y yo me levanto a buscar queso para mis fideos; porque en mi mundo de verdad la
pasta lleva mucho queso y, después de comer, yo me tiro a descansar en esos
ojos negros. Y siento alivio porque no estoy solo.
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)