miércoles, 26 de octubre de 2016

Fragmento. Una voz nueva (Cuento)



De la infancia conservo una imagen nítida: el pequeño Ernesto sentado en un rincón del patio del colegio, aferrándose nervioso a la corbatita con su nombre bordado. Y aunque a esa edad yo tan solo podía vivir intuyendo y no elaborando pensamientos firmes, es claro que mis maestras me parecieron siempre unas imbéciles, incapaces de desbordar el alma de un chico. El alma de un chico, el alma de cualquier hombre, necesita estar desbordada y no simplemente entretenida en lo que es posible. Las maestras intentaron solo lo esperable y mantenerme calmo. Así anestesiaron lo auténtico en mí —si tuve un talento, fue amputado, nunca supe cuál fue—; y esa fue mi primera muerte, la más lamentable. Por demasiado tiempo mi infancia estuvo expuesta a actividades que se alternaban entre recortar papelitos y pegarlos en un cuaderno, copiar un dibujo, pintarlo, y durante tres años ese mismo dibujo, unir con líneas del uno al diez y luego del diez al uno, hacer una lista de colores, cantar canciones absurdas y cosas de igual naturaleza. Después uno levanta las cejas y se sorprende de que haya tantos hombres mediocres. 

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