Sinceramente,
no entiendo por qué voy en la dirección que nunca quise ir. ¿Yo soy yo?
Todos los
días me levanto porque no dejo que el pensamiento tenga tiempo. Suena el
despertador y, de un salto brusco, me incorporo y voy a lavarme la cara. Y
estoy de mal humor, en general. Al trabajo voy en subte. Más de una vez lo dejo
pasar porque entrar a la fuerza no me parece. Pero aun si decido dejarlo pasar,
me paro cerca de la puerta del subte que llegó y hago de cuenta que quiero
entrar. Y, fingiendo, miro el piso para ver donde hay espacio. Al momento
simulo comprender que no hay lugar para mí, retrocedo con humildad y me quedo a
esperar la siguiente formación. Y cuando retrocedo, no miro a los pasajeros que
están dentro del subte, pero creo que ellos podrían estar mirándome con respeto.
Porque si yo fingí todo eso, fue para mostrarles que es mejor así, sin empujar.
Cuando ya
estoy viajando, intento ser cuidadoso. Y pongo atención en equilibrar mi cuerpo,
porque no me gustaría pisar a nadie ni dejar que todo mi peso descansara en
alguna de las personas que viajan a mi lado. Pienso que sería justo que los
demás hiciesen lo mismo, pero me digo a mí mismo que tal vez no lo hacen, no
porque sean malas personas, sino porque en verdad están decaídas. Y es así, con
buenos pensamientos, que colmo mi corazón de piedad para no tener que enojarme.
Y eso me hace sentir bien, porque entonces sé que esta enorme rabia cotidiana y
colectiva, esta termita hambrienta que invisible nos va comiendo los huesos,
aún no me domina ni logra enterrar mi condición de hombre.
Llego al
trabajo y voy a buscarme un café. Y, camino a la máquina, me apeno porque sé
que ese es el último acto que voy a hacer para mí en el día. Empiezo a
trabajar, se me anula la conciencia y me muero sin patalear. Como si yo,
extrañamente, pasara a ser otra persona. Aunque, a veces, mientras hablo de
trabajo comienzo a escuchar una voz que es mi propia voz. Con el pensamiento
intento atraparla para hacerla realmente mía. Pero no puedo. Porque lo que dice
mi voz, no soy yo. Lo que dice mi voz, me niega. Y los pocos momentos donde soy
consciente de eso, me quedo asustado y siendo doble. Soy el hombre que está
hablando sobre el rumbo de la empresa y soy yo mismo sin rumbo, mirando desconfiado
al otro, a ese que me tiene hablando de cosas del trabajo que en realidad no me
importan…, mientras mi vida me pasa delante de los ojos sin que yo me desespere.
El viaje de
vuelta no es más digno. Aunque, como estoy volviendo a casa, me siento de mejor
ánimo —en días pesimistas, sin embargo, razono que volver a casa es justamente lo
que empuja el ciclo eterno para que al otro día yo vuelva a salir de casa—. Y cuando pienso en esto, siento
el impulso enorme de irme a ninguna parte. Correr muy lejos, tomarme cualquier
tren y atarme a cualquier vuelo, a cualquier azar que me salve del aburrimiento
de saber cómo será mañana. Salir con una mochila y unas pocas cosas. O, mucho
mejor, salir con nada. Irme solo conmigo, que ya es bastante peso. Peso
incorpóreo…, porque aún no me conozco y eso pesa mucho más que esta grasa apretada
que tengo por panza, todo por no moverme y convertirme en un administrativo.
Ya hace
tiempo que mientras viajo, imagino que en el subte comienzo una conversación. Toco
el hombro de alguien, lo miro a los ojos y le hablo. Hay momentos en que estoy
lleno de confianza en la humanidad y se me ocurre que esa persona va a entender
sin problemas a lo que me refiero. Entonces no ando con vueltas y le digo: «Disculpe..., ¿no cree que
usted y yo estamos para más?». Otras veces soy tímido y no alcanzo
a terminar lo empezado. Toco el hombro de la persona. «Disculpe…». El
otro me mira esperando. Le digo: «No, deje, nada, nada…». La
persona me observa extrañada y luego me da la espalda. Hubo una vez que recobré
el ímpetu y, casi con desesperación, la agarré del brazo y le supliqué: «Espere». Pero la persona —había pensado en una
señora de pelo blanco—, pareció enojarse y se libró de mí casi con desprecio: «¡Suélteme!». A veces, cuando le hablo a alguien —en
mi imaginación—, no puedo ordenar las ideas y, nervioso, empiezo a hablar de
más. La gente del subte se empieza a dar vuelta para mirarme, y es entonces
cuando ya no respondo de mí y arranco a hablar como loco. Termino dando un
discurso a viva voz que dura el infinito, y recorro infinitas veces todas las
estaciones.
A causa de
esas conversaciones que invento, otros mundos se van levantando
precipitadamente, nacen con fuerza y son mundos de verdad para los que sí
fuimos hechos. Allí hay subtes —o no los hay—, y los pasajeros no encuentran
quejas, y hay aire de más y se respira hondo, y las personas sonríen y se dan
palmadas de afecto. Y es así porque cada una hace lo que le da felicidad. Lo
mismo pasa en las calles. Y mientras esos mundos posibles se construyen con
palabras y silencios, y verdes y azules y rostros amigables, mi cuerpo gordo y privado
de flexibilidad intenta abrirse paso entre rostros opacos y conciencias subterráneas.
Y las personas en el subte están sonriendo. Y como nadie se corre a pesar de
que me ven…, «Permiso,
¿baja en la próxima?», e intento controlar la irritación en mi voz
cuando mi corazón disgustado nota, casi siempre, que nadie está poniendo buena
voluntad en dejarme pasar. Y se dan palmadas de afecto…, y me ceden con
sonrisas el paso para que mi cuerpo no entre en pugna con otros cuerpos. Hasta
que, por fin, salgo del subte. Salgo como expulsado y me siento una tapa de
olla que salió despedida por tanta presión. Y es feo para mí sentirme como una
tapa de olla.
Llego a casa
con la voluntad rota. Casi siempre pongo a hervir agua para hacerme unos
fideos. Mientras estoy cenando, no miro la televisión porque siento que esos
programas insultan lo poco que a esas horas queda de integridad en mí y la
comida termina por caerme mal. Hay días, sin embargo, que son buenos. Porque
mientras que estoy así, comiendo mirando nada, siento sobre mí la mirada de un
rostro posible de esos mundos posibles que invento en el subte. Estoy viajando,
y al sentir esa mirada, giro y veo unos ojos negros que me sonríen y me dicen
que me comprenden. Entonces mi alma encogida en capullo se abre de una sola vez,
y yo me levanto a buscar queso para mis fideos; porque en mi mundo de verdad la
pasta lleva mucho queso y, después de comer, yo me tiro a descansar en esos
ojos negros. Y siento alivio porque no estoy solo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario