Soy como
un perro callejero. A veces, el perro está sentado en una esquina y es de
noche. ¿Qué está haciendo? ¿Qué está esperando? Yo también estoy en el cruce y
parezco distraído. He visto un perro así. Eran las dos de la mañana y hacía
frío, lo llamé y no vino —suelo poner mi soledad en los otros—. Un momento
después, allá a una cuadra, otro perro se nos acercaba. Vi que estaba
convencido, y sentí envidia. El primer perro lo miró sin moverse. Pero cuando
el otro estuvo cerca, se paró y caminaron juntos. Unos pocos metros, y a lo
lejos se escuchó algo parecido a una explosión; uno
de los perros giró bruscamente y buscó los ojos del otro, pasó apenas un
segundo y el otro también giró para mirarlo. En ese instante, entonces, se
miraron, y a toda velocidad salieron corriendo. Se habían esperado para
decidirse a esa carrera. No los vi más. Habían comprendido algo que me era
ajeno. Y me sentí sobrando. Y tuve casi consciencia de una noche más grande que
se cerraba sobre esa noche. Si otro me mira y nuestras miradas llegan al mismo
tiempo, puedo compartir un poco de mí, y hasta quizás corramos uno al lado del
otro. Pero, si fuere como alguna vez, todo una ilusión, un anhelo de
comunicación demasiado urgente, entonces volveré, otra vez, al cruce, y ya casi
sin que me duela.
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