De la infancia conservo una
imagen nítida: el pequeño Ernesto sentado en un rincón del patio del colegio,
aferrándose nervioso a la corbatita con su nombre bordado. Y aunque a esa edad
yo tan solo podía vivir intuyendo y no elaborando pensamientos firmes, es claro
que mis maestras me parecieron siempre unas imbéciles, incapaces de desbordar
el alma de un chico. El alma de un chico, el alma de cualquier hombre, necesita
estar desbordada y no simplemente entretenida en lo que es posible. Las
maestras intentaron solo lo esperable y mantenerme calmo. Así anestesiaron lo
auténtico en mí —si tuve un talento, fue amputado, nunca supe cuál fue—; y esa
fue mi primera muerte, la más lamentable. Por demasiado tiempo mi infancia
estuvo expuesta a actividades que se alternaban entre recortar papelitos y
pegarlos en un cuaderno, copiar un dibujo, pintarlo, y durante tres años ese
mismo dibujo, unir con líneas del uno al diez y luego del diez al uno, hacer
una lista de colores, cantar canciones absurdas y cosas de igual naturaleza.
Después uno levanta las cejas y se sorprende de que haya tantos hombres
mediocres.
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